Los datos facilitados por Castellanos no aportaban mayor cosa: su mujer había dado a luz un mes atrás, su salud mental no había sufrido percances, no había razones para pensar que podía tener enemigos en la vida, no tenía bienes de fortuna. En fin, no era una persona "desaparecible", si cabe el término. Y la circunstancia en que fue descubierta la desaparición tampoco decía mayor cosa: Castellanos llegó un día a su casa y encontró solo al niño. Y nada más. De Raiza, ni huellas.
La residencia donde vivía la pareja es una construcción modesta ubicada en La Vichú, un sector semi-rural donde tampoco es muy común que se den situaciones particularmente asquerosas. Detrás de la casa se prolonga un patio inmenso, que da a un lugar apartado de la vía pública. Sólo por no dejar, los detectives realizaron por allí una exploración a vuelo de pájaro, sin resultados. Después agotaron el trámite de preguntarle a los familiares y vecinos del sector cuándo habían visto a la mujer de Antonio por última vez, y entonces sí obtuvieron algo más concreto: el día 30, Raiza fue vista en su casa o cerca de ella, y no había dado pistas o motivos para pensar en un viaje o en una decisión tan tremenda como marcharse del hogar y dejar al Antonio con ese incendio prendido: para quienes no estén informados, un niñito de un mes llora sabroso, sobre todo en la madrugada.
La investigación continuó mientras hubo pistas de las cuales agarrarse y testimonios que pudieran interesar, pero de repente el serrucho se trancó, el friito de enero atacó el ánimo de los detectives y el asunto de la desaparición se fue quedando en el limbo, hasta que los familiares de la muchacha reaccionaron con fuerza y adiós friito de enero: ya había llegado el día 20 y Raiza no aparecía por ninguna parte. Nueva activación de las diligencias por parte de los judiciales, citación a Antonio Castellanos para que fuera a ampliarles el cuento, y extraña cuestión: Antonio no aparecía tampoco. Ni los vecinos ni los familiares de Raiza tenían noticias del paradero del hombre. Entonces la PTJ comenzó a abordar la trama por otro flanco.
La ciudad de Valera no es la ciudad de Trujillo, pero hasta allí llegó el retumbar de las voces que clamaban justicia. Una de esas voces, por cierto, era conocida para los funcionarios de la PTJ: una tarde se apareció en la delegación Antonio Castellanos, indignado porque ese tipo de cosas ocurrían en una ciudad como ésta, otrora reducto de paz e idilios convertidos en canción. Después de la descarga aprovechó para contar lo nervioso que estaba porque Raiza Coromoto todavía no aparecía, y entonces los policías lo precisaron con más ahínco. Sucede que la familia de Raiza le había contado a los sabuesos lo mal que Antonio trataba a su mujer, las agrias discusiones por cualquier razón, el deseo de ella de abandonar esa casa que se le había vuelto tan insoportable como esas promociones de TV que dicen "Llame ya al teléfono que ve en pantalla". En 15 minutos el hombre estaba convertido en una mata de nervios, aunque sin aflojar la versión final de la historia, y la PTJ tuvo que echarle una ayudadita llevándolo arrastrado hasta la casa donde hasta poco antes vivía con su pareja.
Fueron al patio, observaron bien los alrededores, en las zonas de fuga. Un detective se fijó en un rectángulo perfecto de grama seca, rodeado de grama fresca y verde, y el funcionario al mando, el inspector Sixto Peña, ordenó que cavaran en ese lugar. Y ya no hubo finta posible para Antonio: el cadáver de Raiza Coromoto Briceño fue encontrado cuatro metros debajo de la tierra, devastado por la cal viva. Nos disculpan este aparatoso final sin intriga ni suspenso, pero así es como corresponde: esto no es una novela policial.
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