abril 24, 2005

San Juan te lo da; el hampa te lo quita

William Ochoa era, en los tiempos duros de la guerrilla (años 60 y buena parte de los 70) uno de los sujetos bravos e irreductibles de La Vega. Allá en El Carmen lo recuerdan como a la sombra clandestina que un día entrompaba a los cuerpos de seguridad y a los malandros, agitaba públicamente a las masas –ya saben, esa terminología de idealistas y guerreros– y al día siguiente nadie sabía dónde encontrarlo: de concha en concha se le fue la juventud, pero no las ganas de meterle mano a todo cuanto sonara a organización de comunidades. De algo le sirvió, pues, esa ruda pasantía por el PCV y Ruptura, aquella escisión de la cual se acordarán muy bien quienes le han dado un vistazo a los avatares de la izquierda.
Tanta energía puesta al servicio de la revolución tuvo un día un tropiezo fulminante: William conoció a una mujer que le voló los tapones, lo hizo conocer las supremas delicias –no hablaremos de detalles aquí; para eso está la columna de Alfredo Chacón– y de pronto le anunció que iban a tener un hijo. Lo que no logró ni el ejército, ni la Digepol, ni la Disip y ni siquiera los choros del barrio, lo logró una morena candelosa como la mayoría de las hijas de La Vega: ponerle un freno, aunque temporal, a tanta correría que ya sonaba a novela de aventuras. Lo demás lo hizo el avance de la historia; a finales de los 70 ya los movimientos guerrilleros no eran lo mismo de antes, y hasta los militantes más mordedores tuvieron que tomarse un reposo mientras comprendían qué rayos estaba ocurriendo con la Revolución y con el país.
Era 1981. Buen año para traer al mundo a un recio vástago al cual le colocaron el mismo nombre del padre: William. Ya veremos que no sólo el nombre los identificaba.

Un trago amargo

Desde los primeros meses de vida, William hijo era tan inquieto como cualquier chamo criado con teta y fororo. Al cumplir un año de edad sus padres parpadearon un momento, dejaron de observarlo un instante y el niño tuvo una ocurrencia más o menos inocente, más o menos fatal: agarró un frasco de easy off, el conocido limpiador de hornos –publicidad gratis– y se zampó un trago de aquel líquido como si se tratara de un tetero con unos grados de más. En cuestión de segundos el niño gritó de dolor, convulsionó, se partió en vómitos. Hubo que llevarlo de emergencia al hospital.
En el Pérez Carreño les dieron un diagnóstico bastante grave: si el líquido había llegado al estómago era mejor irse despidiendo de la criatura. El easy off es una maravilla en la superficie de una cocina, pero en las entrañas de un muchachito la situación es un poco distinta.
William dejó al niño en manos de la ciencia, pero muy adentro la enseñanza que le había dejado la negritud y sus códigos le hizo acudir a otros remedios. Recordó que San Juan Bautista era el abogado de las causas difíciles, recordó que aquellas fiestas de tambores no son sólo una excusa para bailar y echarse los palos, sino una manifestación profunda de la sangre y del espíritu, y le encomendó el muchacho al santo negro. Cuatro horas más tarde el médico salió a decirles que tenían una suerte bárbara, mi hermano: el chamo había expelido todo el maldito limpia hornos y las lesiones le alcanzaban sólo el esófago. A su alrededor, entretanto, había ocurrido una cosa conmovedora: cuatro niños que habían sido alcanzados por una epidemia de meningitis murieron en cuestión de horas, y William hijo salió con vida, aunque con el esófago quemado por los efectos de aquel super tetero.
William padre le canceló la deuda a la ciencia y juró que le cancelaría también su deuda a San Juan mientras viviera, organizándole sus fiestas, bailándole, cantándole cada mes de junio; no faltaba más. Así lo ha cumplido con toda la devoción, hasta el 5 de junio de 1999.

San Juan te lo da;
San Juan te lo quita

A sus 17 años William hijo se convirtió, cumpliendo la promesa del padre, en presidente de la Cofradía del santo, además de su Capitán. Pero no nos engañemos: el muchacho no sólo se ocupaba del santo y sus alrededores, sino que también le pegó la cosquilla de la militancia y helo allí, agitando y paralizando la ciudad en cuanta protesta tenía lugar en los liceos donde estudió: el Juan Rodríguez Suárez, el Luis Razetti de la avenida Morán, el Fe y Alegría de Las Acacias. Más de una vez llegó a la casa con unas feas marcas de perdigones en las costillas, y el papá tuvo más de una vez las santas bolas de reclamarle esa forma contestataria de ver la vida. Nada grave: en el fondo, al hombre lo que lo estremecía era el orgullo, porque ese tarajallo de su hijo en realidad le recordaba, ni más ni menos, sus propias escaramuzas juveniles. La sangre ñángara se hereda.
El 5 de junio volvió a salir San Juan a las calles de La Vega; al frente de la procesión estaban ellos, William padre e hijo. A mitad del trayecto a una banda de jodedores le dio por sabotear el acto lanzándole hielo y objetos a los presentes. William hijo, en su condición de primer Capitán, cumplió con su deber: fue hasta donde estaban los saboteadores y los puso en su sitio con un par de gritos y un empujón. Los bichos al principio intentaron reaccionar, pero lo pensaron mejor al ver la estampa de ébano del William hijo y prefirieron retirarse hacia el bloque 2, no fuera a ser que aquel gentío se indignara también.
Hay testigos que cuentan la forma en que se metieron casquillo mutuamente los tipos, nombrados en la zona Alayón, Yorner y Ramoncito. Este último, el mandamás, sugirió que lo mejor era cobrarse la ofensa, cómo podía ser posible que unos tipos tan machos como ellos se dejaran regañar por un solo muchacho. Y así, tan bravos como eran, se armaron con sendos hierros y fueron a cobrarle con sangre al William hijo.
Llegaron al sitio donde William Ochoa y los demás guardaban los tambores, abordaron al muchacho cuando estuvo solo y le exigieron que se disculpara. William hijo les echó en cara la verdad más tajante: él no le pedía disculpas a muchachos pendejos. Entonces uno de ellos sacó el arma y lo detonó en el pecho. La autopsia reveló que ese disparo no fue mortal; San Juan se dio licencia para interceder nuevamente por la vida del joven. Pero éste dio la espalda para correr hacia la casa, y por la espalda entró el balazo que lo despachó definitivamente. William padre asegura que el muchacho herido tuvo un aliento final para pedirle que no se pararan los tambores. Fácil de cumplir; los tambores de San Juan no se detienen jamás.Alayón y Yorner tuvieron suerte de no ser linchados porque la PTJ los rescató de la turba, y han sido procesados por homicidio; el Ramoncito huyó del lugar y no lo han vuelto a ver. Pero ya volverá. Tendrá que hacerlo algún día, y entonces...
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El Mundo, agosto 1999. Título original: Que no paren los tambores

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