abril 22, 2005

La suerte del ladrón malo

Juan Ramón Figueroa Hernández, caballero de 51 años, tiene en su haber una hazaña digna de mención. El hombre fue capaz de levantar a pulso un hogar, integrado por una esposa y seis hijos, y se ganaba la vida como obrero al servicio de la alcaldía del municipio Sotillo del estado Anzoátegui, lo cual termina de redondear su proeza: seis hijos los tiene cualquiera, pero mantenerlos bien alimentados y evitar que se salgan por el camino sucio en un barrio como El Guarataro (el de Puerto La Cruz, que no le lleva mucho al de Caracas), y además con un salario como el que devenga un obrero que trabaja en una alcaldía, equivale a darle una paliza a Oscar de La Hoya con la mano derecha amarrada a la espalda.
Para nosotros, viles profanos que a cualquier cosa le queremos encontrar una explicación racional o científica, es tarea de titanes encontrarle una a este caso en particular, pues una simple verificación en la PTJ basta para refrendar el hecho de que, además, el señor Figueroa nunca estuvo metido en negocios extraños, o al menos no hay expediente alguno que lo acuse. Para su familia, en cambio, no hay nada más natural en la tierra, pues resulta que a Juan Ramón Figueroa le daba por predicar el evangelio en sus ratos libres (dicen sus compañeros de trabajo que también lo hacía mientras trabajaba) y dicen los entendidos que Dios otorga mejores beneficios y cobra menos intereses que cualquier prestamista.
Solicitud de disculpas a Dios, a los evangélicos y al resto de los creyentes: el miércoles 7 de julio esa justificación de la familia Figueroa se vino estrepitosamente a tierra. A menos que el buen Juan Ramón le haya hecho alguna trampa imperdonable al Altísimo, y entonces los papeles terminaran trastocándose.

Tun-tun, ¿quién es?
Gente de la PA


Hay otra persona en Puerto La Cruz cuyo expediente policial sí existe, y cuya fama es un poquito demasiado distinta a la de Figueroa. Se trata de Johnny Rojas, un joven de 25 años de quien se dice que es un conocido delincuente de El Guarataro, allá en Chuparín Arriba. Aunque la globalización y todo el asunto de los barrios en los que convive toda clase de gente hace que uno crea en cualquier cosa, en cualquier relación, parece que no había ni un maldito o bendito motivo por el cual Rojas tuviera algo en común con Figueroa: según el criterio general lo de Johnny era el malandreo y lo de Juan Ramón era la biblia.
Así que llegó el miércoles 7 de julio y con él la apoteosis de la perra suerte. Era la 1:30 de la madrugada y en casa de los Figueroa se dormía. Uno de los hijos del matrimonio estaba hospitalizado, y la madre, Dominga de Figueroa, estaba cuidándolo en el hospital. Esa fue la razón por la cual Juan Ramón Figueroa abrió la puerta, confiada y mansamente, cuando alguien tocó a aquellas altas horas. Ante una sorpresa de la cual no alcanzó a recuperarse, quien llamaba no era su mujer sino un par de funcionarios de la Policía de Anzoátegui (PA) que llevaban consigo a nuestro amigo del párrafo anterior, Johnny Rojas. Uno de los agentes le preguntó al Johnny: “¿Aquí es?”, y el Johnny respondió: “Aquí es”. Entonces los funcionarios se dirigieron a Figueroa en un tono agrio y con unas palabras que sonarían groseras incluso en las Colonias Móviles de El Dorado. Y en aquella casa humilde pero respetable –imagínense–, donde si alguna vez se escuchó la palabra “vaina” fue porque alguien estaba leyendo El Mundo en voz alta.
Los policías le preguntaron a Juan Ramón Figueroa dónde estaba la mercancía, y el hombre se limitaba a informarles que se habían equivocado de casa. Entonces, ante la ineficacia de las palabras, pasaron a los golpes. Bofetón y carajazo contra un hombre a quien seguramente nadie le tocaba la cara desde hacía más de 30 años. Uno de sus hijos trató de intervenir para ponerle freno a la humillación y el más gritón de los policías, que ya había sacado su arma de reglamento, lo descalabró de un culatazo. Cerca de 20 minutos duró el improvisado interrogatorio, y 20 minutos estuvo Figueroa soportando los golpes y negando su participación en nada que no fuera la prédica de la Palabra.
Los policías se hastiaron de aquel asunto, le dieron una penúltima y una última oportunidad a Figueroa para que confesara lo inconfesable, y luego, cuando ya se sabía que el hombre no iba a decir nada interesante, y ante la explosión de gritos de la familia, uno de ellos le disparó en el pecho.
Muchos testigos, muchos errores, mucha indignación en el ambiente. Sin embargo, los policías sintieron que debían desquitarse con alguien la pérdida de tiempo, y entonces se acordaron del buen Johnny, quien recibió su plomo en el cuello por los favores concedidos.

Sin nombres, sin rostro

Creyentes y no creyentes debemos estar de acuerdo: suena a injusticia divina eso de que Juan Ramón Figueroa haya muerto instantáneamente con el corazón y el pulmón izquierdos perforados por un proyectil, mientras Johnny Rojas recibía una segunda oportunidad: a él la bala le lesionó una vértebra cervical y deberá permanecer en una silla de ruedas por el resto de sus días. ¿Una vida así es más cruel que la muerte? Es posible, pero nadie puede ver un partido de beisbol, ni sentado ni de pie, en lo frío de una tumba.
En cuanto a los muchachos de uniforme que llevaron a cabo la faena, al comandante de la PA, Félix Abreu, no le tembló el pulso para destituirlos apenas escuchó los pormenores de la historia. Actualmente están a las órdenes de la PTJ, pero cierto código recién estrenado nos impide publicar sus nombres. En fin, caminen con cuidado, habitantes de Puerto La Cruz; ahora la muerte no tiene cara, ni nombres propios.
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El Mundo, julio de 1999. Título igualito.

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