Cuenta cierta improbable leyenda que en Holanda –el tercer país menos corrupto, según aquella famosa lista en la cual nosotros aparecemos de octavos– nadie se pasa un semáforo en rojo, nadie le mienta la madre al prójimo; nadie, por muy borracho que esté, es capaz de rozarle el trasero a una mujer ajena. Nadie grita, lanza botellas o se faja a puño limpio con la policía –una policía bastante inútil, en consecuencia– para vender aguacates en las calles de Amsterdam. Ninguna persona, salvo los futbolistas –que por lo general no son holandeses genuinos sino negritos incorporados– y los Hooligans –que tampoco son holandeses sino animales–, tienen licencia para ser algo rudos y meter una que otra zancadilla, y cuando lo hacen enseguida tienen al árbitro al lado con una tarjeta roja o amarilla en la mano.
Holanda es el país ideal para aplicar el COPP, pues si un juez le ordena a un ciudadano que se presente tres veces a la semana en su tribunal para pagar penitencia por su mal comportamiento, el ciudadano obedece. Ah, pero eso sí: si a ese ciudadano se le pierden sus documentos y su dinero, sólo tiene que reportar lo perdido, y el Estado le devolverá todo, centavo a centavo. Haga usted la prueba aquí: vaya adonde el ministro Arcaya y dígale: “Viejo, se me perdió la cartera con la cédula y diez mil bolos”, a ver qué le responde, y a ver qué puede hacer el Estado por usted.
La felicidad es un cuerpo Caribe
Todo el mundo quiere vivir en un país tan organizado, pero pocos quieren vivir en un país tan aburrido. El dilema se le presentó quizá desde hace mucho tiempo, pero con fuerza decisiva en mayo del año en curso, a Karl Gustav Bauer, un caballero de 45 años que posiblemente se comió la luz roja del semáforo alguna vez en su vida.
Pero en vista de que tal infracción no da tanta nota, y además existe el riesgo de llevarse por delante a otro vehículo y perder el choque, el hombre cogió un catálogo de viajes y destinos turísticos, leyó con mucha atención sobre el temperamento más explosivo y el sol más brillante del mundo, y se topó con el mar Caribe; buscó con atención a ver dónde florecen las mujeres más bellas, y en cierto folleto leyó sobre Venezuela. Hurgó más en el folleto para enterarse del lugar donde las mujeres no paran de mover esa lengua, y entendió que su paseo debía incluir a la isla de Margarita. Qué más se le puede pedir a la vida: sol, música, explosión de colores, mujeres buenísimas que lengüetean hasta dormidas con un zí zí zí zí que en holandés no significa nada, pero en margariteño tampoco.
El hombre llegó a la isla a finales de mayo. Disfrutó un mundo de las playas, enloqueció con alguna que otra morena ocasional y de pronto dio con la tipa que le desmoronó de verdad el aplomo, una chica llamada Esmeralda –el nombre es falso; el COPP no me deja imprimirle más realismo a esta historia–. Con ella aprendió a pronunciar nuevas palabras en castellano que él, un estudioso del idioma, no recordaba haber visto en ningún diccionario: vergatario, empanaecazón, cangrejera. Sobre todo esta última, tan difícil de modular.
Gustav, que tenía previsto permanecer un mes en Venezuela, sacó unas cuentas y decidió quedarse un tiempito más, pues al parecer encontró la forma de comprar mercancía a precios irrisorios y revenderla en varios puntos; la versión es un poco oscura, sólo se cuenta con lo dicho por esta niña, Esmeralda. Se instaló con ella en el aparto hotel Crystal Garden de Porlamar, siguió disfrutando de la apoteosis de sus vacaciones laborales e hizo planes extras con la nena, a quien una vez le comentó lo feliz que era al lado de una venezolana. Esmeralda le respondió que lamentaba decepcionarlo, pero ella no era de Venezuela sino de Colombia. El le preguntó si eso quedaba también en el Caribe, y ella le dijo que sí. Asunto cancelado; la felicidad no es tan específica y puede alcanzarse con cualquier espécimen del Caribe.
En un solo idioma
En eso se le fueron las semanas. Gustav y Esmeralda hicieron planes para visitar a Colombia, comprar algunas cosas –testimonio de ella– y luego continuar el paseo en Holanda. El estaba emocionado y con ganas de darle más largo y seguido al viajecito, que bastante placer le había proporcionado. Ella, feliz y con sus documentos en regla. Hasta que llegó el sábado 7 de agosto, y entonces se presentó la intrusa, la que nunca falta.
Esa intrusa venía escondida celosamente en la cacerina de una pistola calibre 3.57, y esa pistola estaba a su vez en manos de un sujeto muy intranquilo, ocupante de una camioneta Grand Blazer. La camioneta penetró en estacionamiento de las residencias Crystal Garden; de ella bajaron dos hombres, entre ellos el inquieto poseedor de la 3.57, y ambos subieron directo a la habitación donde el holandés hacía sus prácticas de lengua –castellana, margariteña, colombiana–. Al llegar a la puerta tocaron y preguntaron por Esmeralda. Ella, sorprendida, abrió para ver de qué se trataba, y muy tarde descubrió que se trataba de un par de pistoleros que la apartaron a un lado, entromparon al holandés y lo hicieron mirar por última vez el cielo de Margarita; la muerte se la causó un impacto en el costado izquierdo.
Hay historias, versiones, hipótesis, conjeturas. La PTJ de Nueva Esparta, muy reservada ella en estos últimos meses, ha dejado filtrar por allí que la Esmeralda, quien resultó ilesa en el lance, es la principal sospechosa. Al menos es la testigo principal del homicidio, y ya esto le dará bastante que hablar en las sesiones con los hombres de la Judicial.
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