abril 14, 2005

La historia semioculta de un caso conocido

Hoy hace exactamente un año tuvo lugar, en la ciudad de La Victoria, una fiesta de ésas que muchos de sus asistentes olvidan apenas se acaba la última cerveza, pero para otros –y para un joven de 22 años en especial– resultó la fiesta de su vida, la inolvidable, aquella cuyo recuerdo ha de sobresaltarlo por el resto de sus horas. Ese día, sábado para más señas, el muchacho se dedicó a responder con sonrisas a las miradas de fuego que desde hacía rato le lanzaba aquella nena, allá en el rincón. El joven de la película trataba de hacerse el indiferente de vez en cuando, pero la muchacha, cuentan, estaba más buena que la maña de pasarle la lengua al plato después de comerse un pollo al horno con puré, y ante semejante hembra uno no puede hacerse el duro por más de diez minutos, por mucho que la vida le haya endurecido los nervios.
De modo que el chamo –no lo olviden: 22 años es justo la edad a la que uno anda por la calle apuntándole a cuanta fiera se asome por esos montes de Venus y de Júpiter– se dejó de estupideces, sacó a la niña a bailar y en pocos segundos quedó sellado el romance, aderezado con el tierno, bucólico fondo musical:

Y que no me digan en la esquina:
El venao, el venao,
que eso a mí me mortifica:
El venao, el venao

Lo demás vamos a resumirlo en pocas líneas: la chica desapareció como la Cenicienta, antes de la media noche, pero en lugar de un zapato le dejó al chamo una invitación: Dame tu teléfono, papi, y nos vemos mañana. Al día siguiente lo llamó y, fiel a su papel de hembra devastadora y fatal, fijó el lugar de la cita sin aceptar enmiendas o contrapropuestas. El muchacho dijo para su adentros ¡Qué mantequilla!, acudió al lugar como si fuera a encontrarse con Dios. Al llegar, en lugar de la nena quienes estaban esperándolo eran unos tipos demasiado feos que lo sometieron, amordazaron e introdujeron en un carro con destino desconocido para él y para el país, durante 46 días. ¿Quién no recuerda ese caso? ¿O es que la memoria nuestra es tan frágil como para no recordar el secuestro del joven Diego Antonio Sigala?
Luego viene el rescate a manos del inspector de la PTJ Vladilo Polaskaya y las sorprendentes revelaciones y conjeturas que sobrevinieron después, con la captura de los supuestos involucrados en el secuestro –por ejemplo, las relaciones del caso con la explosión del gasoducto en Tejerías (1993), donde murieron 51 personas, entre ellas un hermano de Diego–. Todo lo anterior es más o menos fácil de rescatar del olvido con un esfuerzo mínimo, pero, ¿a quién le suenan, sin salirse del mismo caso, los nombres de Isabel Rodríguez y Manuel José Martínez?

Los datos ocultos

Luego de la aparente resolución del caso, ocurrieron –y siguen ocurriendo– cosas relacionadas con éste, algunas de ellas realmente graves, aunque no han sido objeto de la misma gigantesca difusión que el secuestro. Los personajes mencionados arriba, Isabel Rodríguez y Manuel José Martínez, fueron los primeros detenidos como sospechosos del plagio; fueron solicitados además Eduardo Peña La Cruz, Carlos Bastidas y Luis Bastardo, pero en Rodríguez y Martínez recayeron las acusaciones como cómplice y autor intelectual, respectivamente. La primera estuvo recluida unas semanas y luego dejada en libertad, al no comprobársele mayor participación en el asunto. Queda, entonces, Manuel José Martínez purgando el peso de toda la culpa, desde noviembre de 1996.
A los intersticios jurídicos del caso volveremos más tarde; ahora conviene detenerse a revisar algunos hechos, confirmados clínicamente en estudios posteriores y verificados o en proceso de verificación por parte de la Fiscalía. Desde el momento en que fue capturado por la Disip, cerca de la UCV, a Martínez comenzaron a golpearlo con saña, y estén seguros de que eso de “golpear con saña” es un eufemismo necesario para que la sangre no gotee cuando usted levante esta página. En nuestras manos ha caído el testimonio escrito del detenido, así como un informe médico que da cuenta de su estado actual. Creemos pertinente hacer una relación del contenido de ambos documentos.
Antes, una precisión. Pocos días después del rescate de Sigala en una casa de Duaca, estado Lara, un funcionario policial declaró a la prensa nacional que a Martínez lo habían llevado al lugar para que los guiara, cosa a la que éste siempre se negó. Declaró también, con aire triunfal, que para obligarlo a decir algunas cosas habían tenido que “Hacerle un trabajo psicológico y darle unos caramelitos”. Diez meses después ya reposa en la Fiscalía un informe que da cuenta de qué clase de trabajo psicológico y qué clase de caramelos fueron los que recibió el detenido.
El día que fue capturado, Martínez tenía un ataque de migraña. ¿El lector no sabe lo que es migraña? No se deprima por eso, más bien alégrese: sólo los migrañosos sabemos de qué se trata. Confórmese con saber que durante un ataque de migraña uno es capaz de elegir la muerte, si lo pusieran a escoger. Bueno, Martínez fue llevado en esas condiciones a la sede de la Disip en el Helicoide, allí fue desnudado y arrojado en una celda durante unas tres horas, y luego sometido a un interrogatorio de esos que, según uno ha oído y leído, sabían llevar a cabo muy bien los agentes de la Seguridad Nacional: le cubrieron los ojos con una venda, le aplicaron tirro industrial en abundancia y encima de todo esto una capucha que le cubrió el rostro durante varios días. Luego fue colgado de las esposas y embestido por varios hombres con golpes de todas las marcas, colores y modelos. Manuel José Martínez conoció, durante varios días, mecanismos de ablandamiento como la electricidad, el submarino –tome una bolsa plástica, rocíe su interior con insecticida, introduzca la cabeza del interrogado en ella y golpéelo en el estómago durante uno o dos minutos–, el teléfono –ponga la palma de su mano en el oído izquierdo del interrogado; luego, con la otra mano también abierta, golpee violentamente el oído derecho–. En un momento de alguna de esas sesiones decidieron, por fin, interrogarlo. Las preguntas tenían un tono y un contenido muy singulares:
–¿Hugo Chávez está detrás del secuestro de Sigala? ¿Chávez está preparando un golpe militar? ¿Qué vínculos tiene Chávez con la guerrilla colombiana? ¿Cuánto armamento tiene Chávez en su poder?
Está clarísimo que el principal interés de los interrogadores era encontrar a Diego Sigala. Manuel José Martínez, que sabe tanto de Hugo Chávez como yo de los sentimientos de Pamela Anderson, respondió negativamente a todo, cosa que le valió la recepción de otro saco de caramelitos de la marca que ya ustedes saben.

Actúan los fiscales

Una mañana cualquiera, a Manuel José Martínez lo bajaron de los ganchos en que lo tenían colgado, lo lavaron, lo peinaron y le advirtieron: Cuidadito con lo que vas a decir, allá afuera hay una gente de la Fiscalía que quiere verte. Los fiscales ordenaron su traslado a la medicatura forense de Bello Monte y le preguntaron, mientras lo miraban por encima sin tocarlo siquiera, cómo lo habían tratado, cosa a la que Martínez respondió con lujo de detalles. Los fiscales tomaron nota en una libreta, y entonces actuaron: le dieron una palmada en el hombro a Martínez, le dijeron adiós, lo entregaron nuevamente a sus captores y no regresaron jamás, su labor había concluido. Hay que ver lo que se esfuerza alguna gente para cobrar un sueldito que le garantice el miserable plato de espaguetis con sardinas de todos los días.
Por supuesto que después de la actitud del detenido, las autoridades, en agradecimiento, le propinaron su ración extra de golpes, teléfonos y submarinos. Un ligero cambio se operó, sin embargo, quizá por la autoridad que inspira la gente de la Fiscalía: ahora no lo colgaron por las muñecas sino por los tobillos, y ahora no se limitaron a golpearlo sino que arremetieron contra él por la parte del cuerpo que es preciso cuidar para mantener sin mácula la hombría. La palabra “violación” aparece varias veces en el expediente que maneja el Ministerio Público. Luego, lo trasladaron a la sede de la PTJ en La Victoria, donde lo dejaron dormir, esta vez sin colgarlo, por primera vez en nueve días.
Al día siguiente –continúa el testimonio– lo llevaron vendado y encapuchado a un lugar que, de acuerdo con los sonidos que percibía, era una fábrica o una zona industrial. Allí le dieron otra ración de lo mismo y continuaron con el interrogatorio, destinado exclusivamente a averiguar el paradero de Diego Sigala:
–¿Qué militares están conspirando con Hugo Chávez? ¿Cuántas veces se ha reunido con la guerrilla colombiana?
Nueva negativa de Martínez, nuevo tour por el dolor, ahora bajo las aguas de un río cercano en el que fue sumergido varias veces, luego sacado, revivido, normalizado su pulso por medio de técnicas paramédicas y vuelto a sumergir.

Lo que viene

Una vez satisfecha la curiosidad de la mayoría de los consumidores de noticias, a Martínez lo trasladaron a la cárcel de Alayón, donde, según él mismo relata, le han dado un trato “humano”, es decir, lo han tratado de cualquier forma que no sea la anterior. Pocos meses después de habérsele dictado un auto de detención como autor intelectual del secuestro, un tribunal superior penal estudió la apelación y cambió la calificación: ahora está preso por complicidad, con lo cual la pena debería serle rebajada.
En cuanto a su condición clínica, el informe de los especialistas del centro de Alayón revela que sufre de severos daños psíquicos y la recomendación es recluirlo en un lugar que cumpla con las condiciones mínimas para garantizar su recuperación. Esto ocurrirá algún día, cuando la División de Medicina Legal de la PTJ, en Bello Monte, certifique el contenido que aquel informe. Y esto, a su vez, ocurrirá si en Bello Monte deciden obviar que en la PTJ de La Victoria a este hombre se le aplicó también –¿recuerdan?– el respectivo tratamiento con caramelos. Tigre no come tigre.
El Nacional, septiembre de 1997, con el mismo título

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