abril 26, 2005
Premio Historias Imposibles a estas historias (no sólo posibles sino reales)
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Crónicas de José Roberto Duque. Acá leerán las policiales, publicadas en El Nacional y El Mundo (1996-2000), y otras. Pueden disponer de ellas libremente. En el caso de las policiales tengan en cuenta, por favor, que los casos, nombres, referencias y lugares son reales. Les pido además que, al publicarlas, citen su procedencia y su autoría
Las crónicas que aparecen en este libro son, fundamentalmente, sensacionalistas. En consecuencia, su autor también lo es.
No podía ser de otra forma. Dicho de una manera más exacta: no hay forma de que los cronistas de sucesos –caso de quien escribe– escapen a ese designio, eso de destilar al escribir tanto material nocivo para la salud mental de la gente de bien y la juventud que se levanta. Hablar de la miseria humana y ganarse la vida con ello equivale a alimentarse con la sangre ajena: somos Dráculas de última página. Cosa repulsiva para algunos, incomprendida por la mayoría, despreciable según el criterio general.
Pero diablos, cómo le gusta leer sucesos a esa mayoría. Aparte de los horóscopos y las páginas deportivas, las secciones de sucesos son las más leídas, analizadas y escudriñadas de todos los diarios. Y no es una cuestión de target. Está tristemente equivocado, y tal vez está escondiendo su verdadero parecer, quien piensa que sólo los presos, los desempleados, los marginales y los recogelatas sienten algún morbo al devorar páginas sobre crímenes pasionales, voladuras de sesos y enfrentamientos con saldo de seis o siete cadáveres. Pocas publicaciones periódicas en el país cuentan con un target tan alto como la revista Estampas, la dominical de El Universal, y la sección más leída de esa revista es Los crímenes más sonados, de Max Haines. No nos engañemos. Los recogelatas no leen El Universal.
No hay nada asqueroso en ello –soy sensacionalista, y por lo tanto no puede salirme de la bilis juzgar a nadie por leer lo que escribo– y además algunos profesionales, estudiosos y estudiantes se la han arreglado para dar con una sonora justificación: "La violencia es mi material de estudio, por eso escudriño sus causas". No es que lo disfruten, no. Simplemente les apasiona ese fenómeno y han decidido estudiarlo. Suena como la vieja y estúpida distinción que se pretende hacer entre la pornografía y el erotismo. "He visto una película con una alta carga de erotismo", dice alguna gente cuyo gusto es definitivamente más refinado que el de los asiduos del cine Urdaneta, en el centro de Caracas. Pero en el cuerpo del asistente al cine Urdaneta ocurre lo mismo que ocurrió en el del individuo de gusto refinado cuando vio su película erótica –que no pornográfica. Vuela a la mente un chiste margariteño que pone frente a frente al falo y er güé: francés contra margariteño es pelea de una sola calle. Así el francés escudriñe y el margariteño sólo disfrute.
De modo que en ese escudriñamiento que usted inicia ahora –o que inició justo en el momento de adquirir este volumen– puede haber simple curiosidad, quizá pasión, un cierto afán de búsqueda de datos e información, y es posible que también haya placer. Admítalo o no, el hecho de comenzar a hojear las crónicas que dan cuerpo a este libro lo convierte en un sujeto tan sensacionalista como el que se ha dignado escribirlas.
***
La declaración con que comienza esta introducción puede ser calificada como cínica o llena de un irreverente desparpajo, pero en realidad es francamente inocua, casi perogrullesca. Decíamos que hay en esto de ocuparse de las noticias rojas algo de fatal, de inevitable cumplimiento, lo cual merece un vistazo más detenido. Estas líneas no pretenden descubrir el agua tibia, pero sí pretenden poner en su sitio a quienes se empeñan en afirmar que toda el agua del mundo es fría o caliente.
Alguien que se gana la vida escribiendo crónicas o reportajes de sucesos tiene que ser sensacionalista, y de hecho lo es: para eso le pagan. Por muy noble que sea su intención, por muy light o soft –para usar la terminología de la generación Internet– que sean su escritura, su punto de vista o su posición con respecto al tratamiento de las noticias, al toparse con un hecho de sangre, o sencillamente con un hecho violento, está en el deber de informar sobre ese hecho. Y no hay manera –no se hagan ilusiones: no la hay– de que esa noticia deje de herir o de removerle algo por dentro a quien la consume.
Lo experimenté por primera vez en 1995, cuando apareció La ley de la calle (Fundarte; coautoría de José Roberto Duque y Boris Muñoz). Mucha gente nos felicitaba por la investigación, pero nos reprochaba la escritura: "¿No es muy efectista el libro? ¿Era necesario describir los asesinatos y violaciones, la corrupción en la cárcel, la indolencia de la gente que pasa y ni se ocupa del asunto?". La respuesta a ambas preguntas es sí. Es efectista el libro, y es necesario describir la descomposición con todas sus letras, sonidos y señales. De otra forma, la denuncia no pasa de ser una alharaca más en medio del festín.
Pero todo esto es bastante ingrato. Cuando hacíamos La ley de la calle, un niño de once años nos contó claramente y de viva voz cómo es que asesinó a nueve personas, y las veces que estuvo recluido en los llamados Centros de Atención del INAM decidió escaparse porque hay funcionarios que violan a los niños, les roban sus pocas pertenencias y los maltratan. Años después, para Guerra nuestra, una mujer nos invitó al funeral de su hijo; la última vez que fue visto con vida un par de Policías Metropolitanos lo introducían a carajazos en una patrulla. La mujer, que sabe poco de leyes, mucho menos de medicina forense e infinitamente menos de procedimientos para solicitar una exhumación, abrió la tapa del ataúd, levantó el cuerpo del muchacho y me mostró un par de heridas impresionantes en sus costados: ella quería saber si alguien podía explicarle qué relación guardaban esos feos agujeros y las contusiones en su cara con la "insuficiencia cardíaca" que, según el informe anatomopatológico, causó la muerte del joven.
Nuestra obligación es contar esas historia, y no hay manera de contarla –es preciso insistir: no la hay, no la hay, no la hay– y que el relato suene bonito, armonioso, florido, potable. La muerte tiene un solo nombre y es bastante desagradable.
José Campos Suárez, padre del programa El crimen no paga y Jefe de Redacción del diario 2001 va un poco más allá. Este periódico se ha ganado unas cuantas amonestaciones debido al tratamiento gráfico que suele darle a sus primeras páginas. El año pasado impactaron con una en particular: la fotografía del cadáver del mayor Ocando Paz con los ojos sacados a chuzo limpio por sus rivales de La Planta. Hubo un malestar general; esa fotografía podía herir y de hecho hirió muchas sensibilidades. Consultado sobre la conveniencia de publicar la foto, e incluso de tomarla, Campos se defendió con el argumento del profesional: "Si el fotógrafo no me hubiera traído esa gráfica lo hubiera botado del periódico enseguida".
Moraleja, para quienes creen en ellas: el deber del periodista es divulgar las noticias que encuentre, por muy duras que sean esas noticias. Quedarse en silencio con una noticia en las manos es el acto más vergonzante y negador de la condición del periodista –o del escritor de crónicas.
Es preciso asumirlo de una buena vez y sin complejos: somos sensacionalistas porque la materia prima con la cual trabajamos –es decir, nuestra realidad de cada día– es sensacional. ¿Quieren hacer de mí un tipo más simpático, o al menos soportable? Pónganme a cubrir otra fuente. O algo mejor: hagan que en este país haya menos policías que matan por puro deporte, menos abogados todopoderosos, menos políticos intocables, menos sufrimiento. Pero mientras las cosas sigan así, mi escritura provocará úlceras, ojeras, ganas de reaccionar con un poco de miedo, con un poco de rabia, con un poco de risa o ganas de orinar.
***
¿Agradecimientos? Bertha Rodríguez me enseñó a escribir; la calle me enseñó a hablar los muchos idiomas callejeros; Eduardo Hernández me invitó primero que nadie a hacer periodismo; Carlos Ortiz y Hugo Prieto me retaron a hacer periodismo de sucesos; María Eugenia, Agua de Luna, Alejandro y la gente de Feriado soporta mi presencia y mis muchas ausencias; los cuerpos policiales y demás joyas de nuestra sociedad siguen proporcionándome material para la indignación y el horror. Gracias a todos ellos, o más bien por su culpa, en lugar de ser médico, aviador, boxeador o bombero –mis nobles aspiraciones infantiles– no me ha quedado más remedio que ganarme la vida llenando páginas y páginas con esta clase de historias.
Por otro lado, buena parte de las investigaciones que dieron forma a estos trabajos contaron con la colaboración y el respaldo de los abogados Asia Villegas (Sub Comisión de Derechos Humanos del Congreso) y Tarek William Saab, el subinspector (CTPJ) Rogelio Rivas, la Red de Apoyo por la Justicia y la Paz. Y sobre todo, de la gran cantidad de gente que ha acudido a mí para hablarme de los maltratos, los atropellos, el miedo, la horrible muerte de sus seres queridos. Debido a cierto efecto que no alcanzo a comprender, la mayoría de ellos piensan que la palabra escrita puede ayudarles a conseguir justicia. Otros creen además en Dios. Y otros saben que no hay esperanzas, pero de todas formas encuentran consuelo al ver al asesino de sus hijos señalado y revolcado por la prensa. Salud a todos ellos.
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