abril 19, 2005

La justicia los prefiere libres

Zaraza no sólo es lo que mienta Luis Alberto Crespo: un pueblo lleno de fantasmas, hastío y calorones, donde el escaso viento juega con las hojas hirsutas y el horizonte se pierde en crepúsculos marchitos. No. También es un pueblo habitado por hombres que lanzan coñazos, y mujeres por las cuales esos mismos hombres están dispuestos a hacer derramar varias ollas de mondongo en plena calle. Se acabó la poesía: en Zaraza hay tres policías que asesinaron a un ciudadano, ya tienen su respectivos autos de detención y sin embargo andan sueltos, libres, orondos, impolutos. Mala estrategia ésta de adelantar el final de la crónica en el propio primer párrafo, pero en este caso no hay más remedio.
Sucedió como en cierto caso Mamera, tenebroso e inolvidable: hacia diciembre de 1997, en las calles de Zaraza se hablaba muy fuerte y seguido de la relación entre un Gerardo Pimentel (comerciante, karateca, 29 años) y cierta chica intocable entonces, e innombrable ahora; una mujer que resultó ser la compañera de vida de un funcionario de la policía de Guárico llamado Aquiles García (un García que nada tiene que ver con el de la semana pasada, valga la aclaración). Gerardo, quien pasaba sus días en el mercado campesino de La Romana, vendiendo mercancías, tomó conciencia del peligro que lo acechaba, pero ni modo, no había forma de huir ni de esconderse en una localidad en la que todos se conocen, y en la cual una historia tan engorrosa (sin importar si era falsa o no) tenía que convertir en protagonistas estelares a un par de ciudadanos que nada querían con la publicidad ni con las cámaras.

Sin control

Aquiles García se llenó de toda la furia que puede uno imaginarse. Anduvo un tiempo por ese pueblo con ganas de reventarle el páncreas al primer Pimentel que se atravesara, pero el uniforme pesa, y el agente en principio se limitó a hacerle unas señas y unos aspavientos desde lejos al karateca-comerciante; nada serio.
El panorama comenzó a enturbiarse y a apartarse del control del policía cuando García decidió probar otros métodos de intimidación, tipo redadas relámpago durante las cuales Gerardo Pimentel fue a parar a una celda o simplemente salía a dar involuntarios paseos en una patrulla llena de tombos. Un método eficaz; los golpes no dejan marca si se propinan donde no hay hueso, y los insultos y amenazas no sirven para nada en un tribunal si no hay registros patentes de que en realidad fueron proferidos. Así que Pimentel siguió preocupándose en serio, pero después de mucho temblar y mucho arrepentirse se tropezaba con idénticas conclusiones: qué hacer, si todos los días, fatalmente, debo regresar al mercado.
El mal día llegó el 19 de diciembre del 97, a eso de la 1 de la madrugada: Gerardo Pimentel se encontraba en el mercado cuidando su mercancía, ya que su puesto de ventas había sido robado y destruido días atrás, cuando de pronto apareció una patrulla de la policía del estado; de ella bajaron Aquiles García junto con otros agentes (posteriormente fueron identificados dos de ellos, de nombres Máximo Banco y José Daniel Solórzano) y le dieron su respectiva zaparapanda de golpes y patadas dentro del local. Pimentel logró zafarse y correr unos metros, pero hasta la mitad de la calle fueron a perseguirlo los policías. Cinco comerciantes del mercado de La Romana, un chofer de autobús y dos transeúntes vieron en vivo y directo el fin del drama: Aquiles García obligó a Pimentel a que se arrodillara, le apuntó con el arma de reglamento en la frente y ahora sí: Pimentel dejó este mundo lleno de fantasmas, hastío y calorones, sin haber recibido una oportunidad de olvidarlo todo y marcharse a buscar otros amores.

Todos pagan

Varios minutos después, cuando los curiosos y amigos de la víctima tenían un rato mirando su cadáver, apareció una segunda patrulla de la policía de Guárico y sus ocupantes comenzaron a trabajar. Siete personas fueron detenidas, llevadas a prisión y golpeadas con saña durante varios días. Cinco de esas personas estuvieron en la cárcel hasta el siete de enero, todo porque los fiscales y demás gente apta para la defensa estaba de vacaciones. Durante el carcelazo trataron de conminar a los detenidos para que dijeran que lo del mercado había sido un enfrentamiento, y que Pimentel era un reconocido delincuente. Dos de ellos aceptaron quedarse callados y no declarar nada de lo que vieron, pero los otros tres, porfiados como buenos llaneros, sí prestaron su testimonio.
La familia de Pimentel acudió a un buen abogado de la localidad, de apellido Zamora, para que hiciera de acusador formal ante los tribunales. Su papel duró pocas semanas, pues el hombre recibió tantas amenazas telefónicas y visitas sorpresivas en su casa que decidió apartarse del caso, no sin antes explicarle a los Pimentel que la vida era más importante que cualquier caso, ¡qué va! Acto seguido, la familia del hombre asesinado acudió a la Red de Apoyo por la Justicia y la Paz y a otras instancias en busca de asesoramiento; asesorados por ellos pusieron a funcionar los resortes del Ministerio Público, y hete aquí que el 27 de marzo un tribunal de Guárico les dicta auto de detención a los agentes García, Banco y Solórzano.
El primero de ellos estuvo vagando sabroso por la vida hasta que se entregó, en el mes de junio del presente año. El funcionario está detenido en un comando de su propio cuerpo en San Juan de los Morros, y se cuenta que jamás será trasladado a ninguna cárcel porque hace poco le dio un derrame cerebral. En cuanto a los cooperadores inmediatos del hecho, Máximo Banco está trabajando en lo suyo, feliz y sin remordimientos, en Valle de La Pascua; y José Daniel Solórzano está cobrando su sueldo como si nada, aunque lo han suspendido de su cargo porque nunca le dio la gana de presentarse y dejar que se cumpla el auto de detención.El expediente reposa (tibio, somnoliento) en una gaveta de la Fiscalía General de la República.
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El Nacional, noviembre 1998. Mismo título.

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