septiembre 27, 2006

Si usted vive en Petare, es un delincuente

Wilmer Valdespino creció en el barrio 5 de Julio, en Petare. Estudió con los salesianos, fue catequista, animador cultural, músico, organizaba planes vacacionales, era técnico en Electrónica; tenía una salud más puntual que el guante de Omar Vizquel, tomaba con suficiente sentido del humor la mamazón' inherente a todo habitante de barrio, y cuando la muerte lo atrapó se encontraba descansando en su casa, tomándose uno de los pocos recesos que le proporcionaba su última ocupación: era funcionario de la Policía de Baruta. Un compañero suyo llamado Vicente Páez -un laico de la comunidad salesiana a quien le ha correspondido, en los últimos días del 97 y primeros del 98, movilizarse en todas las instancias legales con una denuncia sorprendente en las manos- lo recuerda así, como el muchacho sanote, organizador de actividades infantiles, que sorprendió a todo el mundo con su repentina decisión de convertirse en funcionario policial.

Su muerte ocurrió, de acuerdo con testimonios de sus vecinos, de la siguiente manera: estaba durmiendo el 25 de diciembre a eso de la una de la madrugada -imagínense si era sano: acostarse a dormir mientras los demás mortales hemos liquidado y pensamos liquidar unas cuantas botellas de lo que sea-, cuando uno de sus hermanos fue a levantarlo de la cama porque acababa de tener un encontronazo con un malandro del sector que andaba armado y venía persiguiéndolo. Wilmer se levantó, salió a la puerta con el arma de reglamento, y no había divisado bien al agresor de su hermano cuando éste le disparó varias veces, dejándolo inerte en el piso. Antes de caer, sin embargo, logró alcanzarlo también con una bala, pero como a veces los choros están protegidos por mejores potencias divinas pudo correr y salvarse aprovechando la confusión.

El nombre del malandro es Johnny Molina, tiene 22 años y le dicen El Chiguerote. En su casa, quizá para simplificar un poco las cosas -¿quién sabe qué diablos es un chiguerote?- le dicen El Papito. Papito, chiguerote o lo que sea, lo cierto es que ya estaba identificado y la policía no tenía sino que proceder directamente, atendiendo al testimonio de decenas de testigos. Cosa que desecharon para irse por el camino más difícil, como se verá más adelante.

En cuanto al joven policía, no pudo ser más amargo su fin: en plena Navidad, en presencia de su familia, a manos de un bicho que más temprano o más tarde morirá de la misma manera. Más amargo y triste es el hecho de que el director del cuerpo al cual pertenecía Wilmer Valdespino, Alfredo Sáez Conde -me suena ese apellido, chico, me suena-, se haya dedicado a insultarlo a él, a su familia y al barrio en que habitaba, para justificar lo que vino después, que parece más bien un compendio de la locura o de la borrachera colectiva de toda una institución policial. Y no se ofendan: es preferible que a uno le digan loco o borracho y no que hizo ciertas cositas asquerosas en plenitud de sus facultades mentales.

Los estragos

Una hora más tarde, en el barrio 12 de Octubre, cerca de donde mataron a Valdespino, varios jóvenes se encontraban entregados a la celebración, con una corneta del equipo de sonido en la puerta y el rumbón armado dentro de la casa, cuando vieron a dos patrullas de la Policía de Baruta detenerse afuera, en la calle. Varios agentes bajaron, sacaron de la casa a varios de los muchachos empeñados en seguir bailando y le metieron una ración de plomo al equipo de sonido; adiós música, todo el mundo contra la pared y no me mires a la cara porque el Niño Jesús no me trajo nada y ando medio arrecho.

Cuatro de los jóvenes intentaron preguntar cuál era el motivo del abuso y como recompensa los golpearon sin dar explicaciones. A seis más los metieron a la fuerza en las patrullas y se los llevaron detenidos. Una señora se asomó en un balcón para ver de dónde venía toda esa bulla y los policías le dispararon una ráfaga de plomo que por fortuna no la hirió, pero pueden estar seguros de que esa doña no va a asomarse más nunca en un balcón por el resto de sus días.

Más arriba, en el mismo barrio, otra unidad de esa misma policía interceptó al señor Samuel Quintero en la puerta de su casa, y como éste no respondió a la voz de alto en una fracción de segundo, le zamparon un tiro en la pierna derecha. Barrio 19 de Abril: una unidad de Poli Baruta abordó a un ciudadano llamado Nicolás Cáceres, le pidieron sus documentos, y como no les gustó la cara que tenía ese señor en la cédula, le dieron varios cachazos en la cabeza y en el rostro. Ahora, para verlo de cerca es recomendable tener unos lentes tridimensionales, porque de otra forma no se sabe cuáles son los dientes y cuál es la oreja izquierda en esa cara deforme. Quienes presenciaron esta demostración pública de cirugía plástica intentaron socorrer al caído, pero los funcionarios policiales amenazaron a los vecinos con darle más de lo mismo al que se metiera.

Barrio 24 de Julio: un transeúnte escuchó y acató la voz de alto, pero de todas formas le dieron una golpiza, le fracturaron el brazo derecho y además le desaparecieron la cartera y el celular. En el mismo barrio hay una muchacha llamada Raquel Peraza que no puede retener alimento alguno en el estómago porque enseguida vomita, y ella sospecha que el trastorno a lo mejor -quizás, tal vez, posiblemente, puede ser- se debe a los patadones que le dieron los uniformados a pocos metros de su casa. Y un joven de 16 años a quien le dieron tres culatazos en la boca y que, a raíz de ello, no puede pronunciar la palabra "socioestructuralizado" sin que los colmillos le cercenen la lengua y las muelas se aplasten entre sí con un sonido siniestro.

La parte sabrosa: unas declaraciones

Durante la misa del 25 de diciembre, a eso de las 11 de la mañana, fue cuando éstas y otras personas descubrieron que sus navidades habían tenido algo en común, y que todas tenían en alguna parte el sellito de Poli Baruta. Vicente Páez, aquel salesiano amigo del agente policial muerto, ha recopilado, puesto en orden y colocado en su sitio todas las denuncias; en total son 44 personas maltratadas, sólo porque en la madrugada del 25 de diciembre estaban más o menos cerca de donde asesinaron al buen Wilmer.

Pero no crean que la policía de Baruta perdió eficacia a causa de lo anterior. Nada de eso. Luego de un arduo, pesado y penoso trabajo de inteligencia, ubicaron al asesino de Wilmer Valdespino en una clínica de La Urbina, con una herida de bala. Gran vaina. Cualquier discapacitado mental lo hubiera hecho también, con un par de llamadas telefónicas y sin necesidad de causar tantos desastres en el cuerpo y la moral de tanta gente.

Después de esto la Policía de Baruta ha debido enfrentar serias críticas, entre ellas las de sus colegas de Poli Sucre, quienes les han exigido que se mantengan bien lejos, allá en su jurisdicción. Ellos, a su vez, se han defendido. Y lo han hecho a través de unas declaraciones que causarían mucha risa si estuviéramos en otro contexto, y si no provinieran de los labios de Alfredo Sáez Conde, director de la Policía de Baruta.

En primer lugar, dijo que a los funcionarios que fueron a Petare los recibieron a disparos. A él le consta, ya que los escuchó a través del radio transmisor de un agente que lo llamó temblando para pedirle permiso para actuar. Hágame el favor: el 25 de diciembre a las 2 de la madrugada alguien escucha unos tiros a través de la radio y ya, listo, determina que esos son disparos efectuados por una pistola calibre 9 milímetros, marca Glöck, y no las detonaciones de los miles de triqui traquis y cohetones que se supone revientan en las Navidades. Luego dijo -palabras textuales-: "En esos barrios (se refiere a Petare) hasta en las familias más honestas hay uno o dos malandros".

Es decir, que si usted vive en Petare y no tiene un familiar medio choro no se desanime, busque bien, porque Sáez Conde ha determinado que por allí debe tener alguno escondido. Dijo también: "Los mismos vecinos protegen a los delincuentes". Pues resulta que, según la nómina de personal de la Policía de Baruta -datos de octubre de 1997- 38% de los agentes de ese cuerpo residen en Petare. Y entre ellos estaba Wilmer Valdespino, el policía muerto el 25 de diciembre. Analicen la cuestión, funcionarios de Poli Baruta, y díganme si no está ofendiéndolos a ustedes y al difunto su propio director, a quien habría que recomendarle: si Petare es la cuna de la corrupción, pues búsquese sus agentes en otros lugares de la ciudad. ¿En Chacao, por ejemplo?

Y en cuanto a usted, corrupto lector petareño, márchese de allí, acostúmbrese a la idea o jódase: vivir en Petare equivale a ser cómplice de docenas de crímenes de todo tenor. Lo dijo Sáez Conde. Qué le vamos a hacer. Y sigue sonándome muy familiar ese apellido.
____________
En El Nacional, el 31 de diciemre de 1997

agosto 31, 2006

Descubran al asesino (sin olvidar a la víctima)

María Amparo Blanquicet, de 13 años, piel oscura, chama humilde; tanto, que para ayudar a la familia a llevar el pan al hogar, trabaja como doméstica en casa de unas personas, lejos del barrio donde ella vive. Qué agudos son los lectores de esta página. Apenas han leído las breves líneas anteriores y ya saben que esa muchacha -negra, pobre, joven y mujer- será quien llevará la peor parte en la historia de hoy. Pero no canten victoria; ustedes no saben qué le ocurrió exactamente, ni en qué circunstancias. Sólo intuyen que hay una cuestión muy mala alrededor de todo esto, de la chica y de sus días. Y no porque ustedes tengan un don sobrenatural, sino esa reconocida capacidad de observación; es que, lamentablemente, ya saben que esta página se alimenta de noticias malas. Qué le podemos hacer.
Además, pocas líneas más abajo nos veremos en la necesidad de escribir algunas frases en tiempo pasado, y entonces ya ni siquiera podrá el cronista acudir al factor sorpresa. La inteligencia de ustedes impedirá, entonces, que el caso de hoy genere mayores escalofríos.
Pero sigan adelante, todavía hay mil detalles que ustedes no conocen. No saben, por ejemplo, que María Amparo tenía su residencia en el barrio Alexander Burgos, de Valencia, y la familia para la cual trabajaba, la familia Hernández, vive en la urbanización Ricardo Urriera. Ustedes no saben dónde quedan uno y otro sector, pero el hecho de que a uno de ellos se le llame "barrio" y al otro "urbanización", ayuda a ordenar mentalmente el contexto. Es preciso acotar, sin embargo, que la familia Hernández no es multimillonaria. Simplemente vive con alguna comodidad, y entre las cosas que puede pagarse están los servicios de una chica para las labores diarias, la mencionada María Amparo, quien se mudó a vivir con ellos. El sostén de la familia es Domingo Ramón Hernández, comerciante; su señora, de nombre Delia, tiene nueve meses de gestación. Nada más tranquilo y fuera de sobresaltos que una familia con esas características.
Ahora le cedemos la pluma y la voz a las personas que estuvieron más cerca de los acontecimientos que se suscitaron la semana pasada.

¿Qué dicen los Blanquicet y algunos testigos?

El jueves 16 de julio, los Hernández decidieron ir al barrio Bicentenario para participar en la fiesta de la Virgen del Carmen, y llevaron con ellos a la joven María Amparo. A eso de las 10 de la noche, el jefe de la casa consideró que ya estaba bueno de fiesta y de vírgenes, y le dijo a sus dos acompañantes que abordaran la unidad (una Ford Pick-Up azul) para emprender el viaje de regreso a la casa. Ha quedado bastante pesada esa última frase, pero ustedes saben que eso es consecuencia de leer muy seguido la revista Crónica Policial. Los estilos se pegan. Los esposos Hernández subieron al vehículo y se instalaron en la cabina, como corresponde, y María Amparo lo hizo en la parte de atrás. Sí, ésa misma, la parte descubierta, la que queda a la intemperie. No hagan más conjeturas y sigan, por favor, el hilo de la historia.
Cuando transitaban por la prolongación de la avenida Sesquicentenaria, la camioneta hizo un ruido extraño, ejecutó unas toses tremendas y el motor dejó de funcionar. Domingo Ramón Hernández salió del vehículo, levantó el capó, dio un vistazo, removió unos cables, y sus conocimientos del funcionamiento fisiológico de su máquina le indicaron que la falla estaba debajo. Se dispuso, pues, a meterle una mano al caballo dislocado, para lo cual se quitó la camisa que llevaba puesta. Redoble de tambores, trompetas susurrantes; la cámara se abre, las luces enfocan un lugar impreciso hacia el fondo de la pantalla, y ya el lector sabe que ahora viene el momento crucial, la escena que hace detonar el drama. Imposible engañarlo. El lector tiene el ojo entrenado.
Cuando Hernández efectuaba el movimiento necesario para despojarse de la prenda, apareció en la esquina una patrulla de la Policía del estado Carabobo. Y lo primero que vieron los funcionarios que viajaban en esa patrulla fue que el caballero ese, el descamisado de la noche, llevaba en la cintura un pistolón de respetable tamaño. Y seguro que nadie ha adivinado qué: se bajaron de la patrulla, apuntaron al unísono y comenzaron a disparar contra aquel sujeto, seguramente un antisocial a quien Satanás purifique en sus pailas. Plomo, carajo, y aunque Hernández pudo accionar también su arma, no fue suficiente contra las balas justicieras de los de uniforme. Los policías se aproximaron al cuerpo de Hernández, que presentaba heridas múltiples pero todavía estaba con vida, y entonces se percataron del resto de la situación: en la parte de atrás de la camioneta yacía María Amparo, fulminada con dos disparos en el cuerpo; y en la parte delantera, la señora de Hernández, con una crisis de nervios y un hijo a punto de salírsele unos días antes de lo previsto.

¿Qué dice la Policía de Carabobo?

El jueves 16 de julio, a eso de las 10:00 de la noche, la Policía de Carabobo recibió una llamada según la cual en la avenida Sesquicentenaria se estaba cometiendo un crimen, así que un comando integrado por tres funcionarios fue hasta allá, para ver quién era el desalmado que estaba cometiendo semejante monstruosidad. ¿Cuál monstruosidad? No sé, no sé, pero vamos para allá y después te digo.
Al llegar al sitio indicado en la llamada, vieron cuando Domingo Ramón Hernández discutía con una mujer, se bajaba del carro al mismo tiempo que ella, la perseguía brevemente y de pronto le disparaba, mientras ella se protegía tras la puerta. Los policías le dieron la voz de alto, pero Hernández tenía tal engorilamiento en el cerebro que le apuntó a los policías y les disparó varias veces.
Entonces a los policías no les quedó más remedio que disparar también (con el dolor de su alma, pues no hay nada que le guste menos a los policías que disparar. ¡Ah!, cuándo será que van a dejar de obligar a esa pobre gente a cargar armas encima, para ellos es un martirio). Como suele ocurrir cada vez que se enfrentan las fuerzas del mal y del bien, la justicia salió vencedora aquí y Domingo Ramón Hernández, el malo, resultó herido en la refriega. ¿Y qué más? Ah, y una joven, a quien no habían visto mientras duraba el violento cotofio, murió a causa de dos impactos de bala. Efectuados, seguramente, por ese bandido sin escrúpulos, ese vil canalla a quien la policía logró reducir con gran eficiencia.
Pero un momento: un día antes de producirse esta declaración oficial, había trascendido otra, que fue recogida por los periodistas del vespertino Notitarde. Según ésta, los tres agentes circulaban por el sector en su ronda de rutina, cuando se toparon con una escenita muy fuerte: un señor disparándole a una dama en plena avenida Sesquicentenaria. Lo demás sigue igual: voz de alto, reacción violenta de Hernández y resultado adverso para él. ¿Y qué más? Ah, una joven de nombre María Amparo Blanquicet que resultó muerta, y que presentaba dos balazos en el tórax.

¿Qué dice la PTJ-Carabobo?

La PTJ-Delegación Carabobo ha recogido hasta ahora sólo las declaraciones de los tres agentes policiales que intervinieron en el hecho. Los tres están destacados en el comando de Bella Vista. La versión de Hernández y su señora no ha podido ser recopilada porque ambos se encuentran en un estado de salud crítico.
El cuerpo de Domingo Ramón Hernández presentó impactos de bala en el cuello, en el muslo izquierdo y en la espalda. ¿Y el de María Amparo Blanquicet? Ah, el cadáver de la joven presentó un orificio en la axila derecha y otro en la izquierda. ¿Qué pudo haber ocurrido? Según el subcomisario Vicente Núñez, es posible que una bala -disparada por Domingo Ramón Hernández- haya entrado por un lado, y otra, disparada por los policías, por el otro lado. Tú sabes, mitad y mitad, para que no salga tan caro. Aunque no se descarta que a la muchacha la haya alcanzado una sola bala -quizá disparada por Domingo Ramón Hernández- que entró por un flanco y salió por el otro. Qué brillantes investigadores. Por mi parte, yo propongo que se investigue si una bala disparada por Hernández pudo haber entrado por un lado, salirse, dar la vuelta y entrar por el otro lado. Por si acaso. Uno nunca sabe. Nadie ha visto a un policía matando a ningún ciudadano por error. Qué va.
Epílogo necesario: quizá ya ustedes se hayan paseado por todas esas versiones sin siquiera leer la crónica. Todos saben que habrá forcejeos, intercambio de acusaciones, emisión de versiones, mucha argumentación en pasta; toma, defiéndete, ahora dame. Al final se decretará un empate técnico, o perderá Hernández... o quizá se le salga una rueda a la carreta y la responsabilidad terminará por recaer en los policías estadales. Entonces, sea como sea, se compondrán cantos a la verdad y a la justicia, que por fin habrá triunfado en la tierra.
Pero, ¿y María Amparo Blanquicet? Ah, María Amparo Blanquicet. Ella está muerta. Y así se quedará, muerta y al margen de la celebración.
__________________

Publicado el 26/07/98 en El Nacional.

julio 06, 2006

¿Disculpas para qué?

Hay cosas cuyo remedio puede encontrarse en las palabras. Una disculpa, una declaración, un mea culpa, una indemnización y ya, todo el mundo satisfecho y a olvidarse de las heridas. Pero hay otras que no se remedian ni con palabras, ni con gestos, ni con buenas intenciones, mucho menos con los desesperados intentos de ocultarlo todo a base de malicia, primero, y después a base de seducción. Pregúntenselo a Boris Alberto Fariña y a su madre, a quienes les tocó pasar por la situación más amarga de sus vidas a causa de los desmanes de un funcionario de la Policía Metropolitana. Okey, de acuerdo, no me miren así, les juro que voy a ser más cuidadoso que hace dos domingos, pero si no pudiéramos ni siquiera nombrar a equis institución estas crónicas no tendrían sentido, y además serían de lo más aburridas. ¿O no?

El flechazo

La casa de Boris Fariña y familia se encuentra en la avenida Leonardo Ruiz Pineda, la principal de San Agustín del Sur. Son gente humilde; la madre, Ana Fariña, trabaja como cocinera en un restaurante -un restaurante, ¿ya ven? hay temas que lo persiguen a uno-, y con ese y otros medios no siempre afortunados se la han arreglado para conseguir recursos de supervivencia. Boris Alberto -20 años de edad-, por ejemplo, repartía tarjetas de una fábrica de ropa; sus otros hermanos, siete en total, son demasiado jóvenes como para buscarse un oficio que ayude a engrosar las arcas de la familia. Quisiéramos continuar el relato con un párrafo del tipo: "En general, se trata de una familia promedio cuyo entretenimiento favorito consiste en ver Sábado Sensacional y jugar al Kino", pero esta no es la crónica de Max Haines. A Dios gracias.

En algún momento, hacia el mes de julio 1997, el muchacho empezó a fijarse en una joven llamada Mariela -nombre ficticio- que todas las tardes iba de visita a su casa para conversar con su hermana. Poco a poco fue enterándose o percatándose de algunos detalles de su vida, sobre todo los que más le interesaban. Tenía 15 años, estudiaba con la hermana de Boris Alberto, vivía en el mismo barrio aunque varias calles más arriba, no tenía eso que llaman "pareja fija", tenía un par de piernas de esas que uno mira a pesar de lo que sea -incluso una amenaza de divorcio-, unas piernas que posiblemente fueron moldeadas a fuerza de subir 294 escalones diarios o a fuerza de bailar toda la noche en cuanta rumba se dejaba escuchar por esas praderas. En cualquiera de los casos era un encanto inobjetable que el joven Boris Alberto no tenía por qué dejar pasar. Y no lo hizo.

La cronología de la relación resulta fácil de reproducir. En julio se presentó ante ella formalmente. En agosto hizo que durante las visitas las conversaciones fueran más cortas con su hermana y más largas con él. En septiembre las visitas no eran a su hermana sino a él, porque ya salían juntos a fiestear. Sin eufemismos: se empataron, vale. En octubre la madre de Boris le dio la humilde bienvenida al calor del hogar a su nueva integrante. Con cariño, chama. Pero eso sí, de vez en cuando tienes que lavar la ropa y pasar un coleto, qué vao, yo tengo este colorcito pero no soy cachifa de nadie. En noviembre todo era unión y luna de miel para los enamorados, pero a Boris empezaron a llegarle unos rumorcitos incómodos sobre su Mariela, rumorcitos que tanto a él como a la joven comenzaron a agriarles el carácter. Y no hay nada más explosivo que un habitante de San Agustín del Sur cuando se le agría el carácter.

Y en diciembre ...

En diciembre ya se habían producido algunos conatos de incendio entre los muchachos, a causa del reguero de pólvora en que se había convertido el bla bla bla respecto a las juntas de la chica y sus hábitos extra hogareños. La cosa reventó por el lado gordo la noche del 12 de diciembre, durante una fiesta en La Charneca. Cerca de la medianoche el joven notó o creyó notar un jaleo fuera de lo normal mientras Mariela bailaba con otro sujeto, y entonces se desataron los demonios. Boris Alberto tomó a su flaca por un brazo y se la llevó casi a rastras, cerro abajo por esas calles bombardeadas de música afrocaribeña.

Cuando llegaron a la casa aquella pareja no era la misma que decidió convivir bajo el mismo techo dos meses atrás. Hubo insultos de lado y lado, un contrapunteo de ofensas en alto tono y algún empujón. Boris Alberto decidió, en medio de la contienda verbal, coger la ropa de la muchacha, meterla en un bolso y notificarle a Mariela la orden de desalojo, adiós, mujer ingrata. La muchacha no tuvo ninguna objeción pero se plantó abajo, en la acera, a gritarle algunas perlas que resonaron bien duras e hirientes a pesar de la música y los triqui traquis. El muchacho soportó un rato los gritos y las provocaciones de todo calibre, pero en una de esas se hartó de la situación y fue a resolverla como suelen resolverse las cosas cuando, en palabras de Lenin, ya se han agotado todas las vías pacíficas. El primer derechazo fue directo a la mandíbula de Mariela; el segundo fue de ésta y dio en el centro de la nariz de Boris; el tercero y el cuarto los conectó él y de pronto se armó la grande, ante la mirada de unos cuantos curiosos de esos que nunca faltan.

El peso de la autoridad

En mitad del combate hizo acto de aparición una patrulla de la Policía Metropolitana. No, no fue cosa de magia, es que cerca de la casa de los Fariña hay un módulo policial y el tránsito de funcionarios por allí es más o menos constante. Dos funcionarios bajaron para ponerle orden a la cuestión pero Mariela los detuvo con un argumento aplastante: esto es una pelea entre marido y mujer, no se metan. Los agentes estuvieron de acuerdo, les ordenaron a los muchachos que resolvieran sus diferencias dentro de la casa y se marcharon. Dos segundos después, como si hubiera sonado la campana para el segundo round, continuó la contienda con más ahínco que hasta el momento.

Nueva patrulla de la Metropolitana en el horizonte, nueva intervención de un funcionario. Esta vez la muchacha no dijo nada, así que imagínense un camión sin frenos por la bajada de Tazón y de paso la luz verde en todos los semáforos. El policía, un sargento que responde al nombre de Mauricio Fonseca, fue directo donde Boris Alberto y comenzó a aplicarle lo que en lenguaje discreto llamaríamos el peso de la autoridad. En un momento del forcejeo Boris logró zafarse del sargento e inició el escape de rigor hacia su casa, pero si Boris Alberto es rápido con las piernas, Mauricio Fonseca es rápido con las manos: el disparo le entró al joven por el costado derecho. Nada qué hacer. Las balas son más rápidas que cualquier hombre. El sargento, nervioso y horrorizado por lo que acababa de hacer -y ante la circunstancia de que había sido visto por un puñado de gente- aceptó primero los insultos, y después la exigencia de Ana Fariña, la madre de Boris Alberto: él mismo debía llevar a su hijo a un hospital. El muchacho fue introducido en una patrulla, y tras él subieron la madre y Mariela, a quien de pronto se le disiparon las furias y los rencores.

El periplo se lo imaginan: hospitales de Lídice, Los Magallanes, Coche, el Vargas, una clínica en San Martín, y finalmente el clínico, a donde Boris llegó en taxi porque la policía no puede entrar a la UCV. Allí le realizaron una operación que comenzó a las 2:45 de la madrugada y culminó a las 9. El médico que realizó la intervención llamó a la madre de Boris para darle una palabra de estímulo, en los siguientes términos:

-¿Cuántos hijos tiene usted, señora ?

-Ocho.

-Bueno, acostúmbrese a que sean nada más siete, porque éste ya no cuenta .

Palabras de un médico; imagínense qué diría un sicario.

El 16 de diciembre Boris Alberto regresó a su casa por decisión propia, pero dos días después tuvo que regresar al hospital porque su estado tendía a empeorar. El sargento Mauricio Fonseca recibió varias veces la visita de Ana Fariña, y no puede decirse que la trató mal. Todo lo contrario: se ofreció para costear de la recuperación del muchacho, sólo que tras comprar los primeros remedios optó por decirle a la señora que ya estaba bueno, él no podía cargar con todos los gastos. Así que intentó un último recurso: le dijo a Ana Fariña que estuviera tranquila, ella le gustaba mucho y cuando las cosas se resolvieran iban a ser muy felices. Esta lo mandó a estudiar a Japón y se sentó a languidecer, a esperar lo peor. Y lo peor sobrevino el 2 de enero: Boris Alberto falleció en el hospital.
___________________
En El Nacional, el 18 de enero 198, con el título No por mucho disculparse resucitan los muertos.

mayo 18, 2006

Deténgase, desaparezca, muera

Ahora le tocó a San Antonio de El Valle, a la familia Sequera; específicamente, al chamo Douglas (20 años, comerciante). La zona en que vive esa familia está cruzada de escaleras y callejones, pero todavía uno puede entrar a las seis de la tarde con algo de confianza en que no le van a robar las medias sin quitarle los zapatos. Por lo tanto, no es, ni con mucho, la zona más peligrosa de El Valle, aunque tampoco es el lobby del hotel Eurobuilding; allí uno no va a toparse nunca con el antropófago de Detroit, pero tampoco con Patricia Velásquez.
Dicen en el sector que rara vez acuden los cuerpos policiales a realizar redadas -al menos no en la parte alta, en los callejones-, y cuando se produce uno de estos operativos, quien lo realiza es la Guardia Nacional. Así que los habitantes del lugar no guardaban, hasta febrero pasado, ningún recuerdo particularmente amargo de las policías y sus a veces brutales mecanismos. Pero hay cada tipo. Gente, por ejemplo, que se creyó el cuento de que el miedo es un buen arma de sobrevivencia. Que está segurísima de la culpabilidad inherente a todo mogote que se deje ver por los lados de las barriadas de Caracas. Provoca dejar esta nota hasta aquí, diablos. Ya ustedes saben qué fue lo que ocurrió, ya saben cómo pasaron las cosas, en qué terminó el capítulo de hoy y cómo terminarán en el futuro sus protagonistas. Pero sigamos adelante; total, estamos casi en Semana Santa, usted no tiene por qué salir mañana a la calle. Y, en caso de que a usted le diviertan estas cuestiones (lo cual es casi seguro, por que si ése no fuera el caso, no estuviera usted leyendo este párrafo tan largo), adelantémosle que hay al menos tres ingredientes inéditos, insólitos hasta la ridiculez, que salvan a este caso de ser una copia idéntica de los anteriores.

La búsqueda

Douglas Sequera salió de su casa el viernes 6 de febrero, a eso de las 8:00 de la noche. Sus planes eran ir a buscar una película en casa de su tía para ir a verla en casa de otro familiar (quien, por cierto, es sargento de la Metropolitana), unas cuadras más arriba, en el mismo barrio. Al menos, ésa fue la explicación que dio el muchacho al salir. Sólo que, justo una hora después de haber salido, un grupo de gente fue a la casa de los Sequera para avisarle a su madre y hermanos que Douglas estaba detenido, en poder de la Brigada Motorizada. La familia, que no recibió el anuncio con mayor alarma, envió en funciones de emisario a la hermana de Douglas, de nombre Yerenaida, al módulo de la PM en San Antonio, donde no encontró a nadie, ni detenidos ni policías. Pausa necesaria para tomar aire y continuar enseguida.
La joven se dirigió entonces a la Jefatura de El Valle, donde le dijeron que no había allí ningún Douglas Sequera detenido; vete a la comisaría de Cerro Grande, mamita, y me saludas a mi amigo por allá, si me lo ves me lo besas. Yerenaida fue hasta Cerro Grande, lista para encontrar de una vez por todas a su hermano, pero ahí la recibieron con una mala noticia: aquí estamos recibiendo sólo menores de edad, este Douglas no puede estar aquí, no lo conozco, no me suena. Nuevo intento, esta vez en el comando de la Guardia Nacional ubicado en el puente de Coche: nada, mi amor, hoy no hemos hecho redadas y, por lo tanto, no tenemos al susodicho elemento en nuestros predios. Regreso veloz de Yerenaida a casa, telefonazo nervioso a la Comandancia General de la PM en Cotiza, donde la atendieron con la cordialidad que ustedes pueden imaginarse en un policía a las diez y media de la noche. Cero informaciones por teléfono, señora, venga y averigüe usted en persona.
Al día siguiente, a las siete de la mañana, Yerenaida se hizo acompañar por otra hermana y partió hacia Cotiza, a continuar con la búsqueda. Un policía les hizo el favor de revisar en una lista pero nanai, muchachas, ese hermano de ustedes no está aquí. Vuelta a la patria, por los lados de El Valle, en cuya Jefatura tornaron a darle la respuesta: cero Douglas, mija, no sabemos quién es el joven. El recorrido continuó por la Comisaría de El Valle, donde por lo menos las recibieron con grandes manifestaciones de buen humor. Ah, tú eres hermana de la joyita esa, qué jamón, qué cosa más chévere, ¿cómo te llamas tú? Bueno, Yerenaida, para mí es muy duro decirte esto, pero tu hermano se tragó 34 piedras de crack y se murió de un paro cardíaco. ¿Qué tal? ¿Ya viste Titanic? Buena película. ¿Qué vas a hacer esta noche?

Súbete a mi moto

El vacilón burocrático no fue menos amargo que el vacilón efectivo de aquellos agentes, cuyos chistes sonaban tan melodiosos como una serenata de perros en los pasillos de un convento. Luego de mil instrucciones para que las chicas fueran a declarar y a revisar el expediente en la Comisaría de El Valle -donde por dos veces habían negado haber visto al muchacho-, les informaron que el cuerpo de Douglas estaba en la morgue de Bello Monte. Hasta allá fue a parar el padre del joven, para retirarlo.
Pero, un momento, honorables damas y caballeros. En el informe que daba cuenta del deceso del muchacho podía leerse que la causa de la muerte había sido un paro cardíaco, sin mayores explicaciones. Sin embargo, el padre de Douglas pudo ver, cuando le entregaron el cuerpo, que tenía varias contusiones en el rostro, y un par de agujeros de unos seis centímetros a ambos lados del tórax. Además, el joven había llegado allí sin ropa, ni prendas, ni dinero. Con la cantidad de dudas y temores que estos detalles les provocaron, los Sequera acudieron al hospital Vargas, desde donde se supone que había sido trasladado el cadáver de Douglas la noche anterior.
En el Vargas, los cuadernos en los que se registra la entrada de pacientes indicaban que Douglas Sequera había ingresado allí a las 10:00 de la noche; el informe de la policía afirma que fue reportado a la PTJ de Cerro Grande a las 10:30 (¿lo reportan a la PTJ cuando tenía media hora de muerto? Sí, cómo no). Un médico, de nombre Emilio Fumero, les aseguró que unos policías metropolitanos lo habían llevado hasta allá, y que, cuando él lo atendió, ya Douglas estaba muerto. Uno de los funcionarios que llevó al joven hasta allá responde al nombre de Eugenio Mujica, y la patrulla que lo trasladó es la número 10204.
Una semana después de los hechos, un joven vecino de los Sequera declaró en la PTJ que él estuvo detenido junto con Douglas y otro hombre en un módulo abandonado de la PM. Unos policías motorizados los abordaron en la calle, les colocaron sendas capuchas, los interrogaron y golpearon un rato; al declarante y al segundo sujeto los dejaron libres, pero a Douglas lo dejaron detenido, por alguna razón que se desconoce. Este testigo dice que los policías se quedaron con su carnet de trabajo, por lo cual teme una represalia de las gruesas. Por su parte, la familia Sequera Altuve dice haber recibido amenazas telefónicas por parte de alguien a quien le caen muy mal las gestiones realizadas por esta gente hasta ahora. Y peor le van a caer las que faltan: el caso pasó a manos de la Comisión de Política Interior de Diputados y está en averiguación por parte de la Fiscalía, gracias, entre otras cosas, al orden que le ha proporcionado al asunto la Red de Apoyo por la Justicia y la Paz.

_______________________

En El Nacional, 05/04/1998.

mayo 15, 2006

De Medicina a la morgue con récipe policial

Los amigos de Roger Gonzalo Padrón (29 años) lo describen como un muchacho silencioso y taciturno. Tenía varias razones para poseer ése y no otro temperamento: era de San Cristóbal, y ya se sabe que los andinos son por naturaleza retraídos (o por lo menos eso dice uno, hasta que se tropieza con la biografía de Juan Vicente Gómez y entonces el mito queda derrumbado y roto en ese piso). Además, había decidido instalarse en la señorial Valencia, ciudad industrial, ciudad grande, ciudad llena de ajetreos, inficiones y magallaneros. Repasen la escena: Roger, silencioso; Valencia, grande y ruidosa. Y aquella mamazón, mi hermano.

Sin embargo, el joven no se fue a la capital de Carabobo vacío de ideas ni en plan aventurero: si decidió establecerse allí, fue porque había una posibilidad de ingresar a la escuela de Medicina de la Universidad de Carabobo, oportunidad a la cual el muchacho atrapó por el cuello y no soltó jamás hasta ver concretada su aspiración inicial, que no era otra sino comenzar a estudiar esa carrera que, exigente y todo, era la que le gustaba. Así que se entregó al estudio, con el mayor entusiasmo, y aprobó el primer año de la carrera mientras, como todo hombre humilde que ha entendido que la vida es un asunto de piedras y subidas, antes que de flores y cosquillitas, se rebuscaba por allí en trabajos eventuales, hasta que consiguió un chance nada despreciable como vigilante en un night club llamado ``Dimensión''. Entre tanto, ocupó una habitación discreta y económica, como todo estudiante que está fuera de su ciudad natal, pero demasiado cara teniendo en cuenta su situación económica.

De manera que allí lo tenemos, estudiando Medicina, viendo en la universidad y en el night club más mujeres hermosas que en toda su santa vida (no hay comparación: las andinas tienen unos hermosos cachetes sonrosados, pero hasta ahí, socio, hasta ahí; nada que le plantee seria competencia a las valencianas), lleno de aspiraciones, y tan silencioso como siempre. Y aquella mamazón, mi hermano.

Al comenzar el pasado año lectivo, el segundo de su carrera, Roger dio con un empleo más estable (de vigilante en la empresa Servinca), que le proporcionaba varias ventajas fundamentales. Primero, una entrada extra de dinero; segundo, el régimen le permitía seguir estudiando y continuar su trabajo en el night club; tercero, de entrada fue asignado a una compañía llamada Primaflex, para cuidar durante las noches su sede -ubicada en la zona Industrial de San Diego, al sur de Valencia-, de modo que ya no tenía que pagar la residencia: al cabo de pocas semanas, el dueño del negocio le permitió llevarse al sitio una neverita, y asunto resuelto. Permanecer allí en las noches, y en la mañana irse a la universidad, y de paso ahorrarse la plata del alojamiento: no suena mal el negocio. Fin de aquella mamazón, mi hermano.

Pero siempre hay gente dispuesta a acabar con los mejores proyectos de vida, con las más humanas ambiciones. Por muy terrestres y humildes que éstas sean.

Desaparecer, aparecer

El día martes 10 de febrero, los diarios de Valencia dieron cuenta de una noticia de ésas a las que ya se están acostumbrando los carabobeños: un hombre no identificado había sido muerto a tiros en un enfrentamiento con la policía del estado Carabobo, al ser sorprendido mientras intentaba entrar en una empresa de productos químicos en San Diego. Sí, ya lo sabemos: ese supuesto delincuente muerto no era otro que Roger Gonzalo Padrón, pero sus familiares debieron hacer malabares y padecer un par de vejaciones de las gruesas antes de dar con su paradero.

Thaís Padrón, una hermana de Roger, cuenta que el domingo 8 de febrero el joven fue a trabajar, como de costumbre, en la noche. A las 12 en punto, el supervisor de la compañía de vigilancia pasó por allí para el control de rutina, conversó con Roger y se marchó. Luego, el lunes 9, un empleado de Primaflex llegó a la compañía a las 5 de la mañana y no encontró quien le abriera; ya Roger no estaba. El empleado llamó a la compañía Servinca, para reportar la novedad, y tras una breve inspección se descubrió que dentro de la sede de Primaflex estaban todos los bienes del muchacho -su cartera, su dinero, unas llaves, el uniforme de vigilante y el revólver de reglamento-, pero no las llaves de la empresa.

Para reflexionar: Roger Padrón desapareció, se llevó las llaves del lugar donde trabajaba, y la compañía de vigilancia no formuló denuncia alguna ante los cuerpos policiales, ni reportó el abandono del trabajo ni la ausencia del muchacho. Simplemente, aceptaron como natural el hecho de que el joven se hubiera ido. Quizá la nevera que dejó les pareció una buena garantía.

Tras varios días de búsqueda, los familiares de Roger decidieron acudir al último lugar donde hubieran querido encontrarlo, la morgue. El 25 de febrero, luego de mucho negar que el cuerpo del muchacho estuviera en ese lugar, la PTJ cita a los familiares para que reconozcan un cuerpo que coincide lejanamente con la descripción que ellos habían dejado. Pero antes les habían mostrado otro cuerpo, el de un muchacho hallado en unas bolsas de basura en una autopista. Nunca les habían mostrado ni dado noticias de aquel muchacho que presentaba dos heridas de bala, y que, en efecto, resultó ser el estudiante-vigilante.

-Bueno, ¿y desde cuándo lo tienen aquí?

-Desde el 9 de febrero.

-Pero él estaba reportado como desaparecido desde el 13. ¿Por qué no nos habían avisado?

-¿Qué? ¿Ah? Eh... Espérese un momento. ­Federico! ¿A qué hora vas a bajar a comprar el café?

Por dónde empezamos

El cuadro ya lo completaron ustedes mentalmente. Ya sabemos de la acuciocidad de nuestros lectores. El joven Padrón no tenía antecedentes ni entradas policiales, lo cual por sí solo comienza a desbaratar la historia de su intento de robar una compañía muy cerca de su más reciente trabajo, y también lo del enfrentamiento con la policía. Hay otras evidencias que obligan a -por lo menos- sospechar de esta especie: el informe del médico forense indica que el cuerpo de Roger presentó dos disparos. Uno de ellos lo alcanzó en el antebrazo derecho, lo cual lo habría dejarlo incapacitado para disparar, en caso de que estuviera armado. El segundo disparo, el mortal, lo alcanzó en el pecho.

Y un detalle circunstancial, pero imposible de apartar a un lado. El lugar donde fue abaleado el estudiante queda a unos 300 metros de un módulo de Coman-poli, la policía municipal, un cuerpo que, como parece ser natural que ocurra en estos días, ejerce tales niveles de autonomía que tiene conflictos de jurisdicción con la policía del estado, y se ha enfrentado por esta causa con el propio gobernador regional. Extraña, por lo tanto, que una comisión de la policía estadal haya penetrado en sus territorios y dado muerte a un ciudadano aplicado a la tarea de entrar donde no le convenía.

¿Lo decimos en nuestro idioma, para entendernos? Bueno: qué casualidad, mi hermano. Yo nunca me meto en la casa de Pedro, y Juan tampoco, porque es su enemigo. Ah, pero el 9 de febrero a mí se me ocurre entrar en la casa de Pedro y justo ese día Juan decide hacer lo mismo. Fin de mundo. Tantas casualidades y tantos olvidos oficiales, en tan poco tiempo, son como para inquietarse un poco.

En lo que respecta a la investigación y la polvareda que se avecina en la cordial Valencia, Thaís Padrón, hermana de Roger, acaba de introducir en la Fiscalía la respectiva solicitud de averiguación de nudo hecho. Antes de eso, estuvo investigando en la compañía donde su hermano cumplía sus guardias, y según su testimonio, al hablar con el dueño del negocio, éste tartamudeó que era una maravilla, antes de proporcionar unos detalles más contradictorios que las preferencias sexuales de Michael Jackson: que Roger se llevó las llaves de la compañía, pero no se las llevó; que las cosas de Roger las encontraron regadas en el piso el día de su desaparición. También fue Thaís a la Escuela de Medicina de la UC, donde se topó con alguien que le confesó haber visto a su hermano el día 13 de febrero. Demasiadas vertientes por donde comenzar a llegarle a la verdad, nos parece.

mayo 02, 2006

Masacre a la carta

A todo el mundo le gusta ser invitado a tomarse unos tragos, a celebrar, a charlar, a compartir con el dirigente político de su preferencia. Sobre todo si el lugar de reunión es un sitio de clase, de prestigio. Carlos Eduardo Garí Altuve, un caballero de 53 años que por esas cosas de la vida está convencido de que la solución para este país se llama Claudio Fermín —a cualquiera le pasa, cómo se hace— acudió a un conocido restaurant de Las Mercedes que no podemos mencionar —porque le tenemos mucho miedo a las represalias, como ustedes saben— con el fin de participar en una reunión de apoyo a su líder. Pueden imaginarse lo sabroso que terminó poniéndose todo a golpe de 11 de la noche, sobre todo cuando el candidato comenzó a despedirse de sus simpatizantes, queridos compañeros, gracias por su apoyo y dénle durísimo, ahí los dejo en la grata compañía de esas siete cajas de Etiqueta Negra, ¿y de qué otro color iba a ser la etiqueta? La propaganda subliminal también funciona.
Cerca de la medianoche, pues, Carlos Eduardo Garí quedó con un grupo de amigos, entre ellos tres hermanazos del alma llamados Jesús Ríos, Luis Beltrán Lara y John Rodríguez —los dos primeros son altos dirigentes del sindicato Sunep-Hacienda—, su hijo Carlos Manuel y un grupo de caballeros más. Tipo 12 y media, cuando los presentes se cansaron de contar chistes a costillas de la pobre alcaldesa de Chacao, Carlos Eduardo le pidió a su hijo que le buscara unas tarjetas personales en la camioneta, para repartirlas entre algunos recién conocidos. El muchacho se dirigió a la camioneta de su padre y sacó varias tarjetas de presentación. Mejor dicho, intentó sacarlas, porque apenas medio abrió la puerta ya tenía a un sujeto encima, metiéndole unos ganchos de izquierda de esos que duelen al respirar. El muchacho identificó al sujeto, que era el encargado de vigilar los autos de los clientes, y trató de explicarle que esa era la camioneta de su papá. Pero nada, el parquero ya le había cogido el gustico a la práctica de boxeo y toma, perro, al joven por ese buche.
Los mesoneros y otros empleados del restaurant —que no nos atrevemos a nombrar, qué broma con este miedo, esta falta de riñones—, a falta de otra cosa más importante qué hacer, decidieron ponerle sabor a sus vidas y lo mejor que se les ocurrió al respecto fue unirse al parquero; entonces aquello se llenó de tipos empeñados en jugar fútbol utilizando como balón el cuerpo del muchacho. Este, en su angustia, pensó que la salvación estaba dentro del restaurant, y ahí sí es verdad que se empasteló la harina, pues cuando el papá del joven quiso intervenir para quitarle a aquellos engendros de encima entonces el batallón de vigilantes y mesoneros entromparon contra él y le dieron hasta en el apellido. Quince minutos después, padre e hijo eran una especie de mondongo sangriento que resbalaba por el piso, tratando de explicarle a los demás que ellos eran personas decentes y que, aún si no lo fueran, la cosa no era para tanto. ¿Y los amigos de Carlos Eduardo Garí, los valientes sindicalistas, compadres del alma? Chévere, el carrerón que pegaron marcó récord y todo, por esa avenida Río de Janeiro de mis tormentos.
En Caracas hay donde se come y se bebe, quizá no tan sabroso, pero donde nadie le va a arruinar la cena como se la arruinaron a los Garí en el restaurant La Confiture aquella madrugada. ¡Ay Cristo!, ya se me salió el nombre. Lo siento, lo siento, les ruego que me disculpen. De verdad, lo lamento mucho.

Marcas de guerra

Carlos Eduardo Garí encontró fuerzas e ingenio en medio de su desgracia para sacar el celular y marcar el 911. En 15 minutos estaba allí una patrulla de la Policía de Baruta; eficientes muchachos. Garí les explicó que aquellos tipos acababan de masacrarlos sin piedad y les exigió que los detuviera, él iba a presentar una denuncia formal. Los policías le informaron: caballero, nosotros estamos aquí como árbitros, como mediadores, no podemos meter preso a nadie. Ante la blanda actitud de los funcionarios, Garí se contentó con tomar nota de sus nombres. Se llaman Norman Sánchez y Rubén Morillo. Conócelos, pueblo, esos son tus defensores.
Destruidos, botando más sangre que una película de Chuck Norris y humillados por mesoneros y policías por igual, Garí padre e hijo se dirigieron a la PTJ de Santa Mónica, cerca de donde viven. Allí les dijeron que no les correspondía procesar esa denuncia, pero que podían dirigirse a la PTJ de Chacao. A todas estas eran cerca de las 2 de la madrugada y ponerse a dar vueltas en aquellas condiciones no era muy recomendable, así que los heridos se dirigeron a su casa para descansar, hacer un recuento de los daños y prepararse para salir temprano a denunciar a los bravucones de La Confiture —otra vez el nombre, es que a veces no puedo evitarlo—.
Frente al espejo, Carlos Eduardo Garí pudo constatar con alivio que el dolorcito del pecho era una simple fractura de clavícula; el hueso le sobresalía unos centímetros por encima de su nivel normal. Menos mal, no era ningún conato de infarto como él creía. También tenía el brazo izquierdo inmóvil, un boquete considerable en el párpado derecho y contusiones por todo el cuerpo. En cuanto a su hijo, debido a su juventud sufrió menos desperfectos en la carrocería, pero por el resto de sus días le quedará un horrible trauma: además de darle golpes de todo calibre, uno de aquellos sujetos lo mordió en el pecho. ¿Cómo va a explicarle Carlos Manuel a su pareja, cuando estén en la intimidad, que aquella marca pertenece a la dentadura de un hombre? Algo espantoso, abominable.

Los intocables

En la mañana fueron a la PTJ de Chacao, donde tomaron nota de su testimonio y los enviaron a la Medicatura Forense. Luego de los exámenes se determinó que Carlos Eduardo presentaba, además de la luxación de la clavícula, lesiones en la columna, en la rodilla, en el antebrazo izquierdo; con todo, y que debía ser operado, cosa que ocurrió cinco días más tarde. En cuanto a las diligencias del día 4, en Chacao les sugirieron que fueran a la Policía de Baruta y así lo hicieron, en compañía de sus abogados Víctor Garí y Nicolás Gallo. Allí los atendió el comisario Enrique Aranguren, quien les aseguró que lo procedente era dirigirse al módulo de Poli Baruta que queda en Las Mercedes, a media cuadra del restaurant La Confiture. Fueron hasta allá y un inspector-jefe les aseguró que enseguida iban a mandar dos patrullas para capturar a los bandidos. Pero un momento: una llamada del inspector Kemy López obligó a esperar un momento, él tenía algo que decirles a los denunciantes.
Lo que Kemy López les dijo fue, en pocas palabras, que la policía estaba muy ocupada con los choros y los buhoneros y que ultimadamente, chico, esa denuncia no va a llegar a nada porque esa gente de los restaurantes conoce a mucha gente poderosa y nosotros no queremos problemas. Linda frase. Así que los Garí siguieron escalando la cuesta de las jerarquías y en su empeño fueron a parar a la Policía de Miranda, en el coliseo de La Urbina. Allí comisionaron a dos agentes y fueron a buscar a los agresores. Llegaron al restaurant, Carlos Manuel identificó al parquero y los agentes procedieron a detenerlo. Entonces desde dentro del restaurant surgió un terremoto de gente que intentaba impedir la acción de los policías. Una mujer que se identificó como dueña del local les dijo a los policías que cuidadito con llevarse a su parquero, yo soy muy amiga de Lazo Ricardi y Hermes Rojas Peralta, mijito. Además, el señor se cayó, dijo, refiriéndose a Carlos Eduardo Garí. Como esta es una página interactiva, vamos a pedirle a los lectores su intervención. ¿Qué respuesta le daría a la señora?:
a) Sí, el hombre se cayó, pero dentro de una licuadora.
b) ¿No se va a caer, con esa diabla que le estaban dando el parquero y los mesoneros?
c) Se cayó desde un décimo piso.
d) Cayó por inocente.
Ante la insistencia de los abogados de Garí, y a pesar de las presiones e insultos, el sujeto fue llevado detenido al coliseo de La Urbina. Gran triunfo del bien y la justicia. Eran las 4 de la tarde del día 4 de diciembre.
A las 11:30, Carlos Manuel recibió una llamada, la llamada más rara del mundo: un detective llamado Alirio Natera, de Poli Miranda, le pidió que fuera hasta el coliseo para terminar el procedimiento de la tarde. “Deme su dirección para irlo a buscar”, le dijo, pero Carlos Manuel prefirió llamar a los abogados e ir con ellos para ver de qué se trataba. Cuando llegaron los hicieron pasar, no por la entrada principal sino por el estacionamiento. En medio de una oscuridad espantosa les dieron un notición: al parquero de La Confiture lo habían soltado por órdenes del director de la Policía de Miranda, comisario Hermes Rojas Peralta. “Pero ven, móntate en la patrulla para que identifiques a los otros”, insistían los agentes, con un tonito de misterio que llevó a los Garí a huir del lugar y a acudir a otras instancias.La denuncia de los Garí no aparece en el libro de novedades de la policía de Baruta, lo cual ya es una —otra— irregularidad de marca mayor. La Fiscal 58 los remitió a la Fiscal asignada a Chacao. Esta los remitió a Poli Baruta, otra vez. Allí, el director de Operaciones, Oswaldo García, les hizo un comentario entre franco y desencantado: “Los dueños de restaurantes de Las Mercedes tienen más poder que nadie.
Ha habido policías lesionados, tiroteados, destituidos y presos por meterse con algunos hijitos de papá en esa zona”. Se entiende: yo te brindo el almuerzo y los tragos y tú me proteges. Nos importa un pepino si esto funciona exactemente así, pero de momento parece que Hermes Rojas Peralta, director de la Policía de Miranda, tiene algo que explicarle a sus funcionarios y a la familia Garí.
_____________
Publicada el 21/12/97 con el título A falta de policías buenos son los mesoneros.
Un día después de la publicación de esta crónica, el inspector Kemy López acudió a la redacción de El Nacional para aclarar, haciendo uso de su derecho a réplica, que el proceder de Polibaruta fue el correcto en todo momento, pues la función de las policías municipales es la vigilancia y prevención, no la investigación de hechos punibles. Indicó López que, de haber arrestado a las personas acusadas por Garí, habría usurpado funciones que le corresponden al Cuerpo Técnico de Policía Judicial.

abril 13, 2006

El profesor

La escena no podía ser más vertiginosa, ni tampoco más cotidiana: el automóvil partió de Monte Piedad y sobrevoló la calle real de La Cañada, en el 23 de Enero; giró a la derecha en Agua Salud y desembocó en la avenida Sucre, desde donde se elevó hacia las alturas de Lídice para llegar al hospital. El chofer del vehículo tenía sus buenos motivos para no hacerle mayor caso a las luces de los semáforos ni a los pasos de peatones: en el asiento de atrás llevaba a un caballero de 28 años con una herida de bala en una mano, y a su lado a una señora con un hijo en peores condiciones que el caballero de atrás. El niño, de nueve años de edad, también iba herido de bala, pero en el tabique nasal.
La mujer insitía en que llevaran al jovencito a una clínica por aquello de que la atención es mejor donde cobran más –la peor clínica privada de Caracas está a años luz del mejor hospital público, o al menos eso dicen– pero el chofer vio las cosas demasiado feas desde el principio y prefirió llegar rápido al primer centro donde hubiera un señor que, sin ser vendedor de perros calientes, llevara puesta una bata blanca. En Lídice los recibieron, presurosos; el hombre del tiro en la mano sólo requirió un tratamiento ambulatorio mientras que el niño entró de emergencia al quirófano.
Mientras el muchacho estaba siendo intervenido su madre le preguntó al de la mano abaleada qué había ocurrido exactamente, cómo le habían hecho aquello a su niño. El hombre contó que había sido durante un enfrentamiento; unos sujetos habían disparado cerca de donde ellos estaban y una bala, la misma que lo hirió a él en la mano, había ido a parar al rostro del jovencito. Pocos minutos después llegaron otras personas que estuvieron presentes cuando sucedió todo, y entonces la historia cambió de rumbo: el tipo que había herido al niño era el mismo hombre del disparo en la mano. Mil dedos acusadores lo señalaron como al mal entretenido que, al manipular un arma, la accionó con tan buen sentido de las proporciones que no sólo se hirió él mismo, sino que alcanzó con el proyectil al muchacho.
El testimonio y las negaciones chocaron pronto, pero apenas asomó por el lugar una comisión de la Guardia Nacional los familiares del niño hicieron valer su versión y el hombre fue detenido para averiguaciones.

Todo un profesor

El niño respondía al nombre de Néstor Josué Barreto; estuvo hospitalizado durante cinco días y al cabo de ellos falleció sin haberse podido recuperar. El hombre de la pésima puntería, por su parte, se llama Jairo Arias, tiene 28 años y una fama un tanto extraña en los predios del bloque 1 de Monte Piedad. Varios vecinos dan testimonio de la desmedida afición de Arias por la enseñanza y la orientación de los menores del sector. El 31 de diciembre pasado, por ejemplo, tuvo un encontronazo de perros con los familiares de varios muchachos que lo vieron dándole clases de tiro a los jóvenes, detrás del bloque. Con semejante maestro, ya uno se imagina la calidad de los tiroteos que pueden producirse. Eso de volarse uno mismo los dedos antes de atacar al enemigo no parece ser una maniobra muy elegante que se diga.
El cuento completo fue más o menos del siguiente tenor: Jairo Arias, en una emergencia económica, le empeñó o le alquiló su arma, una pistola calibre 7.65, a un joven nombrado Rafael Solórzano, conocido como El Pelón. Este señor acudió al bloque 1 el día que Jairo le indicó para devolverle su hierro a cambio de la cantidad de dinero convenida, y justo estaban en eso cuando a Jairo se le removió su vena de profesor de tiro y llamó al niño Néstor; éste acudió un poco temeroso al llamado y cuando estaba junto al dúo se produjo la detonación y todo lo demás. Al parecer había alguien más al lado del Pelón y Jairo en ese momento, un muchacho de apellido Benavides que acudió a declarar y contó la historia más o menos con estos detalles.
Testimonios y adminículos aparte, lo que termina de enrarecer el panorama, según la visión de la familia de Néstor y sus abogados, es el hecho de que a Jairo Arias se le dictó una sentencia en tiempo récord: fue homicidio culposo y debía estar en prisión durante 4 meses. Su detención apenas duró 12 días, al cabo de los cuales solicitó un beneficio de suspensión condicional de la pena, cosa que le otorgaron de inmediato debido, entre otras cosas, a que no posee antecedentes penales y además, a la hora de la declaración, admitió tener responsabilidad en los hechos (el nuevo Código Orgánico Procesal Penal es así de generoso).
_____________________
Publicado el 18 de abril del 99 con el título: Buen ciudadano, mala conducta.

abril 02, 2006

Los anillos de la BOA

  • No soy tan engreído como para decirlo a cada rato ni tan modesto como para no recordarlo: en el año 99 me habían llegado tantas (y había publicado tantas) denuncias de brutalidad policial por parte de la policía de Aragua, que el Gobernador comenzó a mirar con atención a la institución, y al cabo de unas pocas semanas decidió disolver la Brigada de Operaciones y Apoyo (BOA). Me lo contó Teodoro Petkoff, quien, según su testimonio, se encargó de recitarle en la cara al Gobernador las muchas historias que publiqué en El Nacional. Esta en particular apareció el 13 de junio de 1999.

Procedimiento de rutina: en la Central de la PTJ de Cagua, estado Aragua, alguien recibe una información –una voz temblorosa que por teléfono tenía algo de ultratumba–, toma nota de unas señas, anota una dirección, y envía a una comisión para verificar el contenido de aquel telefonazo urgente. Los agentes se arman de valor, de un poco de paciencia y de un par de barras de chocolate, y se lanzan entre bostezos y silbidos, en plena madrugada, hacia una zona de culebras y matorrales en la carretera Cagua-Villa de Cura. El reloj indica que no hace mucho comenzó a rodar el día sábado 5 de junio de 1999.
Enrumban la patrulla a 80 por hora –así asumen las emergencias ciertos tipos– y comienzan a hablar de los calorones que están haciendo en estos días, de lo bien que le está yendo a Bob Abreu en las Grandes Ligas, de la secretaria nueva que trabaja en la comisaría, una muchacha que está más buena que meter un tenedor en la olla donde burbujea el sancocho para sacar la cabeza del jurel, echarle limón en los ojos y chupárselos con un ruido indiscreto que le remueva la perra envidia a los demás.
¿Por qué el hastío de aquellos gendarmes? ¿Por qué los ojos vidriosos, el aspecto soñoliento, los estirones de aburrida pesadez en esa patrulla? ¿Será que Cagua es un lugar tan plácido que aquellos hombres ya acuden a ese tipo de llamados con la actitud de quien está perdiendo el tiempo? Pues no. Ocurre todo lo contrario. La llamada en cuestión se refería al hallazgo de un cadáver en el sector llamado El Huete, y eso para ellos ya no constituye ninguna novedad: el lugar es un conocido botadero de gente que ya hasta fama tiene en el ambiente policial. Así que los funcionarios acuden al sitio listos para encontrarse con el espectáculo de costumbre. Y sí, llegaron y encontraron lo que esperaban encontrar. Sólo una cosa inesperada: allí no había un cadáver sino dos. Ambos presentaban idénticas heridas de bala: entrada por la boca y salida en la región occipital. No es preciso ser un experto en balística para sospechar que ese trabajo ha sido muchas veces practicado.
La identidad de los cuerpos ha hecho hervir la sangre de mucha gente en Aragua, pues ni Jesús Alfredo Franchi ni Richard Rodríguez Sánchez habían hecho nunca nada que les mereciera semejante final.

Yo no estaba ahí

Jesús Alfredo tenía 25 años y Richard 26; ambos eran técnicos de refrigeración y tenían su lugar de trabajo y de residencia en Turmero. El viernes 4 asistieron a una fiesta en Cagua, rumbearon toda la noche, como es de esperar, hasta que de pronto la gente empezó como a enratonarse, la alegría empezó a disminuir y alguien dio con el motivo: las cervezas habían pasado a la historia. Hora de hacer una vaca y salir por más; eran cerca de las 11 de la noche. Quienes se ofrecieron para ir a comprarlas fueron ellos, los infortunados.
Los vecinos de la calle Ricaurte lo han contado a todo pulmón y en repetidas oportunidades: los muchachos iban con su par de gaveras rumbo a la licorería, cuando de pronto una comisión de la Brigada de Operaciones y Apoyo de la Policía de Aragua (BOA) se detuvo junto a ellos. Ya está, se estropeó el factor sorpresa: ya el lector, muy inteligente por lo demás, se ha percatado de la razón de ser del título de esta crónica. A veces es una desventaja tener lectores tan inteligentes.
Los agentes cumplieron con el requisito de pedirles la cédula de identidad, y luego los montaron en una patrulla. Las gaveras se quedaron en mitad de la acera y el ratón de los asistentes a la reunión recrudeció, aunque a decir verdad la cosa pasó a un segundo plano porque enseguida la gente comenzó a movilizarse para ver adónde se habían llevado a los muchachos. Fueron a varias comisarías de la Policía de Aragua: nada. Fueron a los hospitales: nada. A casa de los jóvenes: nada. A la morgue: nada. Entonces cada quien se fue a su casa a esperar el desenlace, y el mismo sobrevino a las 4:30 de la madrugada, con la llamada de la PTJ que reportaba el hallazgo de los cuerpos.
Consultado al respecto, el jefe de la brigada responsable de haberse llevado a los muchachos, Alvaro Castellanos, dijo que a él no le constaba que los agentes del BOA se hubiesen llevado a nadie de esa fiesta, pues sólo existían unos testimonios dispersos de testigos que no daban la cara. Es decir, el BOA no tenía información de que alguno de sus integrantes hubiera detenido a nadie en ninguna fiesta. Dos minutos después de haber dicho esto, afirmó: "Tenemos información de que en esa fiesta había varios delincuentes, entre ellos uno llamado El Niño, quien está solicitado por varios cuerpos policiales". Insistimos: qué inteligente es el lector. Seguramente ya se dio cuenta de los tornillos flojos que se bambolean entre las dos declaraciones.

Didalco: ¿estás vivo?

Dos días después, en vista de las denuncias que los familiares comenzaron a divulgar por la prensa regional, comenzaron las llamadas: que si déjate de estarme acusando, que si tenemos las placas del carro de tu hermano, que si cuidadito te ocurre un accidente cuando cruces la calle. El chisme fue a parar a oídos del comandante de la Policía de Aragua, y después a oídos del propio gobernador de Aragua. La última información recibida da cuenta de una acción del gobernador: el grupo BOA ha sido desmontado, desmantelado, eliminado, y hay una averiguación en marcha pues la PTJ detectó rastros de sangre en el uniforme de un funcionario de la brigada.Eh, Didalco: ¿se conformará su gestión con haber eliminado a una brigada o le meterá el ojo a la cantidad de denuncias que ha habido, sólo en este año, contra otros agentes de la Policía del Estado?

marzo 30, 2006

Los Muchachos del Plan

Alberto Repillosa Rondón, 19 años de edad, con residencia en Ocumare del Tuy, estaba a punto de recibir la baja del ejército como Cabo segundo, y se desempeñaba además como efectivo de la Policía Militar. Participó en el Plan República, custodiando unas mesas electorales en Petare; finalizado el evento, a quienes participaron en él les correspondió salir unos días de permiso para visitar a sus familiares, y fue lo que hizo Alberto Repillosa: vuelta a Ocumare, recorrido por el pueblo para saludar a los familiares y conocidos y después la fiestecita familiar de rigor, en el mejor estilo de la gente de provincia: sancocho, dominó y cerveza bajo la primera mata de mago que se preste para el ritual.
Sucedió en el barrio Santa Rosa; los testigos son varios familiares de Alberto, su novia y un grupo de vecinos que se arrimaron al sarao en el transcurso de la tarde. Una patrulla de la Policía de Miranda pasó por allí; más tarde se averiguó que un grupo de agentes fueron a llevar a su casa a un compañero que vive en la misma calle. De regreso metió un frenazo urgente frente a donde estaban Repillosa y los suyos, y comenzó una requisa sorpresa de la cual no sacaron nada que no fueran las fichas de dominó, los platos y cucharas para el sancocho, las botellas y la sorpresa de los festejantes.
Alberto cometió la equivocación de identificarse como efectivo de la Policía Militar; equivocación, sí, porque uno de los policías, de nombre Jaime Guzmán, comenzó a desafiar al joven con todo tipo de recursos, desde el célebre “Quítame la pajita del hombro” hasta el “Ayer pasé por tu casa, tu mamá me dijo feo”, pasando por el “¿Tú sabes jugar rojo, o piragua?”. El soldado esquivó todas las provocaciones, pero de pronto, sin que hubiera pasado nada fuera de lo común aparte del aplique policial, a Jaime Guzmán se le escaparon dos tiros —¿se le puede escapar a alguien dos tiros, sin intención? Ya sabemos que es bien difícil, pero es lo que dice la declaración oficial—, que impactaron en el cuerpo de Alberto. Este fue trasladado al hospital de los Valles del Tuy por los propios policías, siempre tan considerados; lo dejaron en la puerta y se marcharon, como suele ocurrir, y Alberto Repillosa falleció pocos minutos más tarde.
Declaración de rigor: “Lo matamos en un enfrentamiento”, pero la PTJ investigó hasta dar con la historia correcta, y pasó al afable Guzmán a las órdenes de los tribunales.

La muerte banal

Iván Darío López, de 18 años, ingresó al ejército en el mes de julio. Los planes eran los mismos que suelen imaginarse los jóvenes que se presentan en el cuartel de turno o los que de pronto caen reclutados: cumplir con el servicio militar sin mucho sobresalto, ver transcurrir las horas en medio de los ejercicios, algún empujón de alguien de mayor rango y después desquitarse con los nuevos de las camadas sigiuientes. Y más nada, a menos que el país esté al borde de alguna guerra, o a alguien se le ocurra enviar soldados a darse duro en los Teatros de Operaciones con la guerrilla.
El caso de Iván Darío no fue ese, ni en el bueno ni en el mal pensamiento: ni le tocó ir a la guerra ni le tocó estar descansando sabroso en un cuartel, sino que en noviembre se atravesó el agite de las elecciones y a él le correspondió estar de pie todo el día en un grupo escolar del Zulia. Durante el fin de semana que le correspondió de permiso Iván Darío regresó a su casa ubicada en el sector La Batea, de Maracaibo.Acá es cuando se banaliza, o se complica, la historia. La noche del 14 de noviembre, mientras regresaba a su casa después de reunirse con unos amigos, fue interceptado por un sujeto a quien llaman simplemente Fernando. Este le dio una orden como las que jamás recibió en el cuartel: Ponte de espaldas. Iván Darío lo hizo: el tal Fernando no tiene rango alguno, pero sí cargaba un pistolón más elocuente que la voz de cualquier coronel. Y más nada: apenas el joven obedeció de aquella pistola salieron cuatro proyectiles, y los cuatro dieron de lleno en la espalda del joven López. El agresor no le quitó sus pertenencias. Detalle extra para la investigación.
_________________________
La publiqué en El Nacional el 6 de diciembre de 1998, el día de las elecciones en que Hugo Chávez fue electo presidente de Venezuela.

marzo 10, 2006

Proselitismo tragicómico

Comenzó con un dolor leve, más bien una molestia, en la parte baja de la espalda. Miguel Piñango venía de Caracas con su esposa rumbo a Altagracia de Orituco, su lugar de residencia, y al llegar la molestia se convirtió, ahora sí, en un dolorcito más o menos insoportable. Nada más para ver de qué se trataba todo aquello fue a la policlínica del pueblo; allí le hicieron una revisión inicial y le diagnosticaron cálculos en la vesícula; le colocaron un antiinflamatorio, lo dejaron en observación dos días y le recomendaron que se hiciera una operación. Poca cosa: extraer un cálculo de la vesícula es más fácil que ganarle a Venezuela un partido de fútbol, así que vaya a hacerse unos exámenes y regrese para quitarle ese fastidio del cuerpo, ¿okey?
Piñango, caballero de 50 años, comerciante y con un ganado pastando de sol a sol en el Guárico, fue al hospital Padre Machado para hacerse el bendito examen y el mismo ratificó lo dicho por la gente de Altagracia, esto es, tenía unas piedritas -microlitiasis, lo llaman en ese lenguaje fascinante de la medicina- en la vesícula. Por lo demás, su estado de salud ya quisieran tenerlo muchos jóvenes: el resultado de comer a la hora, de tener una familia numerosa y simpática -si ustedes vieran la sonrisa de su hija, Yorli-, de mantener un humor refrescante como todo buen llanero, de levantarse a diariamente a trabajar a las 8 de la mañana -lo cual en sí mismo no es ninguna hazaña, pero sí para alguien como uno, a quien le cuesta una barbaridad levantarse antes de las 10 y media. Con su resultado en las manos regresó Miguel Piñango a Altagracia, contento porque el cuerpo estaba funcionando como tenía que ser. Entonces decidió ir al Centro Médico Orituco, donde se realiza la operación de vesícula por laparoscopia. Allí lo atendió un médico de lo más amable, de nombre César Ramírez.

Sencillito, sencillito

Ramírez, un hombre muy conocido en Altagracia -y que Acción Democrática está a punto de postular como candidato a la alcaldía- lo recibió con un apretón de manos de ésos que dan ánimo pero que, por otra parte, parece que le fracturan a uno los huesos. La opinión de este médico coincidía con las otras que Piñango había escuchado antes: yo lo opero el lunes, usted descansa en la clínica unas horas y al otro día se va para su casa o para la finca, a seguir tumbando toros. Además, la operación cuesta una módica suma de 650 mil bolívares con todo y los exámenes, y como aquí andamos en una onda de Imgeve puedes pagarla en dos partes. Unos días después, luego de consultar con la familia y los amigos, Piñango decidió que Ramírez era el tipo: dueño de la clínica, un prestigio ascendente, un nombre que inspira confianza. El viernes 11 de julio sería la cosa: preparó una muda de ropa y se fue a hacer la operación para acabar con la bendita molestia de la vesícula.
Entró en el pabellón a las 7 am y salió a las 10:30; cuando Ramírez fue a visitarlo a la habitación, Piñango le dijo en mitad de la nota de anestesia: “Me jodiste”. Hay estados de la conciencia que resultan proféticos. La frase no es mía, es de Adriana Azzi.
El sábado 12, cuando se suponía que Miguel Piñango estaría de regreso en el hogar, amaneció estropeado del cuerpo y del espíritu, así que Ramírez le sugirió que se quedara en la clínica un día más. El domingo el doctor no asistió para hacerle el último examen y Piñango tampoco estaba en buenas condiciones, así que decidió quedarse hasta el lunes 14. Ese día, a las 10 de la mañana, entra al cuarto la secretaria de Administración con una sabrosa factura de 900 mil bolívares. El lector no es estúpido, el lector se está dando cuenta: ya comienza a enrarecerse el panorama. Ramírez deja en la oficina un cheque por 400 mil, queda en pagar el resto cuando converse con el médico y se marcha con semejante malestar encima: ya no tenía el cálculo en la vesícula pero sí una piedrita en el zapato, y unas ganas horribles de aclarar las cosas con el doctor de marras.

No tan sencillo...

El día lunes y el martes Miguel Piñango no pudo ingerir alimentos normalmente porque enseguida vomitaba; era una ocasión propicia para hablar con el doctor Ramírez. Este le recetó una medicina para tomársela antes y después de comer. Hubiera sido más fácil recetársela para antes y después de vomitar, ya que el organismo de Miguel Piñango no retenía ningún alimento. Cuatro días después decidieron ir de nuevo a la clínica para ver qué demonios salió mal en la operación y Ramírez les hizo un anuncio solemne: no fue la operación, compañeros, este señor tiene algo más y ya vamos a ver de qué color son las bananas.
Reclusión de Piñango en Emergencia, revisión profunda por parte de Ramírez y dictamen decisivo del galeno: señor, usted lo que tiene es estrés. Váyase para su casa y coma. Gran fórmula, pero Miguel Ramírez no pudo estar en su casa más de unas pocas horas, regresó con un dolor infernal y un gastroenterólogo decidió hacerle una endoscopia. Esta vez el análisis arroja otro resultado: el famoso estrés diagnosticado por Ramírez resultó ser una úlcera en el píloro. Para quienes no aprobaron el sexto grado, aclaremos: el píloro es el orificio que comunica al estómago con el duodeno, la puerta de entrada al intestino. Para resumir: si no se le desinflamaba el píloro entre el martes y el viernes, haría falta otra operación, bastante sencilla por cierto. En efecto, el doctor Ramírez debió hacer esa segunda operación, de la cual salió con un tubo de drenaje incrustado en el abdomen y en peores condiciones que hacía unas horas: los vómitos se incrementaron, su piel pasó del moreno claro al verde intenso y el acto de comer se fue convirtiendo en una epopeya dolorosa. Entonces, camarada, la operación no era ni tan sencilla.

Un poco difícil

Luego de consultar desesperadamente a un médico de Caracas, los familiares de Piñango decidieron que lo mejor era trasladar al paciente a la clínica Méndez Gimón, donde evidentemente iba a estar mejor atendido. Fueron a pedirle a Ramírez que diera la autorización para el traslado, pero nada de eso, familia: el hombre bonachón del apretón de manos y la sonrisa electoral se convirtió en un Mr. Hide relampagueante: por qué se lo llevan, si conmigo está de lo mejor. Se negó a darles la autorización, dio un portazo al salir de la habitación y le quitó el saludo a la familia Piñango; ocurrió el 30 de julio. Bonita forma de ganarse unos votos.
Al día siguiente, sin embargo, recapacitó, medio redactó un informe sin sello y sin firma, infló la cuenta hasta niveles rockefellerianos y se despidió de su impaciente paciente. Antes de darle el informe le suplicó: dame 12 horas más y te resuelvo el problema. Ustedes saben, el problemita aquél de hace un mes y pico. Piñango decidió que la última palabra la tenía la familia, y la última palabra de ésta fue que se lo llevaban a Caracas, a una clínica mejor dotada.
Conviene apresurar el epílogo para obviar algunos detalles demasiado sórdidos -por ejemplo, explicar con qué se encontraron los médicos de la clínica Méndez Gimón cuando intentaron operar a Piñango, sería excesivo-: los médicos decidieron limitarse a realizar una limpieza, pues el estado general de aquel cuerpo era lamentable y no soportaba una intervención completa. Nueva operación el 10 de agosto, chispazos de recuperación y, finalmente, muerte de Miguel Piñango, el 26 de agosto.
A lo que vino después ya estamos acostumbrándonos: cruce de informes médicos y maniobras legales, explicaciones del tipo “Gastroenteroanastomosis retrocólica isoperistáltica, Síndrome ictérico obstructivo con clínica de colangitis, asa yeyunal y canal pilórico”, todo para tratar de explicar cómo es que un candidato a la alcaldía de Altagracia de Orituco le destrozó las vísceras a un señor que sólo fue a sacarse una maldita piedra de la bilis. Más material de trabajo para la justicia.
_______________
Cuando fue publicada en El Nacional, en 1998, su título era Una tragicómica manera de hacer proselitismo electoral.

febrero 19, 2006

Una de invasores

Desde que inventó el concepto de propiedad ocurren hechos de sangre por la posesión de bienes. Los conflictos territoriales suelen ser los más dramáticos, y pueden ocurrir entre naciones y también entre gente del común, sin muchas diferencias en lo que respecta a la crueldad
A pesar de su apellido, Manuel Chávez (39 años) no era hombre que removía las pasiones de las masas, ni le fue negada la visa de Estados Unidos, ni le quitaba el sueño a los adecos, ni llegó a ponchar nunca a Sammy Sosa con una recta de 65 millas. Era un tipo más bien anónimo, tranquilo y sedentario, criaba sus chivitos y comerciaba con el queso y la carne de sus animales allá en la península de Paraguaná. Vivía exactamente en un lugar llamado Las Carmelitas, ubicado en las inmediaciones de Pueblo Nuevo, a una hora de Punto Fijo. En otras palabras, algo cerca de las lontananzas áridas del medanal inmenso mientras los chuchubes lloran de dolor.
Alrededor de la propiedad de Chávez, que no es muy grande, viven otras familias dedicadas a lo mismo, al pastoreo y el ejercicio de la contemplación. Y bastante hay que contemplar en esas latitudes. Por allí tienen también sus tierras los miembros de la familia Petit; el fundo de éstos se llama El Planchón, y abarca un espacio más o menos respetable, o por lo menos más grande que el de los demás. Son los duros de por allí, los que, sin tener estirpe de patriarcas ni llevar en las venas la sangre de los faraones, se la han arreglado para acumular un dinero, unas relaciones, una presencia imponente. En suma, una cuota de algo parecido al poder sin ser eso exactamente, pero que ante los ojos de las personas llanas y humildes de Las Carmelitas debe parecer inmenso.
Un día, en su muy legítimo empeño por ampliar sus dominios, compraron una parcela colindante con una laguna de frecuente uso público, colectivo; una propiedad que la gente se había acostumbrado a ver y disfrutar como un bien común. Esa compra, de ser una transacción normal y corriente, se convirtió en punto de partida de unos forcejeos y reclamaciones de lo más molestas.

Mientras más cerca, más lejos

Suele pasar que la gente que consigue más logros que sus vecinos y semejantes termina por llenarse de enemistades y odios, algunos gratuitos, otros no tanto. Fue el caso de los Petit, que a mediados del año pasado ya tenían tantos roces con sus vecinos como dinero debajo del colchón. Por cierto, el amigo Chávez (Manuel) tuvo alguna vez un tropezón con uno de ellos, específicamente el llamado Israel, y ya sabemos que hay antipatías y enemistades que duran para siempre, sobre todo en los pueblos pequeños. Las cosas comenzaron a tornarse incómodas cuando los Petit quisieron demarcar el territorio con una cerca, y en la acción cerraron la vía de acceso a la mencionada laguna. Cuestión delicada. En Paraguaná uno puede perdonar cualquier cosa, pero no que le frustren el baño represero a mediodía.
Por alguna razón que sólo las peleas del pasado podrían explicar, el hombre a quien más le fastidió la medida fue Manuel, quien en un arrebato de hambre justiciera desbarató aquella maldita cerca y le abrió paso nuevamente a la comunidad. Los Petit, que no son gente de dejarse amedrentar por el primer tropiezo, volvieron a levantar la cerca y colocaron un letrero para anunciarle al universo mundo que aquello era propiedad privada, jonoda, qué mamón con ñame era eso de estarles violando el territorio. Pero Manuel Chávez, quien tampoco tenía fama de ser el sujeto más cobarde de la campiña, volvió a armarse de azadón y escardilla y al día siguiente ya no existía ni letrero, ni cerca, ni lejos. Nada: si fuera por Chávez, todos los pobres del país tendrían su parcelita propia para sembrar y gozar. Guá, cómo se disfruta con sólo encontrar una situación y un nombre que confundan.
Entonces Israel Petit entró en acción. Fue en busca de un querido amigo de Manuel, llamado José Luis Miranda, y le hizo una invitación que Miranda no pudo rechazar: ir a buscar a Manuel Chávez para matarlo. ¿Miranda, el amigo de Manuel? Sí, Miranda, un amigo de Manuel a quien éste le había cortado el saludo debido a su amistad con los Petit.
Fue rápido, fue fácil, fue duro: Israel y Miranda emboscaron a Manuel en un camino solitario de Las Carmelitas, lo sometieron; Israel le metió un balazo y luego, en vista de que todavía se movía, le disparó dos veces más. Después se lo llevaron en la camioneta de Petit unos cinco kilómetros monte adentro, en el fundo de los Petit, y allí completaron la labor. No se ha determinado cuál fue el papel del querido amigo de Manuel Chávez en los acontecimientos, pero algo tuvo que haber hecho mientras Petit preparaba aquel soplete de acetileno y se aplicaba a desmembrar a su víctima pieza por pieza.

La sabrosa libertad

José Luis Miranda cometió un error clave en medio del error grandote y general del crimen. Parece que después del primer disparo, un habitante del sector vio a Miranda con una pistola en la mano, y éste lo invitó cordialmente a desaparecer a la cuenta de tres y a quedarse callado para siempre, porque eso que llevaba en la mano disparaba y abría huecos y todo. El hombre, que no preguntó si había otras opciones, guardó silencio durante unos días, pero luego ya no pudo más y contó el episodio.
Mientras tanto, los hermanos de Manuel se movilizaron ante su desaparición y ante el hecho de que cada día recibían llamadas anónimas. Fueron a la PTJ, donde, después de hacerles algunas preguntas estúpidas, decidieron citar a Miranda y a Petit, los sospechosos de la cosa. Acto seguido, se produjo un interrogatorio en estos términos:
–¿Ustedes mataron a Manuel Chávez? –dijo el PTJ.
–No –dijeron al unísono Miranda y Petit. Eso fue todo: no había pruebas de que el hombre había sido asesinado y se acabó.
Dos semanas más tarde, ante la presión del fiscal Omer Simoza, y después de solicitar garantías y protección para su vida, Miranda echó el cuento íntegro, de adelante para atrás. Dijo no haberse entregado antes porque Petit había amenazado con hacerle cositas a su familia si decía algo, y a él le dolía mucho su familia. Los restos del cadáver de Manuel Chávez aparecieron tres metros bajo la tierra del fundo El Planchón –y no han sido devueltos a su familia, por cierto–, Israel Petit fue ubicado, interrogado y encerrado, y Miranda salió en libertad bajo fianza.
Sabrosa libertad. La familia duele, pero no los amigos.
________________
En marzo del 99, en El Nacional.

febrero 09, 2006

Por odio o por amor

Los suicidios con aspecto de homicidios ha sido siempre material para novelas o series de suspenso. Pero pocas veces en la realidad coinciden los detalles macabros con los engorrosos, y pocas veces también las técnicas de investigación lo resuelven todo con tanta facilidad



Edison Alfonso Manrique (colombiano de 37 años) tiene, además de un impactante nombre de pelotero, unas dotes malabarísticas respetables. Vivía con su esposa y dos hijos en el barrio La Democracia de Valencia, pero también tenía un romance a la luz de todo el mundo con una linda jovencita de 22 años. La cosa no tendría mucho de particular de no ser por el hecho de que esta muchacha, de nombre Milagros Rodríguez Avila, vivía justo en la casa de enfrente. Hombre de pelo en pecho, equilibrista o simplemente cínico, ya llevaba un año en eso sin que le importara el palabreo ni esa miradera con el rabo del ojo. Si comunidad pequeña es infierno grande, Manrique se sentía el demonio y san se acabó, que nadie se meta en la vida mía.
Un miércoles de esos, a finales del año pasado, Edison se presentó un tanto sudoroso en casa de la familia de Milagros y abordó a Iris Rodríguez, hermana de ésta. Dijo que no la veía desde el domingo anterior, a lo cual la hermana respondió con un sobresalto porque resulta que allá en la casa tampoco la veían desde ese día. Iris y Edison pensaron brevemente dónde diablos podía estar la chica, hasta que el hombre decidió comenzar desde el principio: invitó a Iris a que fueran a buscarla en su propia casa, ubicada en la calle 23 de Enero, a pesar de que nadie respondía allí a los toques. La madre, Celia de Rodríguez, no quiso mantenerse al margen de la búsqueda y se fue a acompañar a Edison, quien no le caía precisamente muy bien por razones comprensibles. Pero en esta circunstancia era como obligante tenerlo como aliado, la Milagros andaba perdida y el manganzón era el único aliado que había para encontrarla.
Llegaron a la residencia donde la muchacha vivía, sola, desde hacia un par de años. Notaron que había tres candados sujetando la puerta desde afuera; Manrique los partió a punta de cizalla y luego abrió la cerradura con unas llaves. Ya se sabe que él era de confianza en esa casa.
Entraron a la sala y eso fue todo, se acabó la búsqueda: Milagros estaba allí, sentada en una silla y con el cuello sujetado con una larga soga que llegaba hasta la viga del techo.

¿Sospechoso él? ¿Y por qué?

No hizo falta mayor esfuerzo para que la familia de Milagros, la PTJ, la opinión pública carabobeña y los consumidores de noticias rojas en todo el país comenzaran a mirar con asco y rabia a Edison Manrique. ¿Y por qué, si él la quería tanto? Bueno, nada, es que además del detalle de los candados puestos por fuera, el conocido romance, y otros revelados en son de aria por la PTJ (el cadáver de la muchacha fue hallado atado de manos y pies), estaba el testimonio aportado por algunos vecinos, según los cuales la niña se veía llorosa y deprimida desde hacía semanas, y precisamente el sábado anterior había tenido una pelea con su galán por razones que nadie tuvo la indelicadeza de averiguar. Como ustedes saben, nada le gusta menos a la gente de los barrios que andar averiguando problemas de parejas y esas historias tan desagradables. Lo que sí nadie pudo mantener silenciado entr el pecho y la espalda era que el tipo era tan celoso que no le permitía buscarse un trabajo, ni vestirse bonito, ni salir a visitar a su familia, y ni hablar de mirar por más de diez segundos a un hombre.
Así que a Manrique comenzaron a ponérsele feas las cosas desde la primera revisión: unas uñas de hembra le cruzaban el pecho como prueba del comentado enfrentamiento, y él no tuvo reparos en reconocer que sí, cómo no, de vez en cuando tenía sus altercados con ella. Total, a las mujeres, como a las alfombras, de vez en cuando hay que darles una buena sacudida. Pero no hay nada que le haga más daño al prestigio que un intento desesperado por defenderse con argumentos delicados, como por ejemplo el que pretendió aprovechar Manrique: al parecer, Milagros ya tenía antecedentes como suicida infructuosa, y por allí andaban los informes médicos que registraban su intoxicación con una gran cantidad de pastillas. El espanto: tratar de hacerle ver a la gente que la amada de uno es una suicida.
Otros indicios acudían en defensa de Edison Manrique, y el que parecía más decisivo era el par de cartas dejada por la joven, una para él y otra para la madre: "Te quiero mucho y te espero en la otra vida, no me velen y llévenme flores rojas", decía la primera. Y la otra: "Mami perdóname por lo que voy a hacer, a mis hermanos y a toda mi familia les pido que me perdonen".
Pero nada tenía que aplaudir el amante, pues la PTJ se metió hasta las cejas en mil pruebas de grafología para determinar quién había escrito aquellos conmovedores papeles. Nada estaba claro bajo el cielo durante los primeros tres días de investigación; por si acaso, Manrique y su esposa permanecieron retenidos mientras los sabuesos trabajaban. Hasta que las ciencias criminalísticas le dieron la vuelta completa al asunto y arrojaron la sensacional y definitiva conclusión.

Elemental, pero no tanto

Con estos elementos en las manos, y otros más que sólo pueden verse en el laboratorio, la PTJ-seccional Carabobo se zambulló en el caso y dio su veredicto, una semana después del hallazgo del cadáver: Milagros Rodríguez Avila se suicidó, sí señor. Atarse de pies y manos no es cosa difícil, si uno se lo propone; en los dientes de la muchacha encontraron restos de la soga que le produjo la muerte, lo cual indica qué método utilizó para atarse. Colgar esa soga en una viga y hacerle un par de nudos ordinarios, tampoco; poner unos candados por fuera en aquella puerta, tampoco: la misma queda semiabierta y es posible colocar tres candados, y luego cerrar bien y darle dos vueltas de llave. Colgarse en aquella soga y dejarse caer en una silla tampoco es mayor cosa, si tal es la decisión y la turbación.
Fue suicidio, según todas las evidencias. Ahora, ¿todo esto hizo Milagros para tratar de incriminar a Manrique? Es posible, pero, para efectos de la ley, nadie puede ir preso por ganarse el odio de una linda muchacha.
__________________
Esta data del 17 de enero de 1999. La publiqué en El Nacional.

enero 25, 2006

Los argumentos del fuego

Es verdad que el negocio de la comida y la bebida es inagotable: nadie dejará de comer nunca, al menos mientras haya cierta fuerza en los bolsillos. Y de la bebida, ni se diga. Se sabe de muchos que prefieren apagar el fuego de la sed o las simples ganas de caerse a tragos antes que matar el hambre. Y de gente que prefiere caerse a tragos antes que gastar los centavos en cualquier otra cosa. En resumidas cuentas y para abreviar esto de una buena vez, parece que invertir el dinero en una tasca-restaurant es una buena forma de asegurar el futuro. Es verdad que el problema inicial es tan grande como conseguir el dinero para montar ese maldito restaurant, pero ese ya es un cuento aparte.
Salvador José Petit, de 44 años, ya había superado ese obstáculo inicial, pues desde hacía unos años era administrador de un establecimiento al que, por supuesto, le iba bastante bien. El negocio se llama El Tizón y queda en la ciudad de Coro, estado Falcón. El negocio es bueno. Los corianos comen.
Por alguna razón que ni siquiera la compañía electrica de la región –Eleoccidente– puede explicar, un mal día se produjo un aumento de esos que lo dejan a uno pasmado y con ganas de no encender jamás un bombillo. Y, por alguna razón que sólo la gente del restaurant El Tizón puede explicar –aquí nada es explicable desde afuera–, cierta deuda que habían arrastrado desde hacía dos meses se empató con la nueva factura repotenciada del mes de enero, y hete aquí que la deuda del local ascendió a la suma de un millón seiscientos mil bolívares, una cantidad difícil de cancelar de un solo guamazo incluso para un negocio más o menos próspero como el de Petit y su gente.

Yo tenía una luz
que a mí me alumbraba


En esos días, los últimos de enero y primeros de febrero, para ser más específicos, aterrizaron en la compañía de electricidad gran cantidad de reclamos, quejas y solicitudes de reconsideración de sus numeritos por parte de habitantes de Coro inconformes con el aumento; nada que no haya ocurrido antes en cualquier ciudad del país. Petit solicitó una explicación y le dieron la más sencilla del mundo: no es que Eleoccidente se esté robando la plata ni que los medidores enloquecieron y están cobrando los latidos del corazón; simplemente, aumentaron las tarifas. Y las deudas hay que pagarlas. ¿Qué posibilidades había de amortiguar ese golpe? Caray, digamos que ninguna. Pero la cosa es más bien fácil si la vemos así: usted paga lo que debe y la deuda queda eliminada.
La molestia fue brava mientras se limitó a su ámbito de papel y palabras por cumplir, pero la bravura se convirtió en otra cosa más agria y menos publicable cuando, a los pocos días de aquella primera diligencia, el restaurant se quedó sin energía eléctrica. Fin de mundo. Nadie toma cervezas calientes, y cocinar un pollo en medio de la oscuridad es más difícil que enamorar a Ana Karina Manco llevándole serenatas de Lupe y Polo. A Salvador Petit le entró una calentera de mil pailas de azufre, pero en medio de la tembladera encontró la serenidad suficiente para idear una estrategia: le pidió a su esposa, Maritza de Petit, que fuera hasta la compañía y negociara un plan de pago razonable con los jefes.
La señora Maritza fue hasta allá, le explicó la situación a un supervisor, le dijo que estaban dispuestos a pagar pero no de una sola vez porque no había un millón y medio de bolívares en esa caja. Y ahora, con el negocio cerrado, iba a ser un poco más difícil reunir el dinero. Así que pidió comprensión, y la obtuvo: el supervisor le partió la deuda en cuatro pedazos a ser pagados en igual número de fechas. Eso sonaba bien. Demasiado bien, dadas las circunstancias. Receta aceptada, remedio comprado. Pero, según refirieron más tarde voceros de la compañía, a pesar de las facilidades que le dieron, Petit dejó pasar la primera fecha de pago, y entonces el corte sí vino en serio y sin el consabido derecho a pataleo. Pagas o pagas; esa era la única opción.

Decidido, fatal

Otra versión, nunca confirmada, asegura que el plan propuesto por aquel supervisor fue rechazado por funcionarios superiores, con lo cual a Petit se le cerraron todas las salidas. Cosa que viene a ser lo de menos, porque el miércoles 24 de febrero Salvador José Petit se presentó en la Oficina Comercial de Coro para arreglar las cosas por su cuenta. Pidió hablar con el jefe de aquella oficina y le trajeron a Aura Rosa Namías, una gerente de esas bravas, de 33 años, quien escuchó atentamente su reclamo. El juego comenzó a trancarse desde el principio, porque cuando Aura Rosa se enteró que de el caballero estaba moroso se le puso más firme que de costumbre, con esa firmeza indomable que caracteriza a las mujeres falconianas.
Petit transitó en tiempo récord de la actitud reflexiva a la suplicante, de la suplicante a la impotente y de la impotente a la rabiosa, a medida que la señora Namías se iba poniendo más granítica en sus negativas. Entonces llegó el momento de la furia. Salvador Petit levantó la bolsa plástica que llevaba consigo, de ella sacó un envase metálico. El Carnaval había finalizado una semana antes, pero aún así el hombre bañó con su contenido la funcionaria. El contenido no era agua, sino algo que a Aura Rosa Namías le olió vagamente a gasolina o removedor de esmalte. ¿Qué pretendía Petit? ¿Quitarle las manchas, desteñirla, blanquearla un poco? No: su intención era prenderle candela, y fue lo que hizo. Sólo que la llamarada además de envolver a la mujer lo alcanzó a él mismo y a las dos docenas de clientes que se encontraban en el lugar.
La gente quiso hacer exactamente lo que los bomberos aconsejan hacer en esos casos: salir ordenadamente y sin dejarse ganar por el pánico, pero como el pánico no es oveja para dejarse amansar ya ustedes se imaginan el espectáculo: gritos, fuego vivo, gente quemada y asfixiada. Los únicos muertos en el hecho fueron Petit y Namías. Y los muertos no tienen una segunda ni una tercera oportunidad.
_______________________
El 14 de abril del 99 la publiqué en El Nacional, con un título que ni yo mismo puedo entender ahora: La más negra de las persuasiones.

enero 18, 2006

Guapo, armado y apoyado

Ramiro X, alcalde del municipio Tovar –capital Colonia Tovar– tiene encima una investigación bastante delicada, y un auto de detención más delicado aún. "Aprovechamiento de cosas provenientes del delito" no parece sonar muy fuerte en un país que ya se está acostumbrando a que sucedan crímenes más monstruosos, pero el problema con el amigo Ramiro X es que la PTJ de Maracay encontró en las bóvedas de la alcaldía de Tovar, esto es, en su oficina, un puñado de joyas. Tras una simple verificación las autoridades determinaron que esas prendas habían sido extraídas a la fuerza de la joyería Damasco, en La Victoria, por una banda armada.
Al ser capturado e interrogado sobre el origen de aquellas joyas, el alcalde titubeó; luego dio una explicación que no convenció al comisario Juan Villamizar, de la PTJ-Maracay, y entonces sí estalló el escándalo en serio. Junto con Ramiro X fueron a parar a la cárcel el comandante de la policía municipal, Henry Perozo; Asdrúibal Martínez, José Carucí y Moisés Morón, todos funcionarios de la alcaldía.
Es una historia extraña, torcida, de esas que mucha gente no puede creer. Pero más torcida y extraña, además de intensa, es la historia paralela, la que permitió que la anterior ganara espacios en la prensa. La que mantuvo en vilo a los cuerpos policiales de Aragua, Miranda y el Distrito Federal; la historia brava dentro de la historia.

Alcaraván, compañero

Se llamaba Rubén Darío Medina Luna, tenía 34 años y vivía con su esposa y una hija en una urbanización de Valencia. Al margen de esa vida hogareña y familiar se desarrollaba su otra faceta, la perversa, la que lo llenó de dinero, comodidades, bienes y también un feo prestigio: el hombre era un consumado asaltante y llevaba encima un récord criminal bastante macabro, contentivo de ocho homicidios probados y algunos más que se le han atribuido pero nunca se le comprobaron.
La noticia más antigua que se tiene sobre su tétrica trayectoria data del 13 de febrero de 1992. En esa oportunidad emboscó y neutralizó con su camioneta al vehículo de los hermanos Nicola y Giovanni Del Vecchio en la carretera Panamericana, antes de asesinarlos a balazos y llevarse su carro y sus bienes. Tres meses después del crimen, y tras minuciuosas labores de rastreo e identificación, la PTJ de Aragua lo identificó, dio con su paradero y lo capturó. Pero Rubén Medina no era de los que disfrutan ni se echan a dormir cuando les toca estar en una cárcel. Su inconformidad con la pérdida de su libertad la expresó de manera dramática un día de mayo de 1996, cuando logró escaparse del retén de La Planta junto con un grupo de reclusos en medio de una balacera que paralizó la autopista Francisco Fajardo.
Como suele ocurrir en estos casos, tuvo que ocurrir esa fuga y ese vaporón ante los ojos del público para que comenzaran a salir a la luz otros interesantes datos sobre el sujeto evadido. El hombre pertenecía a una banda bautizada en el ambiente policial como "Los Alcaravanes", terror de la zona central del país. Muchos golpes se le habían atribuido, entre negocios asaltados y ciudadanos despojados de sus carros. En 1996, tras su fuga, lejos de estarse tranquilo y adoptar un bajo perfil para mantenerse lejos del brazo de la justicia, comenzó a reorganizar a su banda y ahora sí, sonó la hora de su funestagloria.
Es posible que el vulgar ciudadano común que uno es no tenga manera de verificar in situ los procedimientos de la PTJ en este tipo de situaciones, pero lo cierto es que no hubo banco, joyería o bomba de gasolina asaltada que las autoridades no se lo atribuyeran al Rubén y su banda. Destacaba en su accionar y en el aspecto proporcionado por las víctimas y testigos de sus golpes el detalle de su armamento: parece que bastaba ver a aquellos tipos calzados con subametralladoras, fusiles de asalto y pistolones de alto calibre para que todo el mundo les entregara la cartera, las cajas registradoras, la cédula, la esposa, el dinero.

Chao suerte

Entre agosto de 1996 y finales de 1998, sin embargo, comenzó la debacle de Los Alcaravanes. Uno a uno y en diferentes lugares, siempre entre Valencia, Maracay y Caracas, fueron cayendo abatidos en enfrentamientos, diezmados por su propio método de entrompe y carnicería. Hasta marzo de este año había dos sobrevivientes de la banda. Uno, llamado David o Darío Vargas Lares –hay discrepancia en los registros– cumple condena en el retén de Tocuyito. El otro, Rubén Darío Medina Luna, todavía tenía gasolina existencial de sobra para dejar una nueva estela de sangre y malas noticias regadas en esas calles.
El 7 de enero de este año tuvo lugar uno de los pocos momentos en los cuales Medina Luna estuvo frente a frente con la policía. Ocurrió frente a la estación de servicio Piedra Azul, en La Trinidad, aquí en Caracas, cuando Medina fue sorprendido en un carro recién robado. Una comisión de la PTJ le dio la voz de alto y el hombre respondió en su mejor estilo, con sucesivas ráfagas de ametralladora que acabaron con la vida del subcomisario Jaime José Briceño (36 años) y del funcionario José Luis Rondón (26). Poco después se produjo el asalto a la joyería Damasco de La Victoria, con saldo a su favor de 40 millones de bolívares en joyas. En este punto del relato entra en escena el alcalde de la Colonia Tovar. Fue su último gran golpe, que se sepa.
Su ángel guardián decidió abandonarlo el pasado 5 de marzo. Una comisión de la PTJ lo siguió sigilosamente por las calles de Valencia hasta que decidieron abordarlo cerca de su residencia, en la urbanización El Parral. Iba en un vehículo Toyota Camry acompañado de otro hombre, cuando se percató de que lo seguían e intentó escapar. En un momento de la persecución decidió cambiar el procedimiento y enfrentó a tiros a los agentes, pero esta vez el marcador no le favoreció, y cayó muerto con varios disparos. Su compañero se dio a la fuga. Resulta muy simple este epílogo, pero no hay otro. A menos que uno quiera escarbar a fondo en el papel del alcalde Ramiro X, pero de esto se está ocupando la PTJ.
_____________________
Cuando la escribí para El Nacional, el 11 de abril del 99, le coloqué por título Un hombre muy duro con unos hierros enormes.