diciembre 20, 2005

La segunda muerte de José Manuel Saher

En los 60, decir Este gobierno no sirve era apenas el preludio de la acción; había quienes manifestaban su inconformidad y luego salían a cuadrarse con la agrupación en armas que estuviera más a la mano. Había también quien anduviera por la calle hablando mal de Betancourt o Leoni, pero se le aflojaban las piernas cuando alguien le proponía salir a derribar el sistema que había hecho posibles a esos presidentes y a su circunstancia, y enseguida quedaba fichado: este es un hablador de pendejadas. Es que mi mujer va a parir y... Nada de eso. La humanidad era más importante que la familia.
En esa época de decisiones, bravura y heroísmo actuó y se hizo conocer José Manuel Saher –Chema, para todos–, hijo del entonces gobernador de Falcón, un reconocido militante de Acción Democrática. Contra este precedente familiar, el Chema se convirtió en un cuadro de primera línea del MIR. Decíamos que la historia de hoy comienza en esos años. Precisemos: comienza en 1967, en el cerro El Bachiller, y el punto de arranque es un enfrentamiento armado entre el ejército nacional y una escuadra de aquellas huestes juveniles. Los soldados leales al gobierno acorralaron a los soñadores, los llevaron a un Teatro de Operaciones. Cuenta el anecdotario de la revolución que Chema fue torturado, despedazado en vida, y posteriormente fusilado.
Era la guerra, eran tiempos duros, y entre escaramuza y escaramuza los hombres tenían ocasión de morir de muerte heroica.

El vástago

El Chema Saher dejó en el mundo de los vivos un puñado de libros (ya nos imaginamos qué clase de literatura), algunos recuerdos y un hijo al que le había puesto su nombre, José Manuel. Cuando el padre fue fusilado, el niño tenía 7 años. Acto seguido, la familia del guerrillero caído acordó salvar al infante del candelero que estaba en marcha en el país. A los pocos días del noticioso y difundido fusilamiento, el niño fue montado en un avión que se lo llevó directo y sin escalas a La Habana, Cuba. Fuera del país y más confundido que un argentino en un juego de beisbol, el niño comenzó a formarse en la tierra y en el sistema que le sirvió al padre de inspiración.
Salto necesario de varios años, antes de decir que el joven José Manuel se empató en brigadas internacionalistas, lo cual significa continuación de lo que su padre había convertido en modo de vida. Antes de obtener su título universitario de médico obstetra ya le había tocado ver acción y ejercer su oficio en Nicaragua, El Salvador y otros países de Centroamérica. Hasta que llegó el momento del regreso a la patria. A principios de los 90 José Manuel pisó tierra venezolana, junto con su esposa; comienzan, pues, sus años de heroísmo incomprendido. ¿O de su ingenua ignorancia de los resortes que mueven hoy a la realidad venezolana?
Estuvo unos años por Ciudad Bolívar, un poco a la sombra, un poco haciéndose sentir. Hasta que su destino explotó, en noviembre de 1997. La Guardia Nacional recibió informes de que una avioneta había sido secuestrada por tres hombres. A bordo de ella viajaba el propietario, Boris Valdivieso. Cuando la aeronave aterrizó, en una pista clandestina de Santa Elena de Uairén, un comando de uniformados la abordó y procedió a detener a los plagiarios. Uno de ellos resultó ser un caballero identificado como Danilo García Noroño. Un hombre cuya verdadera identidad era José Manuel Saher, venezolano, de 38 años de edad, médico obstetra e hijo del Chema, aquel mártir de la izquierda venezolana en los 60.

La otra muerte

Una vez en prisión, comenzó a experimentar las distintas formas del martirio. Ustedes dirán: alguien que tuvo hígado de sobra para meterse en semejante problema con la justicia no podía esperar que le tiraran flores. Están en su derecho. Pero de todas formas no pierdan de vista la situación a partir de ahora; total, se trata de un ejemplar humano, y lo que nos tiene concentrados en él son circunstancias bastante repugnantes como para estar fijándonos en cómo pensaba el hombre.
En sucesivas cartas a su esposa, José Manuel detalla los maltratos físicos a que era sometido cotidianamente en la cárcel. Nada fuera de lo común: patadas en los testículos, culatazos, peinilla por ese lomo y cierto tormento sicológico: cuando la tarde se ponía más fastidiosa de lo común lo encerraban en celda aparte, le metían el cañón de un fal en la boca y se ponían a relatarle historias de moscas verdes que revolotean, de gusanos que socavan el cuerpo, de zamuros que vigilan. A todas estas, sus compañeros de faena en lo de la avioneta fueron puestos en libertad al segundo mes, mientras él se quedaba en la cárcel de Vista Hermosa (interesante nombre para un penal) pasando y pagando las de Caín y Abel, todas al mismo tiempo. Entre los autores de los bofetones y amenazas, Saher menciona al distinguido Rodríguez y a un agente Sutherland a quien Dios cuide de todo mal. Más tarde, en otra carta dramática y decisiva, habría de agregar los nombres de Flores y Figuera, todos ellos Guardias Nacionales. Mientras él estaba allí, recibiendo las respectivas raciones diarias de lo mismo, sus abogados se movilizaron lo suficiente para conseguir una libertad bajo fianza. Un recurso que tropezó con varios inconvenientes, entre ellos el hecho de que el juez de la causa rechazó a los fiadores asignados porque no cumplían los requisitos. Es decir: eran fiadores pero, a los ojos de la Justicia, no eran de fiar. Eran unos limpios, pues.
Con todo, tras unos arreglos mínimos, por fin el tribunal emitió una boleta de excarcelación, que debía ejecutarse este lunes ocho de junio.
Pero antes del ocho de junio tenía que llegar el día seis. Seis es menos que ocho, ustedes lo saben. Era día de visita, así que su esposa, Norka Cujides, se dirigió a la cárcel para conversar con su esposo y llevarle algunas cosas, como de costumbre. Para su sorpresa, los guardianes no le permitieron la entrada al penal; Saher estaba súbitamente incomunicado, dos días antes de salir de la prisión, y los funcionarios hicieron lo posible por evitar cualquier contacto entre los esposos. No pudieron evitar, sin embargo, que José Manuel lanzara desde un piso superior una carta, una carta de la cual hay unas cuantas copias rodando por la Fiscalía General de la República y otras instancias. Una carta adicional, que da cuenta de los mismos reclamos e inquietudes, acompaña a ésta, la última, la más dramática. En todos esos escritos se nota el verbo invariable de los viejos combatientes. Es común encontrarse expresiones como “Hasta la victoria, siempre”; “Dígale al pueblo que muero con mi dignidad y mi moral muy en alto”; “Patria o Morir”. ¿Anquilosamiento o consecuencia? Quizá una mezcla de ambas cosas. Para efectos de lo que viene, eso es lo de menos.
En fin, mucha gente tiene en sus manos la copia de un mensaje desesperado en el cual José Manuel Saher le pide a su esposa que establezca urgente contacto con alguien que ponga fin al ensañamiento que contra él han montado, entre otros, unos agentes Flores y Figuera. Estos le habían estado hablando muy seguido de la muerte, habían redoblado el acoso y las golpizas. Sólo faltaban dos días para que saliera libre, pero en dos días podían pasar muchas cosas. Así que Norka Cujides se movilizó con esta carta entre las manos, buscó a su abogado, inició contactos con el Ministerio Público.Exactamente una hora después de entregado el mensaje, las personas que se encontraban de visita en la cárcel de Vista Hermosa escucharon dos disparos. Para qué dar más explicaciones. Uno de esos disparos había entrado por el intercostal izquierdo de Saher; el otro le atravesó el cráneo de lado a lado. La versión oficial de los hechos dice que hubo una riña entre dos bandas por el control del penal. La carta de José Manuel Saher a su esposa (a quien, según cuenta, la ha estado buscado la DIM en su domicilio) cuenta otra historia.
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Publicada el 14/6/98 con el título La segunda muerte de José Manuel Saer; error de grafía incluido.
Luego de publicado este escrito, varias voces autorizadas, entre ellas la del poeta Luis Alfonso Bueno, le envió una carta al autor, según la cual Chema Saher no había procreado hijos durante su corta existencia. Bueno fue amigo personal de Saher. Más que eso: fue quien dio el discurso de despedida ante su tumba, en multitudinaria manifestación, allá en Falcón; escribió una biografía suya, recopiló y publicó su diario, y todavía guarda relación con la familia de Chema, en Falcón. Su testimonio, muy autorizado por todo lo anterior, colide con el de los comandantes Douglas Bravo y Guillermo García Ponce, quienes aseveran que el fallecido en Vista Hermosa sí era hijo del guerrillero.

noviembre 29, 2005

A sangre fría

Catorce años de saber, de esperar el desenlace que ya la justicia había establecido para sus días. Karla Faye Tucker tuvo aquel momento de frenesí, aquellos minutos de locura que la llevaron a descuartizar a su antigua pareja y a la amante de éste, y esos pocos minutos bastaron para que el Estado, los órganos de la nación más poderosa de la tierra, decidieran que su vida era un elemento desechable por peligroso, prescindible por maleable.
Ocurrió cuando todavía era una joven; 24 años que, sin embargo, habían sido vividos más intensamente que cualquiera de mayor edad. El mal día de su crimen y de su sentencia se le acabó la juventud, se le acabó la libertad y comenzó también a acabársele la vida: por una de esas crueles circunstancias de la ley norteamericana, debió esperar todo este tiempo para saber cuándo, por fin, le llegaría la hora. Y la hora llegó de súbito, un día de febrero.
Hubo una petición de clemencia, un alarido humano que nadie escuchó. Una inyección en el brazo y adiós ardor, adiós rencores. Método sencillo, expedito y repugnante. Quizá tanto como el otro método, el que ocurre aquí mismo, ante nuestros ojos, aunque no deseemos mirarlo de frente: ejecución extrajudicial, lo llaman, y suele venir aderezado con torturas y vejaciones de toda índole.
Y conmueve, duele verificar una cuestión: la muerte de la norteamericana causó más estupor que las cientos de muertes que ocurrieron aquí en Venezuela en 1997. ¿Será auténtico, será genuino ese dolor nuestro por la sangre ajena?
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Lo metí en un recuadro en El Nacional, en enero del 98. Igual título, en honor del Truman Capote.

noviembre 24, 2005

Para capturar al fantasma

El accidente ocurrió el 31 de diciembre de 1997, a las 9 de la noche, en la avenida Casanova de Sabana Grande. Un carrito pequeño, año 96 —no vamos a nombrar la marca ni el modelo porque no queremos problemas con los fabricantes de la Ford— venía bajando por la calle El Recreo y se disponía a cruzar hacia la Casanova, cuando de pronto por esta avenida apareció un Malibú, color marrón, año 77, ignoró la luz roja del semáforo y se clavó durísimo contra la puerta izquierda del Ford Festiva blanco. El resultado es de imaginarse: mientras al Malibú apenas se le removió un poco de barro seco del guardafango y se le estremecieron las telarañas dentro de la maletera, el otro carrito quedó desmigajado en mitad de la calle, cual promontorio de corn flakes sin esperanzas de redención.
Es preciso que, antes de continuar, los lectores tengan muy clara en la mente la imagen del escenario: carrito noventoso vuelto leña, con dos damas heridas dentro de él; Malibú setentoso entero, aunque apagado debido al daño que sufrió el radiador, con su conductor ileso pero tan desconcertado como Pedro el día que Jesús le informó lo de las tres negaciones y el canto del gallo; detrás del carrito de las damas, un jeep conducido por un sargento técnico de la GN, amigo de ellas; alrededor, un grupo de curiosos que comenzaron a arremolinarse; y, a veinte metros del lugar, un funcionario de la DIM que se aproximaba en una moto. Es todo. No más derroche de espacio en esta página. La escena está servida.

Duro de atrapar

El conductor del Malibú se bajó del vehículo, asustado, e hizo lo que cualquier ser sensible, humano y responsable haría en una situación como ésa: miró hacia un lado, miró hacia el otro y no vio a nadie, y a la carrera pero sin ruido cruzó la calle, en dirección hacia el Centro Comercial Cedíaz. Entonces intervino Johnny Fernández, sargento técnico de la Guardia, que como hemos dicho venía detrás de las damas en un jeep, y le ordenó al caballero del Malibú detenerse. El hombre volteó, se sacó de la cintura un pistolón con mira infrarroja y le disparó dos candelazos a Fernández. Revuelo general, todo el mundo a su guarida, las mujeres y los hombres flojos a gritar y a desmayarse, Johnny Fernández a buscar su arma de reglamento y Deivy Andrade, funcionario de la DIM, a entrar también en acción.
El tipo del Malibú continuó corriendo, pero de pronto se fijó que tenía a unos seis u ocho hombres corriendo detrás de él y reinició la huida. Deivy Andrade le dio alcance con su moto, pero el sujeto volvió a echar mano de su poderoso cañón y le disparó, dejándole de recuerdo un hueco a la moto del funcionario. Pero nada, por más que sea era 31 de diciembre y las cosas no estaban como para huir toda la santa noche, así que a escasos metros de la esquina siguiente se detuvo, entregó el arma, se dejó esposar y acompañó a Fernández y a Andrade de regreso hacia el lugar del accidente.
Una vez en el sitio del encontronazo, Johnny Fernández acudió a socorrer a las mujeres, dos hermanas que responden a los nombres de Marjorie Josefina Blanco y Eglée Yully Blanco, y que estaban atrapadas dentro de lo que quedó del carrito en que viajaban. Había allí tres patrullas de la Metropolitana, identificadas con los números 6240, 6241 y 6340. Entonces se produjo un episodio conmovedor: los curiosos que presenciaron los hechos intentaron agredir al conductor del Malibú, y éste, para protegerse, corrió directo hacia la unidad número 6240, primero encanado que linchado, zape; Deivy Andrade le entregó a los funcionarios de esa patrulla, uno llamado José Camacho y otro de apellido Correa, la pistola del agresor, y se despidió del evento y sus animadores, por ahora.
Entretanto, los bomberos hicieron acto de presencia en el lugar, con el teniente Gerardo Rojas al mando, y fueron ellos quienes rescataron a Marjorie y a Eglée del vehículo, para llevarlas a la Policlínica Santiago de León. Un poco más tarde, cuando ya las mujeres habían sido trasladadas, Johnny Fernández le preguntó al agente que comandaba al grupo de la PM, sargento Serrano, cuál era el nombre del detenido. Este le respondió que se trataba de Evaristo José Rodríguez, cédula venezolana número 3.378.692, lo cual no encajaba del todo bien, pues cada vez que ese señor hablaba se le salía un acento portugués que pasaba tan desapercibido como una top model en una celda del retén de La Planta. Pero bueno, había un hombre detenido y muchas cosas por hacer en la clínica; los esposos de Marjorie y Eglée fueron avisados del accidente y ambos acudieron, raudos, a recibir el año en la tristeza de un recinto hospitalario, a la salida de un pabellón. Marjorie Blanco resultó con desprendimiento de la pelvis, rompimiento de la vejiga, fractura de las costillas, el hombro derecho y los brazos, y separación de la mandíbula, y salió de la clínica el 6 de enero; A Eglée le fue peor, pues además de las múltiples contusiones en el cuerpo sufrió lesiones en el cerebro, debido a lo cual estuvo 16 días en coma. Fue trasladada al Clínico Universitario donde todavía permanece inconsciente; está delicada y necesita tratamiento neurofisiológico. El asunto sigue.

Año nuevo, nombre nuevo

Quedamos en que hay un Evaristo José Rodríguez preso por la PM, guardianes del orden, la seguridad y el decoro en estas calles corrompidas de la ciudad capital. Pedro Rosal, esposo de Marjorie, fue el primero de enero a la Comisaría de la Metro en Quebrada Honda, donde se suponía estaba detenido el tipo, y adivinen qué. Adivinaron: el tal Evaristo no se encontraba allí, y un agente aseguró que Serrano, aquel sargento que comandaba las patrullas, tenía un informe según el cual el detenido se había escapado. Fin de mundo. Rosal corrió al Destacamento 62, al lado de La Previsora, para hablar con Serrano. Volvieron a adivinar: había cero detenidos según el sargento. Sólo que había un par de testigos claves de la entrega del agresor, nada menos que aquel Guardia Nacional y aquel DIM. Nada qué hacer. Serrano tuvo en sus jaulas a un hombre que hirió a dos mujeres y disparó sabroso contra dos funcionarios, y ahora no tenía a nadie. Cero Evaristo, cero pistola infrarroja, cero responsable del choque.
Pero ocurre que Pedro Rosal tiene más contactos que la Cándida Eréndira, así que en pocos días le fue fácil averiguar en la PTJ y en otros entes algunas cosas inquietantes. Una: la placa del Malibú aplastacarritos (MAW-544) está registrada a nombre de Alvaro Dos Santos Da Silva, con lo que queda aclarado el misterio del acento lusitano. Dos: este hombre es dueño de un local de pool y billares ubicado en la calle Villaflor —a dos cuadras del accidente— y denominado Sunny, lo cual quiere decir que a este caballero tiene tanto dinero como bolas. Tres: a este local asisten con mucha frecuencia los Metropolitanos adscritos al Destacamento de La Previsora, quienes estuvieron muy activos mandando a callar a algunas bocas por allí después de soltar al portu, nadie sabe a cambio de qué ni por medio de qué artes. ¿Cómo lo sabes? Muy fácil: lo dijo Deivy Andrade, aquel funcionario de la DIM que participó en la persecución del primer día. Los PM cometieron la estupidez de tratar de amedrentarlo y él se lo soltó primero a Pedro Rosal, y después a la Fiscalía, a la PTJ, a la PM y a cuanta entidad ha solicitado su testimonio. Cuatro: según consta en las oficinas de la línea aérea TAP —Transporte Aéreo Portugués—, Dos Santos se marchó el 3 de enero, en el vuelo 354, para Oporto, allá en Portugal.
Trasladémonos unos días atrás, hasta el primero de enero. Una mujer llamada Fátima de Dos Santos se presentó en el módulo de la PTJ de El Rosal para contar una historia muy triste: el Malibú de su hermano Alvaro Dos Santos había sido robado. ¿Cuándo? En diciembre. ¿Y ahora es cuando va a denunciar? Es que estábamos buscando por nuestra cuenta. Yo lo estacioné frente a la casa y se lo llevaron. ¿Dónde está su hermano? En Portugal. Se fue los primeros días de diciembre. ¿Usted cargaba el carro? No, yo no sé manejar. ¿Y no dijo que lo había estacionado frente a la casa? En fin, la mujer se volvió un sancocho de lágrimas y dejó que un hombre se encargara de las cosas.
El hombre en quien la buena de Fátima y los suyos delegaron la responsabilidad de intentar un arreglo por otros medios fue el abogado de la familia. El 5 de enero, este caballero se comunicó con Pedro Rosal para iniciar conversaciones. Uno y otro se dijeron mutuamente lo que pensaban y se citaron para el día siguiente. Rosal acudió a la cita acompañado por una mujer a quien presentó como una amiga, pero que en realidad era una fiscal del Ministerio Público para que escuchara con atención, por si acaso. Lo que escuchó no fue nada extraordinario: el abogado le ofreció a la familia de las mujeres agraviadas 3 millones de bolívares, cantidad que, en opinión de los familiares de éstas, no alcanza ni siquiera para pagar el algodón y las gasas que necesitan para cubrir sus heridas. Parece que fue la mejor oferta que pudo hacer el abogado, y parece ser la mejor intención que tienen los Dos Santos para borrar las huellas dejadas del 31 de diciembre.
¿Tiene esto una conclusión? Todavía no. Sólo hay material para una larga continuación: hay alguien que debería responder por dos damas que están en delicado estado físico y que debería responderle a la justicia, pero ese alguien está fuera del país. Y ese alguien estuvo alguna vez detenido, en poder de la PM. ¿Se fugó? ¿Lo fugaron?
La División de Inteligencia de la PM tiene cómo averiguarlo. Y lo hará. Por supuesto que lo hará.
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Lo publiqué en El Nacional en enero de 1998. Mismo título.

noviembre 20, 2005

Perdónenlos: era jugando

Alejandro José González Sayago, 51 años, fue secretario de Obras Públicas del estado Carabobo durante el gobierno de Henrique Salas Römer, hasta que éste abandonó ese cargo. Estamos en febrero de 1996; viene el cuento más o menos conocido: Henrique Salas Feo, acababa de arrasar en las elecciones regionales y organizó un equipo similar al del padre, con algunas excepciones. Sayago, el hombre de las obras públicas, fue uno de los que quedó fuera del equipo del nuevo gobernador, y lo odioso del asunto es que el hombre se enteró de que lo habían dejado como las guayaberas porque apareció en la prensa, no porque nadie se haya tomado la molestia de notificarle nada.
El mismo día que los periódicos anunciaron los nombres de los nuevos directores y secretarios, Sayago fue a su oficina, metió sus cosas en tres cajas de cartón y una bolsa, le dijo adiós a su gente y se fue a matar el despecho en otros ámbitos, a ocupar un oficio menos ingrato que los forcejeos políticos: se dedicó a ejercer la docencia en el colegio “Pedro Guzmán Gago”, de Valencia. No es que sea muy cómodo tener que optar por el Gago después de salir del Feo, pero bueno, tampoco había para dónde coger. Ya se fue Cindy Crawford; nos queda Lila Morillo.
Sayago rumió su desconcierto durante meses, llamó en varias ocasiones a Salas Römer para que al menos le explicara por qué demonios su hijo le había dado base por bolas sin tener hombre en circulación. El candidato lo toreó, le sugirió un poco de paciencia, le explicó que hay cosas inevitables en la vida y que a fin de cuentas el joven Henrique Fernando era ya como muy grandecito para estar recibiendo regaños del papá. Hasta que un buen día le dijo Está bien, Sayago, vamos a vernos la primera semana de diciembre. No olviden las fechas: primera semana de diciembre de 1996. Facilito. Ni siquiera les estamos pidiendo que memoricen un día específico.

La muerte pega primero

El ex secretario, quien vivía con su hermana y su madre en Valencia, no era hombre acostumbrado a desaparecer de su hogar, ni siquiera a ausentarse durante unas horas sin avisar para dónde y con quién iba a estar. De allí la alarma de sus familiares cuando, el día viernes 29 de noviembre de 1996, anocheció y Alejandro José Sayago no se reportó como de costumbre. La espera se prolongó hasta más allá de la madrugada; Sayago no respondía las llamadas en su celular. Entonces sus hermanos supusieron o intuyeron algo: a lo mejor el Alejandro José se había ido en su automóvil (un Ford Festiva) para Chichiriviche, en el estado Falcón, donde tenía una casa de playa a la cual iba de vez en cuando a vacacionar. No se apresuraron a iniciar la búsqueda, sin embargo; faltaban todavía una cuantas horas para que la alarma les hiciera pedazos la paciencia.
El detonante que necesitaban para lanzarse a actuar les llegó el día 30 de noviembre: una de las llamadas realizadas al celular de Alejandro fue al fin atendida por una mujer. Al escuchar la voz del hermano de González Sayago, la mujer que atendió le cedió el aparato a un hombre cuya voz sonaba como la de alguien recién rescatado del fondo de una cisterna llena de aguardiente: “Alejandro tuvo un accidente en Tucacas, más tarde va para allá. Y no llamen, no jodan más”. Enseguida unas carcajadas, el celular enmudecido y nuevamente la angustia: ¿quién había atendido el teléfono y qué clase de noticia era esa del accidente en Tucacas? Entonces dos de los hermanos de Alejandro José, entre ellos Rafael González Sayago, emprendieron el viaje rumbo a Chichiriviche.
Llegaron a la casa de playa, tocaron la puerta, gritaron varias veces, y nadie contestó. Iban a marcharse, pero Rafael tuvo un pálpito de esos que enfrían la sangre. Treparon por una pared, forzaron una puerta. Entraron en la habitación y allí estaba, en efecto: amordazado, atado de pies y manos, hinchado y con una coloración imprecisa entre el morado, el verde y el amarillento. Sólo tenía puesto el interior; el cuarto y toda la casa estaban llenos del olor propio de los cuerpos descompuestos.
Hasta ese día, Henrique Salas Römer siempre había llegado de primero en cuanta competencia política había participado; esta vez, la carrera del encuentro con Alejandro José Sayago se la ganó, con pocos días de ventaja, nada menos que la muerte. Y ya sabemos que contra esa dama, mi gente, no hay encuesta que valga.

Carrito pa’gozá

Un protocolo de autopsia no tiene por qué ser un documento hermoso, no tiene por qué hablar de las verdes campiñas de mi tierra florida y del candoroso zumbar de las abejas en primavera, pero el que emitió el doctor Tito Zerpa en la medicatura forense de Puerto Cabello, con detalles del estado en que se encontró el cuerpo de González Sayago, resulta particularmente macabro. Aunque parezca accesorio el detalle, agregaremos que la autopsia debió realizarse en el cementerio, en presencia de los hermanos del difunto. Y ese fue apenas el primero o segundo momento de consternación para la familia desde que supieron de la muerte del profesor y ex secretario de obras públicas; sobre los demás se expondrán un par de cosas más adelante.
En resumen, el informe anotomopatológico da cuenta de hematomas en la región occipital, el temporal izquierdo y el lado derecho del cuello; dice que presentó un doble amordazamiento, con tela de paño y con una cuerda de nylon, el cual le tapaba al occiso la boca y las fosas nasales; las manos atadas detrás del cuerpo, muy apretadas, “con aprisionamiento individual de cada muñeca, a su vez atadas al amordazamiento colocado en la boca”. Los tobillos también estaban atados con la cuerda de nylon y la tela; la cara la tenía “aumentada de volumen, de color verde oscuro” (...) “El orificio anal abierto, evertido, con la mucosa gasificada, formando burbujas”. En resumen, el protocolo de autopsia determinó que la causa de la muerte fue asfixia por sofocación.
¿Somos morbosos, crueles, insensibles, inconscientes, ignorantes de que una lectura dominical no debe contener este tipo de cuestiones? Sí, somos todo lo anterior. Somos malos, sangrientos, insoportables, casi adecos. Lo que sucede es que más adelante hablaremos de la decisión de un juzgado que asegura que no hubo violencia contra Alejandro José González Sayago. En fin, hasta malos narradores somos; cómo se nos ocurre adelantar una cosa que debería estar más bien al final.
Pocos días después del hallazgo y el sepelio, a Rafael González Sayago comenzaron a llegarle informaciones de buena fuente: había gente que aseguraba haber visto a unos vecinos de la familia González con el Ford Festiva del difunto, y que habían trascendido ciertas conversaciones muy reveladoras. Todo el cúmulo de indicios fue a caer en manos de la PTJ, que tras una investigación, unas detenciones y unos interrogatorios, determinó que los asesinos de González Sayago habían sido Giovanny Benito Bastelli y Reydi Mayora Escalona. El padre del primero de ellos había sido en vida amigo de la víctima, y el propio Giovanny era, en efecto, vecino de los González.
La detención de Bastelli y Mayora, junto con tres personas más (a éstas, por aprovechamiento de objetos provenientes de un hecho punible) se produjo el 12 de diciembre; el 29 de ese mismo mes, la jueza Marbelis Rossi les dictó auto de detención por homicidio calificado y robo. En su declaración, los dos implicados contaron una historia de lo más simpática. Echenle un vistazo: ellos iban caminando tranquilamente por una calle de Valencia cuando González Sayago los llamó desde su vehículo, Hey, móntense. Ellos subieron al carro y se fueron a tomar unos tragos, pero como el local donde fueron estaba cerrado, a Sayago se le ocurrió una idea mejor: Vámonos a Chichiriviche. Y allá van los tres, rumbo a Chichiriviche.
Una vez en la casa de la playa, comienzan a tomar whisky; qué vida tan dura, hermano. De pronto, González Sayago les dice a los otros dos que tiene sueño y se acuesta a dormir, entonces a éstos se les ocurrió (estamos detallando su declaración, no lo olviden) que sería una buena idea llevarse el carro del hombre para rumbeárselo por las calles de Valencia, y eso fue lo que hicieron. Ah, pero antes amordazaron al hombre, para que le costara un poco de trabajo salir a denunciarlos, mientras ellos se gozaban el carrito en la capital de Carabobo. Tal fue su declaración.

Fechas, papeles, tribunales...

El 29 de abril de 1997, la jueza segunda de primera instancia en lo penal, Nadezka Torrealba, le dio libertad a Bastelli y Mayora, al cambiar la calificación de homicidio calificado y robo, por los de homicidio culposo y hurto simple. La jueza apoyó su decisión de cambio de calificación en algunos hechos sobre los cuales la jurisprudencia es bastante estricta y específica. Una de ellas: las declaraciones de los implicados no constituían confesión, por cuanto ellos no admitieron haber asesinado a Alejandro José González Sayago, simplemente contaron qué había sucedido la noche del 29 de noviembre. En cuanto al asunto del robo, dice la magistrada que cabe la calificación de hurto simple, por cuanto “existe el apoderamiento de la cosa mueble, sin el consentimiento del dueño con el ánimo de lucrarse, sin que mediara violencia o amenaza”. Por lo cual, concluye la jueza, los acusados cometieron el delito de hurto simple. Reconoce la jueza que los muchachos vendieron el vehículo del difunto, y por lo tanto hubo intención de lucrarse.
Sigue la cronología: en mayo, la familia González Sayago y un fiscal del Ministerio Público apelan ese cambio de calificación; el Tribunal Superior de Coro dejan sin lugar las apelaciones. En junio, Rafael González Sayago denuncia el caso ante el Consejo de la Judicatura y ante la Fiscalía General de la República. En julio, el juez accidental Carlos Alberto La Cruz, de Coro, decide que las apelaciones de González Sayago y el fiscal del Ministerio Público eran incorrectas. A estas alturas, faltaba la indagación de los encubridores involucrados, así que en agosto el juzgado Tercero le envía una notificación a uno de los encubridores (por correo), a lo cual el ingrato no ha respondido. Septiembre: la Fiscalía General designa como fiscal del caso a Nelson Ferrer, fiscal II de Coro. Octubre: se inhibe la jueza Nadezka Torrealba. Diciembre de 1997: revisión del expediente por parte del Inspector Nacional de Tribunales de la Fiscalía.Continuamos: enero de 1998: solicitud de captura contra Omar Pérez, el encubridor que falta por declarar. Marzo, abril, mayo, junio y meses siguientes: continúa el papeleo profuso e inacabable por mil oficinas, mientras Giovanny Bastelli y Reydi Mayora se burlan de lo lindo cada vez que tropiezan en la calle con Rafael González Sayago. Tienen motivos para reírse: están libres. Ya ustedes los conocen: son aquellos chicos chéveres, simpáticos, grandes jodedores. ¿Recuerdan la travesura aquella, el “hurto simple” del carro para salir a pasear en Valencia? ¡Ja, ja, ja! ¿Y la echadera de vainas por el celular, y los hematomas? ¿Y el amordazamiento doble? ¡Ja, ja, ja! ¿Y las lesiones múltiples? ¿Y la cara aumentada de volumen, de color verde oscuro, la asfixia por sofocación? ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja!
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Publicada el 9/8/98, en El Nacional, con el mismo título.

noviembre 17, 2005

Cómo reconocer al Cordero

  • No fueron amigos, ni conocidos; ni siquiera vivieron en el mismo lugar. Pero ciertas manifestaciones del caos humano de nuestras ciudades se encargaron de conducir sus vidas por caminos afines, rumbo a tragedias simultáneas
Alexis Pérez tiene 23 años, los mismos que tendría ahora José Ramón Carrillo si un loco avatar no le hubiera interrumpido la juventud; Jairo vivió hasta hace un mes en la urbanización La Rosa, en Guatire; José Ramón, en Turmero, estado Aragua; Alexis siempre ha sido un muchacho inquieto, lo mismo que José Ramón. A ambos le dio por lo mismo desde temprana edad: la droga es una tentación muy fuerte para algunas almas desprovistas de la necesaria coraza moral, y ni Alexis ni José Ramón contaban en su equipaje existencial con una familia lo suficientemente fuerte como para soportar los llamados de ese oficio tan intenso como perjudicial como lo es la sobrevivencia, a lo macho, en unas calles que son selvas de cemento. Héctor Lavoe dixit.
Alexis tuvo sus encontronazos cuando adolescente, y antes de la adolescencia. Tan duro y parejo le dio el muchacho al cuerpo que al cabo de pocos años tuvo que ser recluido en un centro de desintoxicación, fulminado o en vías de nocáut fulminante a causa del consumo de estupefacientes; tendría 19 años cuando decidió dejarse de eso, y un año más cuando pudo decir con la frente más o menos alta que había ganado la batalla.
Caso José Ramón Carrillo: allá en el barrio Guanarito de Turmero se había ganado una imagen de cazador de peleas, de guerrero irreductible y maloso. Ya se sabe que sobrevivir en esas condiciones hasta más allá de los 20 años es hazaña de particulares matices, así que no pierdan de vista el detalle.
En ambos se operó idéntica transformación, nadie sabe si por azar, por reflexión propia o por insistencia de sus allegados: cuando ya ambos cruzaban la raya imaginaria de los 20 años, un súbito halo de luz descendió de los cielos y aterrizó en aquellas mentes atormentadas. El resultado del aterrizaje fue que los dos sintieron la necesidad de acercarse a Dios y lo hicieron por la vía más expedita: acercándose a los predicadores que más fuerte gritaban en sus respectivas comunidades.

Cordero de Dios

Cuando estaba transcurriendo toda aquella etapa dura y semisalvaje de Alexis Pérez, para desesperación de una familia que no encontraba como mantenerlo tranquilo en el carril, vivían en San Cristóbal. Luego del impostergable paso del muchacho por las manos del Señor, decidieron trasladarse a Guatire, un pueblito ahí que no tiene ni el clima ni la descongestión ni las posibilidades de estudio o trabajo —en una palabra: ni una de las ventajas— de San Cristobal, pero sí tenía algo fundamental: quedaba bien lejos de la influencia de aquellos muérganos que le habían echado a perder el alma al buen Alexis. Después dicen que todos los andinos son dóciles y campechanos. Hasta allá fue a parar junto con su madre, una hermana y un hijo de ésta, de nombre Eduardo Pérez, de cinco años de edad.
En cuanto a José Ramón, también le salió mudanza de ciudad, aunque terminó quedando muy cerca del Turmero de sus desmanes; su madre vivía en Maracay y allá fue a parar, no sin antes realizar una pasantía de ocho meses en el hogar Renacer. Ya se dijo que le salió terapia de desintoxicación a causa de tanta droga. Una terapia que no fue sólo física: si a punta de citas bíblicas se puede desinfectar a alguien, puede decirse que el corazón de José Ramón Carrillo quedó como para un comercial de Ace, con Carlos Sicilia incorporado.
Una novela de Saramago hace ver que el auténtico cordero de Dios es el propio Jesús: el tipo a quien se va a inmolar con el fin de expiar culpas ajenas. Los corderos de Alexis Pérez terminaron siendo su madre y el pequeño Eduardo, su sobrino: el pasado 29 de agosto, en mitad de un arrebato de furia sólo comparable con aquellos que, años atrás, lo hacían rabiar en las calles de San Cristóbal, arremetió a puñaladas contra su confundida madre que jamás supo a qué se debía tanto frenesí. Las autoridades policiales contabilizaron 18 heridas en su cuerpo. El niño requirió menos ensañamiento. Sólo dos golpes fulminantes en el cráneo bastaron para que éste estallara con el sonido que los vecinos escucharon en su momento, sin poder identificarlo. Más tarde habrían de enterarse: la estructura y la densidad dentro de una cabeza humana son idénticas a las de una pelota de golf.
A José Ramón le llegó la hora de los grandes titulares ese mismo día. En la tarde le comunicó a su madre que iba a visitar a su hermana en el barrio Guanarito, en Turmero. Suponía el muchacho que los viejos enemigos no estarían esperándolo, que las viejas afrentas también se habían borrado debido a la intervención divina. No fue así, por supuesto: un José Terán cualquiera, rival con una memoria que funcionaba bien, sin mayores baches, lo identificó a lo lejos. Se le acercó, sacó el arma, le dio el insulto de despedida y le disparó dos veces. Fue llevado a un centro ambulatorio con una bala en el cuello y otra en la pierna, pero nada pudo hacerse. Salvar la vida es más difícil que salvar el alma.
Alexis fue detenido pocas horas después de su doble crimen; su actitud denotaba un extravío mental que será esgrimido como atenuante o como factor de exención de la pena. Aseguró que el niño era el Anticristo, y la madre de Alexis, una agente del maldito que intentó envenenarlo varias veces.
Una vez en su celda, intentó cortarse las venas con los vidrios de una ventana. Intento fallido; el cordero no tiene derecho a decidir nada sobre su destino.
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La publiqué en El Nacional, en octubre del 98, con el título Cómo reconocer al Cordero de Dios.

noviembre 12, 2005

Héroes y tumbas

¿Quién mandó al general a adelantarse hasta quedar tan cerca del enemigo, con ese traje vistoso, blanquísimo y flameante, como si se tratara del mismísimo Aquiles renunciando a la cólera para entrar en batalla? Pues eso fue exactamente lo que el general Crespo hizo, y el resultado de su osadía no tardó en producirse: sin haber comenzado siquiera la acción bélica con la que pretendía liquidar de una vez por todas a la diezmada banda de El Mocho Hernández, un anónimo francotirador sin puesto oficial en la historia le apuntó con un fusil Winchester y lo derribó para siempre con un proyectil de esos que duelen con sólo mirarlos: un caramelo calibre 45, de aquellos que utilizaban los pioneros norteamericanos para derribar búfalos a 80 metros de distancia.
En el informe levantado en aquella oportunidad por el médico Isaac Capriles pueden leerse expresiones más toscas que científicas –una de las más impresionantes: “La bala le entró más abajo de la clavícula derecha y le salió un poco detrás del cuadril izquierdo”–, pero fue ese el documento que registró la muerte del controversial caudillo, y que antecedió a su traslado oficial desde la funesta mata Carmelera, en el estado Cojedes, hasta Caracas, a donde llegó el 20 de abril de 1898.
Antes de su traslado a la capital, el cadáver de Joaquín Crespo, dos veces presidente de Venezuela, debió ser embalsamado a toda prisa por medio de un rudimentario proceso que duró ocho horas: fue vaciado, curado y tratado con las pocas sustancias disponibles, relleno de algodón y cubierto con cera y cal. En esas condiciones fue sepultado en el mausoleo construido años antes –conforme al diseño de Víctor Barret de Nazarís– en el Cementerio General del Sur.
Un siglo después
En el borde del tercer milenio, algo lejos ya de aquellos acontecimientos sobrecogedores, el sitio que el general Joaquín Crespo escogió como último aposento para sus restos y los de su familia ha perdido toda placidez. Desde mediados de los años 70, cuando el Cementerio General del Sur arribó a sus cien años de existencia, se ha hablado de la inmensa sobrepoblación de esos terrenos, de las prácticas vandálicas que se han detectado allí, como el “reciclaje” de las tumbas: cierto sindicato que vacía y revende los espacios donde reposan restos olvidados por los deudos. También se ha comentado y deplorado el desmantelamiento de los mausoleos, el hurto de las piezas de aluminio y otros metales, los mármoles e incluso las flores, para ser vendidos al mejor postor.
Pero la faceta más tétrica de esta suerte de ejército arrasador de tumbas es la práctica de rematar restos de cadáveres, supuestamente para la realización de ritos satánicos; otras versiones –que los sepultureros del cementerio confirman con toda la naturalidad cada vez que se les aborda– hablan de la venta de trozos de huesos que algunos malandros utilizan como amuleto o “contra” para alejar las balas.
El pasado fin de semana, decidida a dar una respuesta satisfactoria a los familiares de difuntos cuyas tumbas han sido saqueadas, la Prefectura del municipio Libertador, la gerencia de Cementerios Municipales de la Alcaldía, el Comando de Seguridad Urbana de la Guardia Nacional y la PM realizaron un operativo sorpresa cuyos resultados fueron elocuentes: 80 detenciones, recuperación de varios kilos de materiales robados y verificación de aquellas prácticas macabras: muchas tumbas habían sido profanadas y desmanteladas. El prefecto Ramón Flores y el gerente del cementerio, Richard Blanco, acuñaron un slogan brutal para definir la guerra que se avecina: prometieron “acabar con los zamuros, los delincuentes de cuello negro” que rondan en las noches por el lugar.
Entretanto, en mitad del operativo y de las declaraciones vino a colación el mausoleo del general Crespo, el más llamativo y pomposo –y quizá también el más descuidado– de todo el cementerio, y varios de los funcionarios que estaban al frente del operativo confirmaron los temores: también había sido profanado, y no ahora sino varias semanas atrás. Respuesta que hubiera dejado satisfecho a todo el mundo de no ser porque, apenas unos días antes del operativo, alguien muy bien enterado dejó caer por los lados de la División de Medicina Legal de la PTJ una delicada revelación: el cadáver del general no está en su mausoleo.
¿Dónde esta el general ?
En la Central de la PTJ nadie supo dar informes precisos al respecto y ni siquiera confirmar la noticia. En la Prefectura del municipio Libertador, tampoco: la Dirección de Inteligencia se había limitado a la persecución y captura de los responsables de un delito comprobado, pero, hasta donde se sabía, no se trataba de juzgar a los saqueadores de una tumba en particular. La GN tampoco parecía estar muy al tanto de cuestiones demasiado profundas; capturar bandidos es cosa de todos los días.
En el propio Cementerio General del Sur, en cambio, sobran los interlocutores extraoficiales: los propios sepultureros, aunque la naturaleza alegre y desenfadada de estos trabajadores suele prestarse más bien a suspicacias. Indagar por algunas cuestiones escabrosas en medio de las tumbas puede no ser agradable, pero sí muy enriquecedor si se sabe discriminar las informaciones. Así, supimos que el mausoleo de Joaquín Crespo es uno de los más visitados por fuera y también por dentro. Hace tiempo que la tumba fue violentada y mutilado el cuerpo –en vida, una mole de 1,90 metros de estatura y cerca de 100 kilogramos de peso– del mártir de la mata Carmelera. Especie difícil de creer porque, si bien una parte de la pared y la reja que circunda al monumento han sido derribadas para construir unas tumbas ajenas en el límite de su perímetro, el interior del mausoleo está cerrado con algunas cadenas y unos candados –detalle curioso al principio– sumamente nuevos, demasiado nuevos para una capilla en tal estado de abandono. Las sospechas se disipan al verificar las fechas del último difunto sepultado allí: Luis Enrique Capriles Crespo, 4 de abril de 1992.
Arriba, en la sala principal, puede verse el lugar de reposo de Ana Jacinta Crespo de Capriles, justo al lado de una escalera que comunica con la bóveda que contiene o debería contener los restos de Joaquín Crespo. Varias huellas pueden verse entre la escalera y el resto del mosaico que adorna el piso. ¿No debería permanecer intransitado el sagrado recinto del ex presidente? También puede verse un envase desechable de refresco, quizá lanzado desde afuera. Las simples sospechas quedan en segundo plano ante los testimonios directos, manidos y antiguos: frente a la tumba de Joaquín Crespo y su esposa han tenido lugar rituales de todo tenor, y durante muchos años los pies del general estuvieron expuestos a la intemperie.
Hoy, no es del todo necesario acercarse a la muy intimidante y misteriosa escalera mencionada arriba. Por la parte exterior puede el visitante acercarse a una puerta cerrada con cadenas –y otro candado nuevo– que comunica con el mismo lugar. Sólo que, al acercarse uno demasiado, se percibe un aire cargado de polvos y un ruido de insectos que obliga a no insistir más en la exploración.
Ultimo paseo por Caracas
Otras alternativas para buscar al general, para sacarle a alguien una declaración, aunque fuera una parte de la información acerca de su paradero: rastrear a sus descendientes vivos, hurgar con más ahínco en la PTJ, en Medicina Legal. Esta última opción –abordada, es verdad, tardíamente– desmenuzó todo el falso acertijo: el general Crespo había sido sacado de su tumba, es verdad, pero no por macabros asaltantes sino por una comisión de la División de Medicina Legal de la PTJ –a cuyo frente se encontraba el propio doctor Jack Castro–, a petición de los familiares y del Instituto del Patrimonio Cultural. Resultaron ser ciertas, de todas formas, algunas de las especies sacadas a la luz de manera risueña y extraoficial: los funcionarios de la Judicial sí encontraron los sellos de la tumba violentados, su tapa rodada de su sitio; el cuerpo, sepultado originalmente con su kepis, un sable y condecoraciones varias, fue hallado cubierto sólo por una especie de tejido de fique; vulgarmente, un saco de papas. Otras especies no confirmadas hablan de la mutilación del dedo meñique de la mano izquierda.El cuerpo momificado del general permanecerá bajo custodia de la PTJ mientras se realizan los muy reclamados trabajos de remodelación del espléndido mausoleo. ¿Irán a garantizar de verdad su integridad cuando la remodelación concluya y el general haya regresado de su último paseo obligado por Caracas?**
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* Publicada el 2/2/97 con el título La delincuencia actúa sobre héroes y tumbas.
** Dos días después de aparecer esta crónica el Instituto del Patrimonio Cultural envió a la redacción de Siete Días una carta en la cual se acusaba al autor de haber publicado una información sesgada. Entre otras cosas, decía que "el señor Duque (...) omite la labor de rescate emprendida desde hace meses por el Instituto del Patrimonio Cultural", y "es notorio el esfuerzo reciente de las autoridades municipales y de la propia administración del Cementerio, para mejorar los servicios generales que allí se brindan, incluyendo incrementar su cuido y vigilancia". Sí señor. Estaba tan bien cuidado el cementerio que el señor Duque olisqueó, vagó, esculcó e hizo sonar rejas como le dio la gana en el mausoleo de Crespo, y nadie se acercó a preguntarle qué demonios hacía en ese lugar. De todas formas, un año después, con motivo del centenario de la muerte de Crespo, el mausoleo fue reinaugurado por el entonces presidente, Rafael Caldera, y el general instalado en lujoso ataúd.

noviembre 11, 2005

La inútil caridad

La camioneta de la ruta UD-4 - Metro Zoológico hizo su recorrido habitual con toda normalidad; serían las las 10:45 am del 9 de febrero. En ella iba, entre otros pasajeros, Lisett Acosta (20 años, estudiante, niña hiperactiva). Cuando llegaron a la parada de destino, los pasajeros vieron como un grupo de Policías Metropolitanos requisaban a los usuarios de las unidades que estaban delante. Cuando le tocó el turno a la camioneta donde iba Lisett, un joven que había entrado en el vehículo en el sector Vuelvan Caras le dijo al chofer Ni se te ocurra pararte: sigue manejando, y lo dijo en un tono tan macabro que al chofer no le quedaron dudas: debía seguir manejando. Pero los de la PM se dieron cuenta de la cuestión y mandaron a parar; la unidad frenó, los policías se dispusieron a entrar a la camioneta y todo el mundo a sudar, a tragar grueso.
Uno de los PM entró, armado, y pareció identificar a alguien: Salte de ahí, le dijo al muchacho aquel, el de la orden terminante. Más se supo que aquel joven venía de asaltar un abasto en el sector Vuelvan Caras, y un pitazo a tiempo del portu había puesto a la autoridad sobreaviso. A pesar de que el joven obedeció mansamente la orden, el PM mantenía el arma en posición amenazadora, sólo que la persona a quien le apuntaba no era el atracador sino Lisett. Hubo unos segundos de tensión, el muchacho se dejó sujetar por las manos y comenzaba a dirigirse hacia afuera, cuando, en vista de que el cañón policial seguía apuntándole a Lisett, el instinto de conservación de la muchacha la llevó a decirle al policía: No dispare.
¿Qué cosa es más traicionera? ¿La mala intención o la incapacidad para controlarse en situaciones límites? Buen cuestionario para hacérselo a aquel agente, que resultó ser el distinguido Juan Da Silva, quien, perturbado quizá por la voz de la joven y por sus propios nervios de gelatina, hizo lo contrario de lo que ésta le pedía: una detonación loca y el proyectil viajó, directo y sin escalas, hacia el ojo izquierdo de Lisett Acosta.

Yo pido, yo exijo, yo solicito

La muchacha salió de la camioneta con el rostro bañado en sangre, clamando auxilio. La bala le había perforado el ojo, y dicen por ahí que eso duele. los policías presentes se comportaron de una manera a la que ya nos estamos acostumbrando: dieron la espalda y se marcharon del lugar. Por fortuna, una pareja de jóvenes que pasaba por allí en su carro recogió a Lisett y la trasladaron a la clínica Loira, a donde llegaron en cosa de 20 minutos. La atendieron de emergencia, le hicieron el tratamiento mínimo y luego la pusieron en manos del doctor Vicenzo Pérez, quien es amigo del padre de Lisett. ¿Y quién es el padre de Lisett? Pues el conocido periodista deportivo, especialista en beisbol, Humberto Acosta. La operación que se le realizó a la muchacha fue un éxito, en el sentido de que ella está con vida, pero el ojo lo perdió por completo. Cosa terrible para una jovencita linda que inevitablemente debe andar por el mundo dando la cara.
Días después del incidente los familiares de Lisett acudieron a la comandancia general de la PM para hablar de una posible indemnización por los daños y los gastos que ha debido echarse encima la familia. Los ingresos de la familia Acosta no son tan elevados como para soportar un trancazo millonario y los seguros no cubren lesiones provocadas por armas de fuego. La actitud del general Francisco Belisario Landis fue bastante honorable. Les explicó que no hay ninguna cláusula en la normativa de la PM que hable de indemnizaciones a civiles, pero, en su afán de paliar de alguna forma la lesión de la joven, les ofreció contratarla para algún cargo, y así proporcionarle derecho al seguro de los funcionarios; la fórmula tropezó con mil trabas burocráticas y el general Belisario tuvo que declararse incompetente para resolver la cuestión.
Más tarde se reunieron con el entonces gobernador del Distrito Federal, Abdón Vivas Terán, quien los despachó con este ofrecimiento: Vayan a la Lotería de Caracas, para que les den una ayuda. No se percató el simpático funcionario de que Acosta no estaba pidiéndole unos centavos con qué comprar unas latas de sardinas, sino una cantidad que les ayudara con las dos operaciones que se le han hecho a Lisett, la operación que viene y el tratamiento multidisciplinario que requerirá para poder llevar una vida digna.
En vista del desinterés oficial, la familia ha decidido elevar el caso a manos de la Fiscalía General de la República, y seguir endeudándose, recibiendo préstamos de familiares y amigos, para no caer en el mecanismo que les sugirió el buen Abdón: hacer la cola de los recogelatas e indigentes para suplicar un par de miles de bolívares, allá en la Lotería de Caracas.

Noveno inning


En estas cosas venía pensando Humberto Acosta hace unas semanas, en una camioneta de la ruta Caricuao-El Silencio, cuando de pronto notó una agitación fuera de lo común alrededor de la camioneta, a la altura de El Paraíso: un grupo de policías motorizados, Los Pantaneros, le hacían señas al chofer para que se detuviera. Arrúguense, medias, ahí viene la autoridad.
El chofer obedeció; dos policías entraron a la unidad, los demás se ubicaron afuera, en posiciones estratégicas. La orden del que dirigía las acciones dentro de la camioneta no dejó lugar a dudas sobre lo que estaba sucediendo: Señores pasajeros, bajen la cabeza. Y tú, coñoetumadre, bájate con las manos arriba. Acosta hizo lo que se le indicaba y analizó la situación: estamos en el noveno inning, el equipo está ganando por una carrera pero los rivales tienen tres hombres en base, con un out; nuestro pítcher es Rafael Caldera y batea Bob Abreu. Cualquier pitcheo en falso y se pierde el partido.
Sucede pocas veces en el beisbol de la vida, pero esta vez ocurrió: el hombre fue sacado de la camioneta sin necesidad de disparar. Caldera ponchó a Abreu y se salvó el partido, por ahora.
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Publicada en El Nacional el 25 de octubre de 1998. Mismo título.

noviembre 08, 2005

Cuando dar a luz se convierte en un castigo

María Levis Hernández tiene 25 años; ella y su esposo, Jairo Rubén García, viven en el barrio José Félix Ribas de Petare, y entre ambos se la han arreglado para sobrevivir en el mejor estilo posible dentro de la humildad y esa mamazón hereje que ya todos sabemos. Son gente pobre, saben lo que es dar trompadas contra todo bicho en esos cerros y por lo tanto saben muy bien cómo sobrevivir a todo tipo de amarguras y violencias. Bueno, hay violencias de guantes y bata blanca que resulta un poco más difícil de enfrentar que a la de los malandros. Ya sé que ustedes quieren saber lo que pasó con ellos, pero rápido; no se preocupen, a eso vamos.
A principios de 1997, María Levis comenzó a notar una sospechosa tardanza en la menstruación, así que hizo lo que cualquier mujer normal suele hacer en esos casos: se fue a coger color en la playa, le comentó la cosa a sus amigas más cercanas y luego acudió al laboratorio para hacerse una prueba de embarazo. Una prueba que, por supuesto, arrojó un resultado positivo. Qué esperaban ustedes. Si la puntería no le había fallado a su esposo en dos oportunidades anteriores, no tenía por qué dejarlo mal parado ahora.
La familia celebró la noticia de que se avecinaba un tercer soldado que alborotara la casa y comenzó lo que ya ustedes saben: aquella compradera de ropa, la selección de los padrinos, las apuestas sobre el sexo de la criatura, la compra de las telas, la suegra toda brava, caramba, yo recomendándoles unas telas verdes, muy simpáticas, para que estos muérganos vengan a decidirse por aquel otro azul turquesa, qué gustico, muchacho, los hombres no deberían intervenir en estas cosas. Los ajetreos normales de la prenatalidad.
Comenzó a controlarse el embarazo en el Materno Infantil del Este, y la cuestión transcurrió sin mayores sobresaltos hasta el quinto mes de gestación, cuando se supone les iban a revelar el sexo del nene. Ella quería varón y él hembra; hicieron una apuesta y esperaron el veredicto del ecosonograma. El doctor les dijo ganó usted, señora; y por partida doble, porque ese enredo de piernas y cabecitas que se ve en la pantalla es la pelea a mordiscos que tienen sus dos niños: María Levis tenía en el vientre un par de gemelos fuertes y rozagantes. Una vez superada la sorpresa, sacaron unas cuentas y el médico llegó a la conclusión de que aquellos infantes debían venir al mundo el 28 de septiembre de 1997. Muy sabrosa la noticia, a pesar de que ahora las compras y los gastos tenían que ser por partida doble. A acostumbrarse, mi gente, ya van a saber lo que es cambiar dos pañales y calentar dos teteros al mismo tiempo.

Doctor: qué dedos
tan sabios tienes

Unos días antes de esa fecha, María Levis comenzó a sentir unas molestias que le parecieron sospechosas; el día 27 ya la cuestión parecía una clara señal de que los chamos estaban buscando la puerta de salida, así que se fueron a la maternidad Concepción Palacios y entraron por emergencia. Un doctor los atendió, todo sudado porque allí es costumbre que haya treinta mujeres con los dolores y a ninguna se le puede conceder privilegios a menos que se le estén desgarrando las entrañas. Así que el forcejeo es constante y bestial, por lo cual el tipo ni arrugó la cara cuando Jairo Rubén García le dijo que su esposa estaba por dar a luz. Simplemente súbase en esa camilla, abra las piernitas y vamos a ver qué hay.
Detalle importante: la pareja le mostró un informe del obstetra en el que podía leerse claramante que la joven presentaba alto riesgo obstétrico, embarazo gemelar de 39 semanas más 6 días y pre eclampsia leve. El doctor miró aquellos papeles con la misma intensidad con que un tiburón blanco miraría una ensalada de tomate con cebolla y pepino, y se dispuso a hacerle un tacto. ¿Y qué es un tacto? Bueno, ustedes nada más acuérdense del dicho: los ginecólogos trabajan allí donde usted disfruta. Y no me molesten más con ese tipo de preguntas.
El hombre realizó su tacto, lo pensó dos segundos y le dijo a la pareja que volviera dentro de dos semanas. ¿Cómo? ¿Y el informe? ¿Y la pre eclampsia, que yo no sé qué diablos significa pero suena demasiado feo para dejarlo de ese tamaño? Tranquilo, galán, llévese a la hembra y me la trae dentro de dos semanas. El diagnóstico que a su colega del Materno Infantil del Este le costó meses de esfuerzo y observación, al doctor de los dedos sabios le tomó apenas medio minuto de exploración digital para rebatirlo. Qué genio, qué grandeza la de este tipo; tocando arpa debe ser una estrella.
María Levis y su esposo salieron de allí más confundidos que un finlandés paseando a mediodía por Maracaibo, se fueron a su casa y durante unos días torearon hasta donde se pudo el malestar y las incomodidades. Un día que la muchacha amaneció más delicada que de costumbre se fueron nuevamente a la maternidad para que la atendieran de emergencia, ya estaba bueno de espera. Cuando llegó la miraron de arriba abajo y decidieron, ahora sí, ingresarla. Lo cual muchas veces no representa ningún alivio, porque como ustedes deben saber, amigas parturientas de Caracas y pueblos circunvecinos, allí el procedimiento es el que sigue: usted se mete en una habitación donde hay cincuenta mujeres pegando unos alaridos de espanto, y la regla es que las que chillen menos fuerte es porque pueden ayudar a las que lanzan los gritos más poderosos. ¿Y los doctores? Allá abajo, atendiendo a las que por fin van a dar a luz, seis horas después de haber entrado. ¿Y las enfermeras? Bueno, hay allí unas doñas tan joviales que de de vez en cuando se asoman y entablan indefectiblemente la misma conversación con las mujeres:
—¿Te duele?
—¡De booooooo...!
—Ah, pero cuando lo estabas haciendo sí gozabas, ¿ah?
No es un invento, hijos míos. Ustedes, amables lectoras de los segmentos A y B de la población, pueden preguntárselo a sus congéneres de los grupos C, D, E, F y el resto del abecedario a quienes les ha tocado parir en esa maldita buhardilla que queda en San Martín. Y no crean tampoco que es un insulto machista, inventado y difundido por borrachos de plaza. Nada de eso. Quienes así humillan a las parturientas son mujeres de cuatro piezas, tan dulces y tiernas como un caramelo de ácido muriático y algunas tan sexis como una lavadora de rodillo.

Vidas paralelas

Cuando la muchacha entró a la Sala de Emergencias se encontraba en un estado tan deplorable que decidieron atenderla: se le pararon a un lado y le dieron las instrucciones de rigor: respira hondo, puja, mija, puja. María Levis realizó el esfuerzo de su vida hasta que lo logró: bienvenido el primer chamo al planeta más lindo del sistema solar, con la excepción de Saturno que tiene unos anillos ahí más o menos. Pero cuando estaban aupándola para que expulsara al segundo el organismo se resintió y le sobrevino un paro cardíaco. Entonces sí: a correr, muchachos hay que hacerle una cesárea. Cuchillazo profundo en el vientre, extracción del segundo bebé y, junto con él, el útero, los ovarios, trompas, ligamentos. Histerectomía, llaman a eso los galenos.
El percance culminó con los dos bebés a salvo y María Levis Hernández derrumbada en una cama, con esperanzas nulas de recuperación. Pocas horas después entró en estado vegetativo. Cuando la subieron a la habitación, había allí una compañera de infortunio, otra joven dormida profundamente ante la mirada de su madre. Se trata de Yurimar Armas, una muchacha de 19 años.
Una vez apaciguadas las primeras lágrimas, la gente de María Levis entabló conversación con la de Yurimar. Le hablaron de sus cuitas, del trato inhumano, del médico de los dedos maravillosos, de las candorosas comadronas. El contrarrelato de la otra señora, madre de la compañera de habitación y de sueño obligado, fue el mejor consuelo que pudieron encontrar.
Era octubre de 1997; Yurimar estaba en estado vegetativo desde abril. Su proceso fue algo distinto, más elemental que el de María Levis: ella había tenido un primer parto en el que le practicaron cesárea, pero la segunda vez los médicos esperaban que tuviera un parto natural, pasando por alto el hecho nada despreciable de que la joven padecía de una hernia umbilical. Sólo que en el momento de ser anestesiada le perforaron la duramadre y esto le ocasionó trastornos de alta factura. Para evitar los recovecos técnicos, limitémonos a decir que a la muchacha también se le practicó una histerectomía abdominal, que como ya sabemos consiste en la extirpación de buena parte del aparato reproductor. A su esposo terminaron por botarlo de su trabajo debido a los largos permisos que debió tomarse para poder atenderla. Lo cual no es ningún alivio: sin una entrada de dinero pocas cosas pueden hacerse con los días libres, como no sea desesperarse.
El destino común ha ubicado a estas dos muchachas en similares circunstancias: están en la misma habitación, recuperaron el conocimiento pero apenas pueden escuchar, mover los ojos, comunicarse por medio de unas señas entrecortadas y aparatosas. Los allegados de ambas acudieron al Comité de Familiares de Víctimas por Mala Praxis Médica, y ambas han colocado sus denuncias. El caso de María Levis está en el tribunal 19º de primera instancia; el de Yurimar, en el 12º penal.
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Lo escribí para mi página de El Nacional, probablemente en 1997 ó 1998. Pero ¿saben qué?, no recuerdo ni tengo forma de averiguar la fecha exacta. Si alguien me hiciera el favor de hacerlo por mí, se lo agradecería.

octubre 26, 2005

¿Quién se supone que eres?

Quizá ustedes no lo recuerden a él, pero sí a la circunstancia: el 5 de febrero aparecieron por primera vez noticias suyas en los periódicos del país, luego de protagonizar una hazaña más digna del pato Lucas que del hombre araña, o, para que lo entiendan los más jóvenes, más digna de Homero Simpson que de los Power Rangers. Luego de arrebatarle una maletín con ocho millones de bolívares a un comerciante en Quinta Crespo, discutió con un compañero de faena o con un par de nuevos atracadores –la policía no lo ha precisado aún, y acá mismo comienza a enrederse el asunto–. Al no ponerse de acuerdo los choros en cuanto a quién debía quedarse con el botín, la conversación post atraco degeneró en un intercambio de disparos entre maleantes del cual salió él, Julio Chacón Sanguino (46 años), con una bala en el cuello.
Como suele ocurrir en estos casos, un transeúnte de nombre Ramón Angulo Mora, quien no tenía nada que ver con el atraco y mucho menos con la discusión, recibe un impacto de bala en una pierna. Aparece una comisión de la Policía Metropolitana; el maletín lleno de dinero, abandonado por los hampones que se lo habían quitado poco antes a Chacón Sanguino –ladrones robando al ladrón–, es recuperado por los agentes y devuelto a su dueño original; los policías detienen de inmediato a Chacón Sanguino y también a Angulo Mora, quien en mitad del mariquerón que se armó fue confundido con uno de los delincuentes y por lo tanto le salió su merecumbé de rolazos dentro de la patrulla.
Ambos son llevados al hospital Vargas, donde atienden de emergencia e intervienen quirúrgicamente a Chacón Sanguino, mientras que al señor Angulo –pacífico habitante de Carora que estaba por casualidad parado frente a una quesera, esperando el camión que iba a trasladarlo a su terruño, cuando se desató el tiroteo– lo reseñaron como delincuente, le curaron la herida con la misma delicadeza que un mecánico suele emplear para tumbar una transmisión, y lo trataron como al perro más vil mientras lo llevaban a la comisaría de la PTJ de El Paraíso, a ver si confesaba su participación en el frustrado asalto.
La buena suerte de Chacón Sanguino se comprende; el hombre estaba herido en el cuello y en esas condiciones no parecía ser muy peligroso. La mala suerte de Angulo Mora también puede comprenderse, a causa de su condición de caroreño –que lo diga Luis Alberto Crespo– y a causa también de su primer apellido.

Gran escondite

Después de esta insólita primera parte de la historia se produjo un capítulo que, ciertamente, borró la imagen de candidez de todo el episodio y sus principales actores. Chacón Sanguino, convaleciente aún en la sala número 15 del hospital Vargas, recibió una visita a eso de las 2:30 de la madrugada, cinco horas después de concluida la operación que le salvó la vida y 16 horas después del estúpido altercado de Quinta Crespo. La súbita visita estaba integrada por un grupo comando integrado por veinte hombres que, armados hasta la médula y actuando con toda la rapidez del caso, sometieron a los policías y vigilantes destacados en el centro asistencial, fueron directo a la sala 15, se echaron en hombros a Julio Chacón Sanguino, abordaron unas camionetas estacionadas afuera y desaparecieron sin dejar huellas ni traumas en el hospital. Sólo después de esta acción se supo que el otro detenido, Ramón Angulo Mora, no tenía relación alguna con los acontecimientos; hasta aquí, la historia conocida, o por lo menos la parte reseñada en estas y otras páginas de la prensa nacional.
Pocos días después de tanta agitación y tanto detalle asombroso y confuso, exactamente el domingo 9 de febrero, la División de Inteligencia de la Policía Metropolitana anunció la recaptura de Julio Chacón Sanguino en el barrio El Tamarindo de Guarenas. Otra de Homero Simpson: el caballero sabía que lo del rescate había sido reseñado en muy alto tono por la prensa nacional, y que por lo tanto los cuerpos policiales –instituciones a las que no les suele caer bien que se burlen de ellos de esa manera– iban a buscarlo hasta debajo de las piedras, fue a esconderse, pero, ¿dónde? ¿En una concha recóndita? ¿En un pueblo remoto de los llanos apureños? ¿En un confín de los Andes majestuosos? ¿Tres metros bajo una estatua de la Isla de Pascua? No: el audaz y superpeligroso delincuente fue a buscar refugio en casa de su concubina –Josefina Flores, 49 años– y de su cuñado –Luis Flores, 34–, o lo que es lo mismo: en el lugar donde primero y con más ahínco iban los sabuesos a montarle cacería. Los hospitalarios hermanos Flores fueron detenidos en el acto por complicidad y por otras cuestiones inaceptables de su pasado.
Breve pausa para organizarnos: Chacón Sanguino vuelve a ser detenido, fotografiado, presentado a la prensa y puesto a buen resguardo, esta vez sin las comodidades que le habían prodigado una semana atrás en el hospital Vargas. Un aspecto curioso de toda esta odisea fue la declaración que aportó en su oportunidad el coronel Jesús Benítez, Jefe de la División de Inteligencia de la PM: la evasión de Chacón Sanguino del hospital Vargas no había sido producto –como fue informado a la PTJ y lo ratificaron en sus declaraciones el personal médico, los vigilantes y algunos pacientes compañeros de habitación del hombre en la sala 15– de una operación comando. No señor: Chacón Sanguino se escapó solito y sin ayuda, burlando a la vigilancia y caminando por sus propios medios, cinco horas después de haberle sido extraído un proyectil de la cerviz.
Todo un varón, y además un varón cargado ya de leyenda. Lo cual no es todo pues, como veremos a continuación, lo del atraco y lo del Vargas –en cualquiera de sus dos versiones– son episodios destinados a palidecer ante la faceta mas sensacional de este Julio Chacón Sanguino, todo un dolor de cabeza antes y después de que los investigadores de la PM y la PTJ se decidieran a ponerle seriedad y entusiasmo al caso.

Yo, el otro

El 10 de febrero de 1997, a raíz de la recaptura de Julio Chacón Sanguino, en varios periódicos de la capital aparecieron su fotografía, las de su concubina y su cuñado. La suya presentaba a un caballero de baja estatura, algo pasado de kilos, mal afeitado y con una cara de aflicción que sólo puede uno entender si se tiene en cuenta los trastazos que le ha tocado dar entre Caracas y Guarenas desde que tuvo aquella penosa ocurrencia –esa de tumbarle el maletín al comerciante de quesos de Quinta Crespo– hasta la fecha, pasando por el momento en que el médico Alexander Viera le hundió el bisturí en el cuello para extraerle el proyectil calibre 38. Fuera del contexto de las historias en que se ha visto involucrado, su imagen inspira más bien la simpatía del sujeto bonachón, con más afición por el churrasco y las morcillas que por las armas de grueso calibre: “Con que ese es Julio Chacón Sanguino”, dice el lector de las páginas de sucesos, conforme y convencido de estar recibiendo la revelación, la evidencia de que el tipo en efecto existe. La noticia veraz e irrefutable: una más en este doloroso renglón del cada día caraqueño.
Pues no; rotundamente, no. Porque resulta, para variar –y para terminar de agregar las aristas, ingredientes y guirnaldas que le faltan a su ondulante trayectoria– que el gordito triste, flatulento y entregado a los placeres sensuales que la policía presentó como Julio Chacón Sanguino, peligroso antisocial evadido del Vargas y recapturado por un comando de Inteligencia de la Metropolitana, ni siquiera se llama Julio Chacón Sanguino: su verdadero nombre es Marcelo Barboza (45 años), según las conclusiones a que llegó la División Contra Robos de la PTJ luego de practicar el correspondiente fichaje dactilar. “El Gocho Marcelo”, lo llaman en el mundo que lo ha visto crecer, y entre otros momentos de mayor o menor importancia exhibe en su currículum una fuga en el año 93 del retén de Tocuyito. Desde entonces era buscado intensamente por los cuerpos policiales y miren en qué circunstancias vinieron a capturarlo: justo después de otra fuga. Hay hombres que no pueden estarse tranquilos en un solo sitio. El resto de su campaña registrada oficialmente incluye algunas gracias llevadas a cabo desde 1985, poca cosa delante de lo que pudo descubrirse después: según la PTJ, tras los interrogatorios de rigor, Barboza, el ex Chacón Sanguino, dió las pistas necesarias para la captura de la banda a la cual pertenecía –¿la misma que lo rescató del Vargas?–, y a la cual se le atribuyen entre otras menudencias el asalto al Banco Canarias de La Florida –3 de noviembre de 1996– que les reportó, según informes divulgados en su momento, 193 millones de bolívares.
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Publicada en El Nacional, el 23/2/97, con el título: ¿Quién se supone que eres, Julio Chacón Sanguino?

agosto 19, 2005

El super agente 004

Es la pura verdad: el ser humano puede acostumbrarse a todo, a cogerle el ritmo a cualquier evento, a perfeccionar las técnicas para dominar equis situación. Ponga a un hombre en una situación atípica cualquiera, manténgalo metido de cabeza en ella y en poco tiempo obtendrá un especialista en esa situación atípica. Ponga a trabajar en la morgue a un hombre que se aterroriza en presencia de un cadáver y en pocos meses hará mejores autopsias que el doctor Jack Castro; ponga a Alfredo Peña en el Ministerio de la Secretaría y en breve lo hará mejor que Blanca Ibáñez –ella no era ministra, pero ahí-ahí. La costumbre, Ramón Antonio, la costumbre. Todo es cuestión de acostumbrarse y de mejorar cada día, si uno tiene empeño. A ese factor le debe la humanidad la existencia de García Márquez, Pavarotti y Omar Vizquel: pueden darse el lujo de proclamar que son los mejores en su ramo, porque bastantes horas de ejercicio le dedicaron a lo suyo.
En vista de ello, parece mentira que todavía los policías no hayan perfeccionado un arte que ya bastante falta les está haciendo. No, no es el arte de combatir a la delincuencia; en eso, sus méritos tendrán. Pero hay cada cosa, hermanos. En esta página no se acostumbra adelantar el final de las historias para obligar al lector a seguir el hilo de la narración, pero esta vez vamos a romper con esa maldita línea; el lector decide si quiere continuar leyendo hasta el final. De todas formas, este relato es tan parecido a otros anteriores que ya nada va a causarles sorpresa. En tres palabras: un funcionario de la Policía Municipal de Plaza, en Guarenas, mató a un niño de un disparo, en presencia de medio centenar de personas, y al día siguiente quiso hacerle creer a la prensa que la cosa había sido un enfrentamiento y que el muchacho era un delincuente.
Conclusión del segmento, antes de dar algunos detalles, para conectar esta historia con el contenido del primer párrafo: el lunes, cuando esta denuncia llegó a nuestras manos, quisimos revisar en la caja ubicada bajo nuestro escritorio –un archivo personal de casos publicados y por publicar– para ver cuántas historias de éstas, cuántos padres, esposas y hermanos han venido acá a contar cómo fue que uno o más uniformados masacraron a sus seres queridos. Me tomé la tarde sólo para contarlos; sumé 82, ocurridos entre 1996 y esta fecha (mayo de 1999). Y créanlo: esa cifra es un escupitajo de hormiga en comparación con lo que tienen en su poder la Fiscalía, las ONG, el Congreso, algunos abogados particulares, y ni hablar de los que nunca serán denunciados por miedo. ¿Será posible que a los policías no se les va a ocurrir nada distinto cada vez que pongan este tipo de tortas? ¿Estaremos condenados –nosotros y ustedes, los consumidores de noticias rojas del país– a leer siempre estos relatos con idéntica estructura? ¿Es que la práctica no les va a dictar nunca una forma distinta de asumir sus responsabilidades?

El indocumentado

El joven de esta vez se llamaba Miguel Alejandro Ruiz Vargas, tenía 15 años y era estudiante y jugador de bolas criollas. Y no miren con el rabo del ojo ni arruguen la cara: el chamo no tenía antecedentes ni entradas policiales. La noche del 12 de febrero había una fiesta a medio prenderse en una cancha de la urbanización Leonardo Ruiz Pineda, en Guarenas. A eso de las diez de la noche Miguel Alejandro decidió ir a esa fiesta, y allí se encontró con el capitán de su equipo; él estaba inscrito en un torneo de bolas criollas que iba a comenzar al día siguiente, razón por la cual le dejó la cédula un momento al capitán; el hombre era el encargado de inscribirlo. Cruzó un momento la calle para saludar a alguien, cuando de pronto llegó una patrulla y empezó a abordar a los presentes, ¿con qué objeto? Bueno, ni más ni menos, para pedirles los documentos.
Miguel Alejandro, que sus buenas razones tendría para temerle a los de uniforme en su condición de indocumentado temporal –su cédula se encontraba entre él y los gendarmes– y optó por correr a esconderse mientras terminaba la redada. Entonces apareció en escena el valiente funcionario William Pérez, placa número 004 (sólo le faltaban tres números para ser James Bond; imagínense si es eficiente este tipo, perdón, este funcionario), quien atisbó al peligroso malhechor que amenazaba con escabullirse. Hizo un disparo al aire; como el muchacho no dejó de correr entonces le metió el otro en la espalda.
Miguel Alejandro cayó inerte en medio de la calle. Hacía allá corrió la comisión policial y también la avalancha de vecinos que ignoraron la redada y la presencia de los super agentes para exigirles que llevaran al joven al hospital. Los funcionarios, muy diligentes ellos, subieron al muchacho a la patrulla 009 (excelente patrulla) y se lo llevaron al hospital “Luis Salazar Domínguez”, situado a pocas cuadras de allí.
No hay ni que decirlo: el joven llegó sin vida al hospital.

Curiosidades varias

Miguel Alejandro cayó en el pavimento y fue levantado enseguida para ser llevado al hospital, que queda a tres minutos del lugar de los hechos. Sin embargo, la patrulla se echó media hora en llegar. El cuerpo del joven estaba mojado, lleno de barro y de hematomas, como si acabaran de darle una golpiza y lo hubieran metido en un mal charco. El primer anuncio oficial a la prensa da cuenta de un intercambio de disparos y de un revólver calibre 38 que estaba en poder del joven. La policía no ha tenido la delicadeza de mostrar el arma incriminada, ni ninguna otra, para uno saber con qué estaba el muchacho enfrentando a la autoridad. Hay un informe, una prueba de la parafina que dio negativa (esto es, que dejaba establecido que el muchacho no disparó un arma en las 48 horas anteriores a su muerte). Un segundo informe, emitido después que el cuerpo estuvo paseando entre las delegaciones de la PTJ de Guarenas, Caracas y Caucagua, dice que la prueba de parafina dio positiva. Ni en la morgue ni en la funeraria quisieron que los familiares de Miguel Alejandro lo vistieran ni lo vieran de cuerpo entero. Algunos testigos han ido a declarar cuando se lo han solicitado; otros se niegan porque, según cuentan, han recibido un par de advertencias por parte de funcionarios de la Policía Municipal. El agente 004 está por ahí; unos dicen que suspendido, otros dicen que activo.
Pero está libre, como una paloma.
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En El Nacional, mayo de 1999. Mismo título.

julio 21, 2005

Los tiempos de fiesta no son para morir

  • A veces, francamente, no se sabe qué es peor: si el malandraje, o los guardianes del orden. Si llevarse un balazo en la cabeza, o caer en la emergencia del Pérez Carreño. A Darío Alfredo Molina Escalante, que no quería más que pasar una navidad en familia, le fue mal en todos lados. Pero por una vez -una, ya es algo-, se encuentran confesos y casi que convictos tres policías que nunca entendieron ese oscuro asunto de la ley

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Continuamos enumerando los clichés, los prejuicios, las asignaciones automáticas de etiquetas: así como de los maracuchos se dice que son casi argentinos; de los orientales, que son bebedores de aguardiente; y de las guayanesas, que son casi dominicanas; de los andinos se afirma que son cándidos, medio quedados, brutazos ellos. Uno ve a un andino de cerca y enseguida se acuerda de aquella propaganda de los niños pobres del páramo, y hasta provoca cantar aquella canción que parece definirlos tan bien: soy de Los Andes, soy todo corazón soy como el ruiseñor, etc.
Ustedes conocen también el otro cuento, el que los pinta como sujetos peligrosos, malos para todo, poco confiables: hemos tenido tantos presidentes andinos, y Venezuela está tan mal, que la gente no soporta la tentación de atribuirle tanto desperfecto al desfile de gochos que han pasado por Miraflores, desde Cipriano hasta Ramón Jota, pasando por el paradigma de los gorilas autóctonos, ese hombre a quien Rufino Blanco Fombona llamó Juan Bisonte Gómez Iscariote. Todo lo cual explica que en Caracas y en las ciudades más grandes se les tenga como pasto fácil de las burlas, de los chistes más ingeniosos y también de los más gafos. Esta era una vez un profesor de matemática, andino, que interrogaba en clase a un alumno paisano suyo.

-Diga usté, ¿cuántos grados tiene la circunferencia?
–Trescientos sesenta y cinco.
–Ajá, ¿y si la circunferencia es bisiesta?

Otro. Un atracador llega a un banco y amenaza a los presentes: A bajarse de la mula, al que no me dé los billetes lo pincho con esta jeringa que tiene sangre contaminada del virus del sida. Un gocho que estaba allí dice que no le va a dar nada, que vaya a quitarle la plata a su mamá, no sea pingo, no sea toche, sacúdase. El asaltante dice: Àasí es la cosa?, y le vacía en un hombro la sangre repleta de VIH. Cuando el ladrón se va, el público presente se le acerca al andino: Caramba, señor, Àusted no le tiene miedo a la muerte? ÀCómo se dejó inocular esa sangre? El tipo responde: Lo que ese ladrón no sabe es que yo tengo puesto un preservativo.

Sin derecho a la alegría

Más temprano o más tarde llega el momento de apartar a un lado el factor chiste, el factor alegría, y de asomarse a lo amargo de estas calles, por más que uno quiera escurrirle el bulto a esas cosas. Qué le vamos a hacer. Darío Alfredo Molina Escalante nació en San Cristóbal y vivía en el barrio El Onoto de Caricuao, pero no por ser andino era estúpido, ni por vivir en El Onoto era malandro. En otras palabras, no entraba ni en el lote del profesor ni en el lote de Juan Vicente. Pero, cuando se produjo su trágica muerte, le tocó recibir el mismo tratamiento que para el venezolano común merecen ambos personajes: los diarios (ayudados, claro está, por esos informes fabulosos de fin de semana que entrega la PTJ) lo presentaron como un bandido y luego, cuando llegó el momento de la necesaria rectificación, lo olvidaron, lo ignoraron con el olvido que merecen los mansos. De allí que su muerte venga a ser noticia sólo ahora, tres meses después de su ocurrencia.
Este Molina Escalante (33 años) se desempeñaba como chofer de camionetas por puesto allá mismo en Caricuao, y vivía de acuerdo con normas que pueden resultar extrañas en una comunidad candelosa como aquélla: nada de imponerse a fuerza de guapo y apoyado, ni de ganarse el respeto a base de demostraciones de fuerza. Sí, hombre, todavía hay gente que puede decir que vive de su trabajo, sin sonrojarse. Y todavía hay gente que, en el momento de los desastres y las injusticias, no encuentra la fórmula para explicar que eso no es un delito, sino todo lo contrario.
El pasado mes de diciembre había decidido ir a pasar las navidades allá en el Táchira. Por consenso, varios de los Molina fijaron como fecha el 20 de diciembre, muy temprano, para reunirse en casa de uno de los primos y partir para el terruño en un vehículo de la familia. Serían las 2:30 de la madrugada cuando llegaron Darío Alfredo, su primo José Armando y su prima Marisol, a la casa de Eriberto Molina; iban en el carro del primero de ellos. Detuvieron el vehículo y se disponían a bajarse cuando, de pronto, frente a ellos, se detuvo un Zephir verde oscuro, del cual salieron tres tipos armados con pistolas y un par de bates, que en nombre de la ley les ordenaron bajarse. Porque... Àa que no adivinan? Sí, ya adivinaron: aquellos hombres se identificaron como policías. Qué novedad. Casi no han salido casos de ese tipo en esta página. Los Molina obedecieron, suavemente, dócilmente, como se supone que debe uno comportarse delante de alguien que tiene una pistola en la mano. Pero no había nada que hacer: aquellos hombres se acercaron y los marearon por completo, primero echándoles en la cara un aliento etílico, y después, a punta de batazos.
José Armando Molina retrocedió por el lado del copiloto y aguantó la carga de su agresor, hasta que éste logró pescarlo con un soberbio impacto en la frente. Entonces no le quedó más remedio que lanzarse al vacío por un barranco ubicado a su izquierda. Darío Alfredo, por su parte, no tuvo tanta suerte, pues además del par de golpes que recibió de aquella caricatura de beisbolista que lo acosaba, cuando trató de intentar un pisa y corre para protegerse, el policía-pelotero apuntó con la pistola y lo puso out para siempre, de un disparo en el occipital. Marisol Molina y los demás familiares, que ya habían salido a la calle, se deshicieron en gritos para tratar de ponerle freno a la agresión, y lo lograron aunque un poco tarde. Uno de los hombres se acercó a Darío Alfredo, lo volteó boca arriba, y le gritó a los otros que bueno, hermanos, por qué no nos vamos a otro sitio, ya por aquí se terminó el partido y el público no está muy contento que digamos con el resultado.

Sí, eran policías

Después que José Armando hizo maniobras de escalador para salir del barranco, los Molina levantaron el cuerpo de Darío Alfredo, quien aún estaba con vida, y lo llevaron de emergencia al primer centro de salud que les pasó por la mente: el Materno Infantil de Caricuao. Allí, por supuesto, les dijeron que no atendían ese tipo de emergencias, de modo que rodaron por esa autopista, llegaron al Pérez Carreño y allí lo atendieron maravillosamente bien, como se supone que lo atienden a uno en el Pérez Carreño: lo acostaron en una camilla y le metieron una sonda para aplicarle suero intravenoso. Y bueno, socio, espérame ahí mientras atiendo a los otros diez heridos de bala que tengo en la sala de emergencia. Allí estuvo unas horas, pero en vista de que ese pedazo de suero es de tan mala calidad que no logró repararle la masa encefálica a Darío, su gente decidió llevárselo a otro lugar. El estado del herido era lamentable, pero había que hacer lo posible por salvarle la vida.
El último movimiento lo realizaron a las 10:30 de la mañana: traslado de emergencia a la clínica Vista Alegre, que no es que sea la gran cosota, pero uno la pone al lado del Pérez Carreño y se ve como un cisne del Danubio al lado de una garza mierdera del Guaire.
En la clínica sobrevivió Darío Alfredo Molina unos 45 minutos más; antes de las 11:30 fue declarado muerto, y comenzó entonces la segunda parte del dolor para la humilde familia, que realizó unas diligencias mínimas para trasladar a Darío Alfredo hacia San Cristóbal, como era su plan inicial, y sepultarlo en su tierra. Así que allá estuvo en las navidades, pero no en plan celebratorio sino soportando la tristeza de los muertos.
Mientras tanto, en el barrio El Onoto la gente se encargó de confirmar lo que ya los Molina habían visto con alguna claridad en medio del desastre: los sujetos que agredieron a José Armando y Darío Alfredo eran funcionarios de la Metropolitana, y uno de ellos vivía muy cerca de la calle donde ocurrieron los hechos. Sus nombres: sargento segundo Pedro Rivero, sargento segundo José del Valle Liendo (el autor del disparo) y otro llamado William Mujica. Los tres estaban celebrando, justo ese día, su ascenso de rango dentro de la institución. ÀDe qué sirvió esa identificación, en un primer momento? De nada, porque dos días más tarde, en los periódicos apareció una noticia según la cual a Darío Alfredo Molina lo habían matado en un ajuste de cuentas. Y su familia, quietecita allá en San Cristóbal. Esperando que llegara el 98 para regresar a Caracas y entrarle con furia a la denuncia.
Cuidado con las trampas Las cuerdas de la justicia comenzaron a moverse con alguna fluidez para la familia Molina desde que se aplicaron a llevar a cabo los pasos correspondientes. En la PTJ de Caricuao, en los tribunales competentes, en la oficina del fiscal Aquiles Mata: en todas las instancias les abrieron las puertas, primero cuando actuaron por su cuenta, y luego cuando se hicieron acompañar por Tarek Saab, quien los asesoró y los puso en el camino adecuado. Una tía del difunto asegura haberse entrevistado con el propio comandante Belisario Landis, quien le habría garantizado una investigación profunda e imparcial, pues los funcionarios involucrados estaban ya detenidos en Cotiza. Allí mismo le dijeron que, en efecto, los agentes se entregaron motu propio y habían confesado haber matado a un inocente.
Pero otros rumores caminan, y caminan con fuerza, por los lados de Caricuao. Un grupo de vecinos ha manifestado su alarma porque José del Valle Liendo, el autor del tiro mortal, ha sido visto deambulando (cuatro verbos seguidos y un gerundio entre ellos, qué vergüenza, qué va a decir el editor) por El Onoto, ahora, en el mes de marzo. No hay pruebas de esto, pero sería bueno dar un vistazo, por si acaso.

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Publicado en El Nacional en marzo de 1998, con ese mismo título.

mayo 26, 2005

Según el protagonista...

La fotografía aparecida el 17 de enero de 1993 en Ultimas Noticias no dejaba lugar a dudas: Pablo Simón Padilla, de 23 años, acababa de ser sorprendido en flagrante delito por una comisión de la Metropolitana en una tienda de electrodomésticos del boulevard del Panteón. Dice la reseña que el tipo fue despedido con silbidos y amenazas de linchamiento por todos los caminantes después de ser obligado a entregar el arma y a quedar en manos de un voluminoso uniformado.
A juzgar por las ganas que se reflejaban en el rostro del mencionado gendarme, lo que venía ahora era un simposio de pescozones y tumbaguapos en la comisaría para que revelara quiénes lo habían acompañado en la faena. Así mismo fue, por supuesto. Cómo se iban a perder esa oportunidad de castigar a semejante joya. Pues bien, seis años y pico después de su vergonzoso debut en las páginas rojas, esa joya ha tenido el coraje de aparecerse por estos lares, con una historia o sucesión de historias que a primera vista parecen un poco demasiado exageradas, pero al mismo tiempo verosímiles, vista la cantidad de cosas raras que ocurren en estas calles y en estas cárceles nuestras.
Un detalle le hace merecer el beneficio de la publicación, y es el hecho de que Pablo Simón Padilla no ha venido a presentarse como un inocente. Ha dicho: "Yo no soy un angelito, pero quiero que usted lave mi nombre". Imposible corroborarlo, le dijimos. Pero el testimonio va; quién quita que de cinco palabras tres resulten ser ciertas.

Nuestro insólito sistema judicial

Lo de enero de 1993 culminó con el primer carcelazo de su vida. Tres semanas estuvo entre la comisaría de Cotiza y la PTJ, donde "confesó", harto ya de la cantidad de batazos que le dejaron insensibles las nalgas durante varios meses, que su acompañante en aquel atraco frustrado había sido un tal Cheo, habitante de Sarría. Casi de inmediato cesó la arremetida contra su baja espalda; dos días después le anunciaron que su compinche había sido capturado y que, con sólo reconocerlo él podría irse libre, porque ellos sabían que Pablo era un buen muchacho. Pablo Simón hizo lo que le pidieron, apuntó con el índice a la cara del tal Cheo de Sarría y eso fue todo, el trámite estaba cumplido.
Cuando salió de la comisaría tenía tantas razones para reírse como para estar preocupado: él en realidad no conocía a ningún Cheo de Sarría, así que ese sujeto que la justicia capturó y contra quien él declaró era alguien a quien, por alguna razón, querían encasquetarle el atraco del boulevard, por las malas.
Dada la forma en que comenzó el año, Pablo Simón no podía esperar que le fuera bien en los meses restantes, así que casi ni le extrañó cuando en mayo, una vez hubo superado aquellas incomodidades físicas producto de las palizas y bofetones, sufrió otro resbalón con titular de prensa incorporado. Dicen los periódicos del 23 de ese mes que Padilla se encontraba entre los 18 detenidos durante una razzia policial realizada en los alrededores del liceo Fermín Toro, y que iba a ser puesto a las órdenes de la PTJ debido a que su expediente registraba tantas fechorías como para llenar varios archivos. El se encontraba por allí sin hacer nada malo –y tampoco nada bueno–, pero cuando entregó los documentos y radiaron sus datos del otro lado del transmisor lo que salió fue una lenguarada llena de maldiciones y de invocaciones a la virgen santísima: Pablo Simón Padilla estaba solicitado por robo a mano armada y por homicidio, y en calidad de poseedor de esos antecedentes fue encarcelado, juzgado con unas fórmulas que él, inteligente para las cosas de la sobrevivencia pero un poco ido, como el común de los mortales, en eso del palabreo jurídico, no pudo defenderse de ninguno de los cargos.
Apenas comenzaba a acostumbrarse a la idea de que alguien estaba jugándole sucio en esas oficinas monstruosas de los tribunales, cuando lo montaron en un autobús y fue a parar con sus huesos al penal de Tocorón, allá en Carabobo. Entonces se le borró la risa con que recibió aquella bendición de enero, cuando delató al nunca bien ponderado Cheo, y admitió que una por una no es trampa.
Pero carai, se pregunta todavía Pablo Simón Padilla, ¿a quién se supone que maté yo para merecer esto?

Una frase original

Hace apenas dos meses y después de mucho trajín por parte del abogado Pedro López Sucre, Pablo Simón salió en libertad; la Caracas que dejó en 1993, a los 23 años de edad, es bien distinta a la de 1999, cuando ya roza los 30 y no parece costarle mucho prometer que jamás, pero nunca jamás, volverá a meterse una pistola en la cintura para salir a aterrorizar a las gentes. En el 93, por ejemplo, cierto caballero que bien pudo haber sido su compañero de celda ahora es presidente de Venezuela; el pasaje mínimo en autobús costaba 50 bolívares y ahora cuesta 100; un almuerzo popular costaba 500 bolos y ahora no baja de 2.000; Gilberto Correa aparentaba 70 años y ahora aparenta 64. El tiempo pasa. Las sociedades y los seres humanos se transforman.
Durante ese tiempo en la cárcel Pablo Simón Padilla aprendió muchas cosas, y él mismo se refiere a ese proceso de aprendizaje con una frase que debería acuñar, por si acaso alguien más la utiliza luego: "La calle es un curso de delincuencia, y la cárcel es la universidad". Pues bien, en la universidad a él le tocó presenciar de cerca, a pocos metros de distancia, la muerte de Omar José Moreno, alias El Gordo Omar: al conocido capo lo tasajearon a chuzazos ante la mirada de varios espectadores silenciosos. Le tocó además sentir en su cuerpo los filos de la violencia: tiene una cicatriz que le atraviesa el brazo izquierdo desde el hombro hasta el codo. Y todo –insiste– porque alguien quiso mantenerlo en silencio y lejos de los cazadores de chismes.E insiste: "Quiero lavar mi nombre, yo no he matado a nadie, escríbalo ahí". Bueno, pues lo escribimos: ese hombre no ha matado a nadie. A quién puede interesarle la verdad a estas alturas.

mayo 18, 2005

El odio no prescribe

Tucacas es un pueblo muy interesante por la sabrosura de sus playas, por aquellos paisajes bucólicos –está en toda la entrada del Parque Nacional Morrocoy– y, fundamentalmente, por quedar bien lejos de Caracas. También es un pueblo muy pequeño, y eso tiene ventajas y desventajas. Parece que hace tiempo los habitantes decidieron que eran más las primeras, y eso también trae sus consecuencias; entre ellas, el que los amores sean para toda la vida, igual que las enemistades.
La historia de hoy –disculpen el tono de Nuestro Insólito Universo– comenzó en 1975, un año después del nacimiento de un niño llamado David Arambulén. Un tío de éste, llamado Julio Arambulén, y por cierto muy querido en la familia y en el pueblo, tuvo un lance de machos con otro caballero de nombre Ubaldo Ramones Revilla. Hubo violencia, puñales, golpes bravíos, y al final Ramones salió con la mejor parte, es decir, quedó con vida pero fue a prisión. Arambulén, en cambio, pasó a la historia como uno más de los caídos en lides sin trascendencia. A su memoria le queda el consuelo de que su familia lo lloró durante mucho tiempo. Nada más solitario que un cadáver en un pueblo lejano, bueno para estar sólo unos días; nada más triste que un adiós bajo el solazo de la una de la tarde.

La metamorfosis

Han transcurrido casi 24 años desde aquel lance fatal, y Tucacas es una cosa bien distinta a aquel caserío más o menos perdido de hace dos décadas. Aunque su número de habitantes no ha crecido tanto como para alarmarse porque vaya a desbordar las capacidades del pueblo, ahora se le ve un rostro distinto: el rostro de los pueblos que no son exactamente como Caracas pero tienen un airecito a ciudad. Hay clubes de buceo, ventas de aparatos para sumergirse en ese mar y restregarse un poco con las mantarrayas, merluzas, corocoros y tiburones; hay planes turísticos que se promocionan –mal o bien, no viene al caso– en el exterior, de modo que si usted presta atención es posible que un día se encuentre en la arena un par de aguamalas lánguidas, venosas y descoloridas. No se alarme, no se acerque a curiosear; lo más seguro es que se trate de una gringa echada al sol con el torso descubierto.
Otras cosas de tanta o mayor envergadura han ocurrido: la descentralización, el nacimiento de la figura de los alcaldes, la creación de las Policías estadales y municipales, las nuevas fuentes de trabajo. Hacia allá vamos, pero poco a poco.
En la familia Arambulén los tiempos han borrado ciertas heridas dolorosas, pero cómo pesan esas cicatrices. Aquel niñito llamado David, que tenía un año de edad cuando la tragedia de su tío –de quien no se acuerda, aunque sí tiene frescas las lágrimas y las historias contadas con amargura por sus familiares– hoy tiene 24 años, y hace tres comenzó a ganarse la vida como policía del estado. Entretanto, Ubaldo Ramones llegó a la muy respetable edad de 62 años y se convirtió en prestamista, de ésos a los que uno acude cuando la pelazón aprieta demasiado fuerte, y que solicitan en garantía el carro o la casa y cobran unos intereses de miedo, como si se tratara del FMI. Para él los tiempos de la puñalada habían quedado atrás l; hay otras formas menos arriesgadas de exprimirle la sangre al prójimo.
El año pasado, un caballero de nombre Agustín Rafael Ortiz, de 37 años, le pidió dinero a Ramones y le entregó en garantía los papeles de su casa. Como buen tipo insolvente él sabía, incluso antes de pedir el dinero, que iba a ser muy difícil pagar esa deuda en el plazo establecido. La fecha de vencimiento del giro era el 31 de diciembre de 1998, y ya a finales de noviembre a Ortiz le entró la desesperación; entonces decidió que lo mejor era despachar para siempre al prestamista Ramones. Perder la casa por limpio y por torpe es tan repugnante como beberse por obligación un Gatorade de lechosa.

Huellas en el tiempo

Volvemos a David Arambulén, el ex niñito de 1975 y ahora funcionario de la policía estadal. Por uno de esos azares tan comunes en los pueblos pequeños, David y Agustín Rafael Ortiz, el endeudado, eran muy amigos. David supo de la desesperación de este último, y entonces se le ocurrió algo.
Nada más pedestre y directo: los hombres esperaron la llegada de Ramones frente a su casa, irrumpieron por la fuerza cuando éste hubo entrado, lo inmovilizaron, lo obligaron a revelar dónde estaban los papeles de la casa de Ortiz, simularon un robo –o no lo simularon: se llevaron varias cosas para achacarle la acción al hampa común– y se llevaron al hombre en su camioneta hasta una playa lejana. Le metieron el sermón de ley; quizá David le habló de su tío Julio, de aquel duelo desgarrador de 1975, de las huellas que su muerte había dejado en la familia. Quizá el anciano pidió a gritos que no lo mataran, quizá pidió perdón, quizá lo soportó todo estoicamente. Lo único seguro es que nadie se salva de un balazo en la sien. Los hombres abandonaron la camioneta en un sitio apartado y se acabó el capítulo Ubaldo Ramones. Ocurrió el primero de diciembre del 98.
El imbécil de la partida –que nunca falta– fue Ortiz, quien no pudo soportar la tentación de quedarse con el celular de Ramones y regalárselo a una chica. Dos meses después del crimen la novia fue fácilmente ubicada, y no hizo falta presionarla mucho para que confesara con orgullo que aquel teléfono era un regalo de su tierno Agustín Rafael. David fue interrogado también y cayó en desgracia por no saber dar detalles exactos de lo que había hecho el día del asesinato, y además había un tercer responsable, de nombre Virgilio, a quien hicieron confesar a punta de cachetadas. El primero de febrero la historia fue ensamblada tal cual, en todas sus partes.
David ha sido destituido de su cargo y está en prisión. Por una venganza añeja. Qué manera de fastidiarse la vida.
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El Nacional, marzo de 1999. Mismo título.