noviembre 20, 2005

Perdónenlos: era jugando

Alejandro José González Sayago, 51 años, fue secretario de Obras Públicas del estado Carabobo durante el gobierno de Henrique Salas Römer, hasta que éste abandonó ese cargo. Estamos en febrero de 1996; viene el cuento más o menos conocido: Henrique Salas Feo, acababa de arrasar en las elecciones regionales y organizó un equipo similar al del padre, con algunas excepciones. Sayago, el hombre de las obras públicas, fue uno de los que quedó fuera del equipo del nuevo gobernador, y lo odioso del asunto es que el hombre se enteró de que lo habían dejado como las guayaberas porque apareció en la prensa, no porque nadie se haya tomado la molestia de notificarle nada.
El mismo día que los periódicos anunciaron los nombres de los nuevos directores y secretarios, Sayago fue a su oficina, metió sus cosas en tres cajas de cartón y una bolsa, le dijo adiós a su gente y se fue a matar el despecho en otros ámbitos, a ocupar un oficio menos ingrato que los forcejeos políticos: se dedicó a ejercer la docencia en el colegio “Pedro Guzmán Gago”, de Valencia. No es que sea muy cómodo tener que optar por el Gago después de salir del Feo, pero bueno, tampoco había para dónde coger. Ya se fue Cindy Crawford; nos queda Lila Morillo.
Sayago rumió su desconcierto durante meses, llamó en varias ocasiones a Salas Römer para que al menos le explicara por qué demonios su hijo le había dado base por bolas sin tener hombre en circulación. El candidato lo toreó, le sugirió un poco de paciencia, le explicó que hay cosas inevitables en la vida y que a fin de cuentas el joven Henrique Fernando era ya como muy grandecito para estar recibiendo regaños del papá. Hasta que un buen día le dijo Está bien, Sayago, vamos a vernos la primera semana de diciembre. No olviden las fechas: primera semana de diciembre de 1996. Facilito. Ni siquiera les estamos pidiendo que memoricen un día específico.

La muerte pega primero

El ex secretario, quien vivía con su hermana y su madre en Valencia, no era hombre acostumbrado a desaparecer de su hogar, ni siquiera a ausentarse durante unas horas sin avisar para dónde y con quién iba a estar. De allí la alarma de sus familiares cuando, el día viernes 29 de noviembre de 1996, anocheció y Alejandro José Sayago no se reportó como de costumbre. La espera se prolongó hasta más allá de la madrugada; Sayago no respondía las llamadas en su celular. Entonces sus hermanos supusieron o intuyeron algo: a lo mejor el Alejandro José se había ido en su automóvil (un Ford Festiva) para Chichiriviche, en el estado Falcón, donde tenía una casa de playa a la cual iba de vez en cuando a vacacionar. No se apresuraron a iniciar la búsqueda, sin embargo; faltaban todavía una cuantas horas para que la alarma les hiciera pedazos la paciencia.
El detonante que necesitaban para lanzarse a actuar les llegó el día 30 de noviembre: una de las llamadas realizadas al celular de Alejandro fue al fin atendida por una mujer. Al escuchar la voz del hermano de González Sayago, la mujer que atendió le cedió el aparato a un hombre cuya voz sonaba como la de alguien recién rescatado del fondo de una cisterna llena de aguardiente: “Alejandro tuvo un accidente en Tucacas, más tarde va para allá. Y no llamen, no jodan más”. Enseguida unas carcajadas, el celular enmudecido y nuevamente la angustia: ¿quién había atendido el teléfono y qué clase de noticia era esa del accidente en Tucacas? Entonces dos de los hermanos de Alejandro José, entre ellos Rafael González Sayago, emprendieron el viaje rumbo a Chichiriviche.
Llegaron a la casa de playa, tocaron la puerta, gritaron varias veces, y nadie contestó. Iban a marcharse, pero Rafael tuvo un pálpito de esos que enfrían la sangre. Treparon por una pared, forzaron una puerta. Entraron en la habitación y allí estaba, en efecto: amordazado, atado de pies y manos, hinchado y con una coloración imprecisa entre el morado, el verde y el amarillento. Sólo tenía puesto el interior; el cuarto y toda la casa estaban llenos del olor propio de los cuerpos descompuestos.
Hasta ese día, Henrique Salas Römer siempre había llegado de primero en cuanta competencia política había participado; esta vez, la carrera del encuentro con Alejandro José Sayago se la ganó, con pocos días de ventaja, nada menos que la muerte. Y ya sabemos que contra esa dama, mi gente, no hay encuesta que valga.

Carrito pa’gozá

Un protocolo de autopsia no tiene por qué ser un documento hermoso, no tiene por qué hablar de las verdes campiñas de mi tierra florida y del candoroso zumbar de las abejas en primavera, pero el que emitió el doctor Tito Zerpa en la medicatura forense de Puerto Cabello, con detalles del estado en que se encontró el cuerpo de González Sayago, resulta particularmente macabro. Aunque parezca accesorio el detalle, agregaremos que la autopsia debió realizarse en el cementerio, en presencia de los hermanos del difunto. Y ese fue apenas el primero o segundo momento de consternación para la familia desde que supieron de la muerte del profesor y ex secretario de obras públicas; sobre los demás se expondrán un par de cosas más adelante.
En resumen, el informe anotomopatológico da cuenta de hematomas en la región occipital, el temporal izquierdo y el lado derecho del cuello; dice que presentó un doble amordazamiento, con tela de paño y con una cuerda de nylon, el cual le tapaba al occiso la boca y las fosas nasales; las manos atadas detrás del cuerpo, muy apretadas, “con aprisionamiento individual de cada muñeca, a su vez atadas al amordazamiento colocado en la boca”. Los tobillos también estaban atados con la cuerda de nylon y la tela; la cara la tenía “aumentada de volumen, de color verde oscuro” (...) “El orificio anal abierto, evertido, con la mucosa gasificada, formando burbujas”. En resumen, el protocolo de autopsia determinó que la causa de la muerte fue asfixia por sofocación.
¿Somos morbosos, crueles, insensibles, inconscientes, ignorantes de que una lectura dominical no debe contener este tipo de cuestiones? Sí, somos todo lo anterior. Somos malos, sangrientos, insoportables, casi adecos. Lo que sucede es que más adelante hablaremos de la decisión de un juzgado que asegura que no hubo violencia contra Alejandro José González Sayago. En fin, hasta malos narradores somos; cómo se nos ocurre adelantar una cosa que debería estar más bien al final.
Pocos días después del hallazgo y el sepelio, a Rafael González Sayago comenzaron a llegarle informaciones de buena fuente: había gente que aseguraba haber visto a unos vecinos de la familia González con el Ford Festiva del difunto, y que habían trascendido ciertas conversaciones muy reveladoras. Todo el cúmulo de indicios fue a caer en manos de la PTJ, que tras una investigación, unas detenciones y unos interrogatorios, determinó que los asesinos de González Sayago habían sido Giovanny Benito Bastelli y Reydi Mayora Escalona. El padre del primero de ellos había sido en vida amigo de la víctima, y el propio Giovanny era, en efecto, vecino de los González.
La detención de Bastelli y Mayora, junto con tres personas más (a éstas, por aprovechamiento de objetos provenientes de un hecho punible) se produjo el 12 de diciembre; el 29 de ese mismo mes, la jueza Marbelis Rossi les dictó auto de detención por homicidio calificado y robo. En su declaración, los dos implicados contaron una historia de lo más simpática. Echenle un vistazo: ellos iban caminando tranquilamente por una calle de Valencia cuando González Sayago los llamó desde su vehículo, Hey, móntense. Ellos subieron al carro y se fueron a tomar unos tragos, pero como el local donde fueron estaba cerrado, a Sayago se le ocurrió una idea mejor: Vámonos a Chichiriviche. Y allá van los tres, rumbo a Chichiriviche.
Una vez en la casa de la playa, comienzan a tomar whisky; qué vida tan dura, hermano. De pronto, González Sayago les dice a los otros dos que tiene sueño y se acuesta a dormir, entonces a éstos se les ocurrió (estamos detallando su declaración, no lo olviden) que sería una buena idea llevarse el carro del hombre para rumbeárselo por las calles de Valencia, y eso fue lo que hicieron. Ah, pero antes amordazaron al hombre, para que le costara un poco de trabajo salir a denunciarlos, mientras ellos se gozaban el carrito en la capital de Carabobo. Tal fue su declaración.

Fechas, papeles, tribunales...

El 29 de abril de 1997, la jueza segunda de primera instancia en lo penal, Nadezka Torrealba, le dio libertad a Bastelli y Mayora, al cambiar la calificación de homicidio calificado y robo, por los de homicidio culposo y hurto simple. La jueza apoyó su decisión de cambio de calificación en algunos hechos sobre los cuales la jurisprudencia es bastante estricta y específica. Una de ellas: las declaraciones de los implicados no constituían confesión, por cuanto ellos no admitieron haber asesinado a Alejandro José González Sayago, simplemente contaron qué había sucedido la noche del 29 de noviembre. En cuanto al asunto del robo, dice la magistrada que cabe la calificación de hurto simple, por cuanto “existe el apoderamiento de la cosa mueble, sin el consentimiento del dueño con el ánimo de lucrarse, sin que mediara violencia o amenaza”. Por lo cual, concluye la jueza, los acusados cometieron el delito de hurto simple. Reconoce la jueza que los muchachos vendieron el vehículo del difunto, y por lo tanto hubo intención de lucrarse.
Sigue la cronología: en mayo, la familia González Sayago y un fiscal del Ministerio Público apelan ese cambio de calificación; el Tribunal Superior de Coro dejan sin lugar las apelaciones. En junio, Rafael González Sayago denuncia el caso ante el Consejo de la Judicatura y ante la Fiscalía General de la República. En julio, el juez accidental Carlos Alberto La Cruz, de Coro, decide que las apelaciones de González Sayago y el fiscal del Ministerio Público eran incorrectas. A estas alturas, faltaba la indagación de los encubridores involucrados, así que en agosto el juzgado Tercero le envía una notificación a uno de los encubridores (por correo), a lo cual el ingrato no ha respondido. Septiembre: la Fiscalía General designa como fiscal del caso a Nelson Ferrer, fiscal II de Coro. Octubre: se inhibe la jueza Nadezka Torrealba. Diciembre de 1997: revisión del expediente por parte del Inspector Nacional de Tribunales de la Fiscalía.Continuamos: enero de 1998: solicitud de captura contra Omar Pérez, el encubridor que falta por declarar. Marzo, abril, mayo, junio y meses siguientes: continúa el papeleo profuso e inacabable por mil oficinas, mientras Giovanny Bastelli y Reydi Mayora se burlan de lo lindo cada vez que tropiezan en la calle con Rafael González Sayago. Tienen motivos para reírse: están libres. Ya ustedes los conocen: son aquellos chicos chéveres, simpáticos, grandes jodedores. ¿Recuerdan la travesura aquella, el “hurto simple” del carro para salir a pasear en Valencia? ¡Ja, ja, ja! ¿Y la echadera de vainas por el celular, y los hematomas? ¿Y el amordazamiento doble? ¡Ja, ja, ja! ¿Y las lesiones múltiples? ¿Y la cara aumentada de volumen, de color verde oscuro, la asfixia por sofocación? ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja!
____________________
Publicada el 9/8/98, en El Nacional, con el mismo título.

No hay comentarios.: