agosto 19, 2005

El super agente 004

Es la pura verdad: el ser humano puede acostumbrarse a todo, a cogerle el ritmo a cualquier evento, a perfeccionar las técnicas para dominar equis situación. Ponga a un hombre en una situación atípica cualquiera, manténgalo metido de cabeza en ella y en poco tiempo obtendrá un especialista en esa situación atípica. Ponga a trabajar en la morgue a un hombre que se aterroriza en presencia de un cadáver y en pocos meses hará mejores autopsias que el doctor Jack Castro; ponga a Alfredo Peña en el Ministerio de la Secretaría y en breve lo hará mejor que Blanca Ibáñez –ella no era ministra, pero ahí-ahí. La costumbre, Ramón Antonio, la costumbre. Todo es cuestión de acostumbrarse y de mejorar cada día, si uno tiene empeño. A ese factor le debe la humanidad la existencia de García Márquez, Pavarotti y Omar Vizquel: pueden darse el lujo de proclamar que son los mejores en su ramo, porque bastantes horas de ejercicio le dedicaron a lo suyo.
En vista de ello, parece mentira que todavía los policías no hayan perfeccionado un arte que ya bastante falta les está haciendo. No, no es el arte de combatir a la delincuencia; en eso, sus méritos tendrán. Pero hay cada cosa, hermanos. En esta página no se acostumbra adelantar el final de las historias para obligar al lector a seguir el hilo de la narración, pero esta vez vamos a romper con esa maldita línea; el lector decide si quiere continuar leyendo hasta el final. De todas formas, este relato es tan parecido a otros anteriores que ya nada va a causarles sorpresa. En tres palabras: un funcionario de la Policía Municipal de Plaza, en Guarenas, mató a un niño de un disparo, en presencia de medio centenar de personas, y al día siguiente quiso hacerle creer a la prensa que la cosa había sido un enfrentamiento y que el muchacho era un delincuente.
Conclusión del segmento, antes de dar algunos detalles, para conectar esta historia con el contenido del primer párrafo: el lunes, cuando esta denuncia llegó a nuestras manos, quisimos revisar en la caja ubicada bajo nuestro escritorio –un archivo personal de casos publicados y por publicar– para ver cuántas historias de éstas, cuántos padres, esposas y hermanos han venido acá a contar cómo fue que uno o más uniformados masacraron a sus seres queridos. Me tomé la tarde sólo para contarlos; sumé 82, ocurridos entre 1996 y esta fecha (mayo de 1999). Y créanlo: esa cifra es un escupitajo de hormiga en comparación con lo que tienen en su poder la Fiscalía, las ONG, el Congreso, algunos abogados particulares, y ni hablar de los que nunca serán denunciados por miedo. ¿Será posible que a los policías no se les va a ocurrir nada distinto cada vez que pongan este tipo de tortas? ¿Estaremos condenados –nosotros y ustedes, los consumidores de noticias rojas del país– a leer siempre estos relatos con idéntica estructura? ¿Es que la práctica no les va a dictar nunca una forma distinta de asumir sus responsabilidades?

El indocumentado

El joven de esta vez se llamaba Miguel Alejandro Ruiz Vargas, tenía 15 años y era estudiante y jugador de bolas criollas. Y no miren con el rabo del ojo ni arruguen la cara: el chamo no tenía antecedentes ni entradas policiales. La noche del 12 de febrero había una fiesta a medio prenderse en una cancha de la urbanización Leonardo Ruiz Pineda, en Guarenas. A eso de las diez de la noche Miguel Alejandro decidió ir a esa fiesta, y allí se encontró con el capitán de su equipo; él estaba inscrito en un torneo de bolas criollas que iba a comenzar al día siguiente, razón por la cual le dejó la cédula un momento al capitán; el hombre era el encargado de inscribirlo. Cruzó un momento la calle para saludar a alguien, cuando de pronto llegó una patrulla y empezó a abordar a los presentes, ¿con qué objeto? Bueno, ni más ni menos, para pedirles los documentos.
Miguel Alejandro, que sus buenas razones tendría para temerle a los de uniforme en su condición de indocumentado temporal –su cédula se encontraba entre él y los gendarmes– y optó por correr a esconderse mientras terminaba la redada. Entonces apareció en escena el valiente funcionario William Pérez, placa número 004 (sólo le faltaban tres números para ser James Bond; imagínense si es eficiente este tipo, perdón, este funcionario), quien atisbó al peligroso malhechor que amenazaba con escabullirse. Hizo un disparo al aire; como el muchacho no dejó de correr entonces le metió el otro en la espalda.
Miguel Alejandro cayó inerte en medio de la calle. Hacía allá corrió la comisión policial y también la avalancha de vecinos que ignoraron la redada y la presencia de los super agentes para exigirles que llevaran al joven al hospital. Los funcionarios, muy diligentes ellos, subieron al muchacho a la patrulla 009 (excelente patrulla) y se lo llevaron al hospital “Luis Salazar Domínguez”, situado a pocas cuadras de allí.
No hay ni que decirlo: el joven llegó sin vida al hospital.

Curiosidades varias

Miguel Alejandro cayó en el pavimento y fue levantado enseguida para ser llevado al hospital, que queda a tres minutos del lugar de los hechos. Sin embargo, la patrulla se echó media hora en llegar. El cuerpo del joven estaba mojado, lleno de barro y de hematomas, como si acabaran de darle una golpiza y lo hubieran metido en un mal charco. El primer anuncio oficial a la prensa da cuenta de un intercambio de disparos y de un revólver calibre 38 que estaba en poder del joven. La policía no ha tenido la delicadeza de mostrar el arma incriminada, ni ninguna otra, para uno saber con qué estaba el muchacho enfrentando a la autoridad. Hay un informe, una prueba de la parafina que dio negativa (esto es, que dejaba establecido que el muchacho no disparó un arma en las 48 horas anteriores a su muerte). Un segundo informe, emitido después que el cuerpo estuvo paseando entre las delegaciones de la PTJ de Guarenas, Caracas y Caucagua, dice que la prueba de parafina dio positiva. Ni en la morgue ni en la funeraria quisieron que los familiares de Miguel Alejandro lo vistieran ni lo vieran de cuerpo entero. Algunos testigos han ido a declarar cuando se lo han solicitado; otros se niegan porque, según cuentan, han recibido un par de advertencias por parte de funcionarios de la Policía Municipal. El agente 004 está por ahí; unos dicen que suspendido, otros dicen que activo.
Pero está libre, como una paloma.
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En El Nacional, mayo de 1999. Mismo título.

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