noviembre 11, 2005

La inútil caridad

La camioneta de la ruta UD-4 - Metro Zoológico hizo su recorrido habitual con toda normalidad; serían las las 10:45 am del 9 de febrero. En ella iba, entre otros pasajeros, Lisett Acosta (20 años, estudiante, niña hiperactiva). Cuando llegaron a la parada de destino, los pasajeros vieron como un grupo de Policías Metropolitanos requisaban a los usuarios de las unidades que estaban delante. Cuando le tocó el turno a la camioneta donde iba Lisett, un joven que había entrado en el vehículo en el sector Vuelvan Caras le dijo al chofer Ni se te ocurra pararte: sigue manejando, y lo dijo en un tono tan macabro que al chofer no le quedaron dudas: debía seguir manejando. Pero los de la PM se dieron cuenta de la cuestión y mandaron a parar; la unidad frenó, los policías se dispusieron a entrar a la camioneta y todo el mundo a sudar, a tragar grueso.
Uno de los PM entró, armado, y pareció identificar a alguien: Salte de ahí, le dijo al muchacho aquel, el de la orden terminante. Más se supo que aquel joven venía de asaltar un abasto en el sector Vuelvan Caras, y un pitazo a tiempo del portu había puesto a la autoridad sobreaviso. A pesar de que el joven obedeció mansamente la orden, el PM mantenía el arma en posición amenazadora, sólo que la persona a quien le apuntaba no era el atracador sino Lisett. Hubo unos segundos de tensión, el muchacho se dejó sujetar por las manos y comenzaba a dirigirse hacia afuera, cuando, en vista de que el cañón policial seguía apuntándole a Lisett, el instinto de conservación de la muchacha la llevó a decirle al policía: No dispare.
¿Qué cosa es más traicionera? ¿La mala intención o la incapacidad para controlarse en situaciones límites? Buen cuestionario para hacérselo a aquel agente, que resultó ser el distinguido Juan Da Silva, quien, perturbado quizá por la voz de la joven y por sus propios nervios de gelatina, hizo lo contrario de lo que ésta le pedía: una detonación loca y el proyectil viajó, directo y sin escalas, hacia el ojo izquierdo de Lisett Acosta.

Yo pido, yo exijo, yo solicito

La muchacha salió de la camioneta con el rostro bañado en sangre, clamando auxilio. La bala le había perforado el ojo, y dicen por ahí que eso duele. los policías presentes se comportaron de una manera a la que ya nos estamos acostumbrando: dieron la espalda y se marcharon del lugar. Por fortuna, una pareja de jóvenes que pasaba por allí en su carro recogió a Lisett y la trasladaron a la clínica Loira, a donde llegaron en cosa de 20 minutos. La atendieron de emergencia, le hicieron el tratamiento mínimo y luego la pusieron en manos del doctor Vicenzo Pérez, quien es amigo del padre de Lisett. ¿Y quién es el padre de Lisett? Pues el conocido periodista deportivo, especialista en beisbol, Humberto Acosta. La operación que se le realizó a la muchacha fue un éxito, en el sentido de que ella está con vida, pero el ojo lo perdió por completo. Cosa terrible para una jovencita linda que inevitablemente debe andar por el mundo dando la cara.
Días después del incidente los familiares de Lisett acudieron a la comandancia general de la PM para hablar de una posible indemnización por los daños y los gastos que ha debido echarse encima la familia. Los ingresos de la familia Acosta no son tan elevados como para soportar un trancazo millonario y los seguros no cubren lesiones provocadas por armas de fuego. La actitud del general Francisco Belisario Landis fue bastante honorable. Les explicó que no hay ninguna cláusula en la normativa de la PM que hable de indemnizaciones a civiles, pero, en su afán de paliar de alguna forma la lesión de la joven, les ofreció contratarla para algún cargo, y así proporcionarle derecho al seguro de los funcionarios; la fórmula tropezó con mil trabas burocráticas y el general Belisario tuvo que declararse incompetente para resolver la cuestión.
Más tarde se reunieron con el entonces gobernador del Distrito Federal, Abdón Vivas Terán, quien los despachó con este ofrecimiento: Vayan a la Lotería de Caracas, para que les den una ayuda. No se percató el simpático funcionario de que Acosta no estaba pidiéndole unos centavos con qué comprar unas latas de sardinas, sino una cantidad que les ayudara con las dos operaciones que se le han hecho a Lisett, la operación que viene y el tratamiento multidisciplinario que requerirá para poder llevar una vida digna.
En vista del desinterés oficial, la familia ha decidido elevar el caso a manos de la Fiscalía General de la República, y seguir endeudándose, recibiendo préstamos de familiares y amigos, para no caer en el mecanismo que les sugirió el buen Abdón: hacer la cola de los recogelatas e indigentes para suplicar un par de miles de bolívares, allá en la Lotería de Caracas.

Noveno inning


En estas cosas venía pensando Humberto Acosta hace unas semanas, en una camioneta de la ruta Caricuao-El Silencio, cuando de pronto notó una agitación fuera de lo común alrededor de la camioneta, a la altura de El Paraíso: un grupo de policías motorizados, Los Pantaneros, le hacían señas al chofer para que se detuviera. Arrúguense, medias, ahí viene la autoridad.
El chofer obedeció; dos policías entraron a la unidad, los demás se ubicaron afuera, en posiciones estratégicas. La orden del que dirigía las acciones dentro de la camioneta no dejó lugar a dudas sobre lo que estaba sucediendo: Señores pasajeros, bajen la cabeza. Y tú, coñoetumadre, bájate con las manos arriba. Acosta hizo lo que se le indicaba y analizó la situación: estamos en el noveno inning, el equipo está ganando por una carrera pero los rivales tienen tres hombres en base, con un out; nuestro pítcher es Rafael Caldera y batea Bob Abreu. Cualquier pitcheo en falso y se pierde el partido.
Sucede pocas veces en el beisbol de la vida, pero esta vez ocurrió: el hombre fue sacado de la camioneta sin necesidad de disparar. Caldera ponchó a Abreu y se salvó el partido, por ahora.
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Publicada en El Nacional el 25 de octubre de 1998. Mismo título.

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