Comenzó con un dolor leve, más bien una molestia, en la parte baja de la espalda. Miguel Piñango venía de Caracas con su esposa rumbo a Altagracia de Orituco, su lugar de residencia, y al llegar la molestia se convirtió, ahora sí, en un dolorcito más o menos insoportable. Nada más para ver de qué se trataba todo aquello fue a la policlínica del pueblo; allí le hicieron una revisión inicial y le diagnosticaron cálculos en la vesícula; le colocaron un antiinflamatorio, lo dejaron en observación dos días y le recomendaron que se hiciera una operación. Poca cosa: extraer un cálculo de la vesícula es más fácil que ganarle a Venezuela un partido de fútbol, así que vaya a hacerse unos exámenes y regrese para quitarle ese fastidio del cuerpo, ¿okey?
Piñango, caballero de 50 años, comerciante y con un ganado pastando de sol a sol en el Guárico, fue al hospital Padre Machado para hacerse el bendito examen y el mismo ratificó lo dicho por la gente de Altagracia, esto es, tenía unas piedritas -microlitiasis, lo llaman en ese lenguaje fascinante de la medicina- en la vesícula. Por lo demás, su estado de salud ya quisieran tenerlo muchos jóvenes: el resultado de comer a la hora, de tener una familia numerosa y simpática -si ustedes vieran la sonrisa de su hija, Yorli-, de mantener un humor refrescante como todo buen llanero, de levantarse a diariamente a trabajar a las 8 de la mañana -lo cual en sí mismo no es ninguna hazaña, pero sí para alguien como uno, a quien le cuesta una barbaridad levantarse antes de las 10 y media. Con su resultado en las manos regresó Miguel Piñango a Altagracia, contento porque el cuerpo estaba funcionando como tenía que ser. Entonces decidió ir al Centro Médico Orituco, donde se realiza la operación de vesícula por laparoscopia. Allí lo atendió un médico de lo más amable, de nombre César Ramírez.
Sencillito, sencillito
Ramírez, un hombre muy conocido en Altagracia -y que Acción Democrática está a punto de postular como candidato a la alcaldía- lo recibió con un apretón de manos de ésos que dan ánimo pero que, por otra parte, parece que le fracturan a uno los huesos. La opinión de este médico coincidía con las otras que Piñango había escuchado antes: yo lo opero el lunes, usted descansa en la clínica unas horas y al otro día se va para su casa o para la finca, a seguir tumbando toros. Además, la operación cuesta una módica suma de 650 mil bolívares con todo y los exámenes, y como aquí andamos en una onda de Imgeve puedes pagarla en dos partes. Unos días después, luego de consultar con la familia y los amigos, Piñango decidió que Ramírez era el tipo: dueño de la clínica, un prestigio ascendente, un nombre que inspira confianza. El viernes 11 de julio sería la cosa: preparó una muda de ropa y se fue a hacer la operación para acabar con la bendita molestia de la vesícula.
Entró en el pabellón a las 7 am y salió a las 10:30; cuando Ramírez fue a visitarlo a la habitación, Piñango le dijo en mitad de la nota de anestesia: “Me jodiste”. Hay estados de la conciencia que resultan proféticos. La frase no es mía, es de Adriana Azzi.
El sábado 12, cuando se suponía que Miguel Piñango estaría de regreso en el hogar, amaneció estropeado del cuerpo y del espíritu, así que Ramírez le sugirió que se quedara en la clínica un día más. El domingo el doctor no asistió para hacerle el último examen y Piñango tampoco estaba en buenas condiciones, así que decidió quedarse hasta el lunes 14. Ese día, a las 10 de la mañana, entra al cuarto la secretaria de Administración con una sabrosa factura de 900 mil bolívares. El lector no es estúpido, el lector se está dando cuenta: ya comienza a enrarecerse el panorama. Ramírez deja en la oficina un cheque por 400 mil, queda en pagar el resto cuando converse con el médico y se marcha con semejante malestar encima: ya no tenía el cálculo en la vesícula pero sí una piedrita en el zapato, y unas ganas horribles de aclarar las cosas con el doctor de marras.
No tan sencillo...
El día lunes y el martes Miguel Piñango no pudo ingerir alimentos normalmente porque enseguida vomitaba; era una ocasión propicia para hablar con el doctor Ramírez. Este le recetó una medicina para tomársela antes y después de comer. Hubiera sido más fácil recetársela para antes y después de vomitar, ya que el organismo de Miguel Piñango no retenía ningún alimento. Cuatro días después decidieron ir de nuevo a la clínica para ver qué demonios salió mal en la operación y Ramírez les hizo un anuncio solemne: no fue la operación, compañeros, este señor tiene algo más y ya vamos a ver de qué color son las bananas.
Reclusión de Piñango en Emergencia, revisión profunda por parte de Ramírez y dictamen decisivo del galeno: señor, usted lo que tiene es estrés. Váyase para su casa y coma. Gran fórmula, pero Miguel Ramírez no pudo estar en su casa más de unas pocas horas, regresó con un dolor infernal y un gastroenterólogo decidió hacerle una endoscopia. Esta vez el análisis arroja otro resultado: el famoso estrés diagnosticado por Ramírez resultó ser una úlcera en el píloro. Para quienes no aprobaron el sexto grado, aclaremos: el píloro es el orificio que comunica al estómago con el duodeno, la puerta de entrada al intestino. Para resumir: si no se le desinflamaba el píloro entre el martes y el viernes, haría falta otra operación, bastante sencilla por cierto. En efecto, el doctor Ramírez debió hacer esa segunda operación, de la cual salió con un tubo de drenaje incrustado en el abdomen y en peores condiciones que hacía unas horas: los vómitos se incrementaron, su piel pasó del moreno claro al verde intenso y el acto de comer se fue convirtiendo en una epopeya dolorosa. Entonces, camarada, la operación no era ni tan sencilla.
Un poco difícil
Luego de consultar desesperadamente a un médico de Caracas, los familiares de Piñango decidieron que lo mejor era trasladar al paciente a la clínica Méndez Gimón, donde evidentemente iba a estar mejor atendido. Fueron a pedirle a Ramírez que diera la autorización para el traslado, pero nada de eso, familia: el hombre bonachón del apretón de manos y la sonrisa electoral se convirtió en un Mr. Hide relampagueante: por qué se lo llevan, si conmigo está de lo mejor. Se negó a darles la autorización, dio un portazo al salir de la habitación y le quitó el saludo a la familia Piñango; ocurrió el 30 de julio. Bonita forma de ganarse unos votos.
Al día siguiente, sin embargo, recapacitó, medio redactó un informe sin sello y sin firma, infló la cuenta hasta niveles rockefellerianos y se despidió de su impaciente paciente. Antes de darle el informe le suplicó: dame 12 horas más y te resuelvo el problema. Ustedes saben, el problemita aquél de hace un mes y pico. Piñango decidió que la última palabra la tenía la familia, y la última palabra de ésta fue que se lo llevaban a Caracas, a una clínica mejor dotada.
Conviene apresurar el epílogo para obviar algunos detalles demasiado sórdidos -por ejemplo, explicar con qué se encontraron los médicos de la clínica Méndez Gimón cuando intentaron operar a Piñango, sería excesivo-: los médicos decidieron limitarse a realizar una limpieza, pues el estado general de aquel cuerpo era lamentable y no soportaba una intervención completa. Nueva operación el 10 de agosto, chispazos de recuperación y, finalmente, muerte de Miguel Piñango, el 26 de agosto.
A lo que vino después ya estamos acostumbrándonos: cruce de informes médicos y maniobras legales, explicaciones del tipo “Gastroenteroanastomosis retrocólica isoperistáltica, Síndrome ictérico obstructivo con clínica de colangitis, asa yeyunal y canal pilórico”, todo para tratar de explicar cómo es que un candidato a la alcaldía de Altagracia de Orituco le destrozó las vísceras a un señor que sólo fue a sacarse una maldita piedra de la bilis. Más material de trabajo para la justicia.
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Cuando fue publicada en El Nacional, en 1998, su título era Una tragicómica manera de hacer proselitismo electoral.