A esa categoría de pobres habitantes del rico estado pertenece la familia Pacheco Urbina, una gente que le ha visto la cara a la pelazón de cerca, casi desde adentro. Para completar, viven en un barrio llamado Párate Ahí. No es que uno tenga nada contra las denominaciones de barrios, pero tenga usted la bondad de explicarme cómo coño va alguien a salir de abajo en un barrio cuyo nombre le recuerda a cada rato que nuestro lugar esta ahí abajo, sin posibilidades de surgir: Párate Ahí y no estudies, no le pongas empeño, no trabajes. Con una orden subliminal así a uno no le queda sino meterle los pocos centavos de la quincena a la lotería y a las carreras de caballos, o echarse a morir por nocaut fulminante a punta de caña blanca y tristeza.
De más está decir que también hay delincuencia y puñaladas traperas para regalar en esos eriales, y por lo tanto –cosa que podría funcionar si no hubiera tantos tipos que enloquecen cuando les cae una chapa y una pistola en las manos– la policía tiene o cree tener una especie de salvoconducto virtual para entrarle con todo a sus habitantes. Recuerden la postura oficial de un antiguo director de la Policía de Baruta, según el cual todo lo que se mueva en Petare huele a perico y a pólvora, y por lo tanto a esa gente hay que quebrarle las patas antes de sacarle una declaración. No se extrañen, esa es más o menos la filosofía en muchas partes de Venezuela.
A la familia Pacheco Urbina le tocó la mala un día de marzo. Tenía que tocarle. Ser marginal tiene su precio. No pretenderán que eso se pague sólo con hambre.
Ultimo out
Fue un operativo de la Policía Municipal: cinco patrullas llegaron al barrio Párate Ahí, repartieron rolo y codazos como en cualquier película de kung-fú, pegaron de una pared a todo bicho de dos patas que arrugara la cara al recibir los golpes, y después –sólo después– comenzó el cacheo de documentos.
Pero he aquí que a uno de los funcionarios le gustó la cara del hijo menor de los Pacheco, uno que llamaban Yoeshit Alberto (16 años a la fecha), y comenzó a preguntarle fuerte y seguido por unos malandros, por unos azotes de barrio que estaban escondidos por allí. La familia del muchacho dijo después –se ha cansado de decirlo– que él jamás tuvo trato con ningún delincuente, lo cual viene a ser lo de menos. De verdad, no importa, porque con peores lacras han salido retratados ciertos personajes muy queridos en las altas esferas y no por eso les han hecho ni una octava parte de lo que le salió a Alberto Pacheco esa tarde.
Lo que cuentan los testigos y familiares de Alberto es más o menos ésto: el joven estaba jugando beisbol, fue detenido junto con un grupo más de peloteros, llevado al lugar donde requisaban a los demás y desguasado a tiros de pistola en presencia de una veintena de testigos. En cuestión de minutos lo introduijeron en una patrulla, el chofer arrancó con la urgencia del caso hacia el hospital más cercano –adonde no llegó con vida el joven, por cierto– y perro a ladrar: allá va el cuerpo de Yoeshit Alberto rumbo al frío de la morgue, y más tarde a la sepultura.
La esquiva justicia, otra vez
Acá es cuando la historia se nos convierte en algo terriblemente parecido a otros casos anteriores, pero vamos a reseñarlo de todas formas. Total, aquí no pretendemos que se diviertan –para eso tienen a Max Haines; hacía tiempo que no nos metíamos con él– sino que se les arruine el domingo con el relato de algunas cuestiones sucias y más o menos cotidianas. Ejemplo: al día siguiente apareció en los periódicos regionales que la poderosísima escuadra de la Policía Municipal había despachado en heroica y arriesgada acción, allá en el peligrosísimo barrio Párate Ahí. ¡Salud, zulianos! Por fin hay alguien que los protege en las calles.
Unas cositas extras para no dejar esto por la mitad. El señor Freddy Pacheco hizo las diligencias pertinentes para recibir el cuerpo de su muchacho, y por supuesto lo recibió, pero lo recibió incompleto. Entre otras huellas menores, Alberto tenía los genitales mutilados y le faltaba la córnea de uno de sus ojos. Lo de la córnea se entiende; ya el doctor Jack Castro explicó que cuando uno muere sus familiares tienen tres horas para presentarse con una carta en la que prohíbe que le extraigan sus órganos. Está bien, a lo mejor esa córnea le estaba haciendo falta a alguien. Pero por lo demás... no sé, no sé. Mucha gente padece en el mundo por falta de bolas, pero que se sepa a nadie le han transplantado un testículo. A lo máximo que ha llegado la ciencia es a clonar una oveja, así que será bien difícil explicar por qué ese ensañamiento.
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