Salvador José Petit, de 44 años, ya había superado ese obstáculo inicial, pues desde hacía unos años era administrador de un establecimiento al que, por supuesto, le iba bastante bien. El negocio se llama El Tizón y queda en la ciudad de Coro, estado Falcón. El negocio es bueno. Los corianos comen.
Por alguna razón que ni siquiera la compañía electrica de la región –Eleoccidente– puede explicar, un mal día se produjo un aumento de esos que lo dejan a uno pasmado y con ganas de no encender jamás un bombillo. Y, por alguna razón que sólo la gente del restaurant El Tizón puede explicar –aquí nada es explicable desde afuera–, cierta deuda que habían arrastrado desde hacía dos meses se empató con la nueva factura repotenciada del mes de enero, y hete aquí que la deuda del local ascendió a la suma de un millón seiscientos mil bolívares, una cantidad difícil de cancelar de un solo guamazo incluso para un negocio más o menos próspero como el de Petit y su gente.
Yo tenía una luz
que a mí me alumbraba
En esos días, los últimos de enero y primeros de febrero, para ser más específicos, aterrizaron en la compañía de electricidad gran cantidad de reclamos, quejas y solicitudes de reconsideración de sus numeritos por parte de habitantes de Coro inconformes con el aumento; nada que no haya ocurrido antes en cualquier ciudad del país. Petit solicitó una explicación y le dieron la más sencilla del mundo: no es que Eleoccidente se esté robando la plata ni que los medidores enloquecieron y están cobrando los latidos del corazón; simplemente, aumentaron las tarifas. Y las deudas hay que pagarlas. ¿Qué posibilidades había de amortiguar ese golpe? Caray, digamos que ninguna. Pero la cosa es más bien fácil si la vemos así: usted paga lo que debe y la deuda queda eliminada.
La molestia fue brava mientras se limitó a su ámbito de papel y palabras por cumplir, pero la bravura se convirtió en otra cosa más agria y menos publicable cuando, a los pocos días de aquella primera diligencia, el restaurant se quedó sin energía eléctrica. Fin de mundo. Nadie toma cervezas calientes, y cocinar un pollo en medio de la oscuridad es más difícil que enamorar a Ana Karina Manco llevándole serenatas de Lupe y Polo. A Salvador Petit le entró una calentera de mil pailas de azufre, pero en medio de la tembladera encontró la serenidad suficiente para idear una estrategia: le pidió a su esposa, Maritza de Petit, que fuera hasta la compañía y negociara un plan de pago razonable con los jefes.
La señora Maritza fue hasta allá, le explicó la situación a un supervisor, le dijo que estaban dispuestos a pagar pero no de una sola vez porque no había un millón y medio de bolívares en esa caja. Y ahora, con el negocio cerrado, iba a ser un poco más difícil reunir el dinero. Así que pidió comprensión, y la obtuvo: el supervisor le partió la deuda en cuatro pedazos a ser pagados en igual número de fechas. Eso sonaba bien. Demasiado bien, dadas las circunstancias. Receta aceptada, remedio comprado. Pero, según refirieron más tarde voceros de la compañía, a pesar de las facilidades que le dieron, Petit dejó pasar la primera fecha de pago, y entonces el corte sí vino en serio y sin el consabido derecho a pataleo. Pagas o pagas; esa era la única opción.
Decidido, fatal
Otra versión, nunca confirmada, asegura que el plan propuesto por aquel supervisor fue rechazado por funcionarios superiores, con lo cual a Petit se le cerraron todas las salidas. Cosa que viene a ser lo de menos, porque el miércoles 24 de febrero Salvador José Petit se presentó en la Oficina Comercial de Coro para arreglar las cosas por su cuenta. Pidió hablar con el jefe de aquella oficina y le trajeron a Aura Rosa Namías, una gerente de esas bravas, de 33 años, quien escuchó atentamente su reclamo. El juego comenzó a trancarse desde el principio, porque cuando Aura Rosa se enteró que de el caballero estaba moroso se le puso más firme que de costumbre, con esa firmeza indomable que caracteriza a las mujeres falconianas.
Petit transitó en tiempo récord de la actitud reflexiva a la suplicante, de la suplicante a la impotente y de la impotente a la rabiosa, a medida que la señora Namías se iba poniendo más granítica en sus negativas. Entonces llegó el momento de la furia. Salvador Petit levantó la bolsa plástica que llevaba consigo, de ella sacó un envase metálico. El Carnaval había finalizado una semana antes, pero aún así el hombre bañó con su contenido la funcionaria. El contenido no era agua, sino algo que a Aura Rosa Namías le olió vagamente a gasolina o removedor de esmalte. ¿Qué pretendía Petit? ¿Quitarle las manchas, desteñirla, blanquearla un poco? No: su intención era prenderle candela, y fue lo que hizo. Sólo que la llamarada además de envolver a la mujer lo alcanzó a él mismo y a las dos docenas de clientes que se encontraban en el lugar.
La gente quiso hacer exactamente lo que los bomberos aconsejan hacer en esos casos: salir ordenadamente y sin dejarse ganar por el pánico, pero como el pánico no es oveja para dejarse amansar ya ustedes se imaginan el espectáculo: gritos, fuego vivo, gente quemada y asfixiada. Los únicos muertos en el hecho fueron Petit y Namías. Y los muertos no tienen una segunda ni una tercera oportunidad.