A juzgar por las ganas que se reflejaban en el rostro del mencionado gendarme, lo que venía ahora era un simposio de pescozones y tumbaguapos en la comisaría para que revelara quiénes lo habían acompañado en la faena. Así mismo fue, por supuesto. Cómo se iban a perder esa oportunidad de castigar a semejante joya. Pues bien, seis años y pico después de su vergonzoso debut en las páginas rojas, esa joya ha tenido el coraje de aparecerse por estos lares, con una historia o sucesión de historias que a primera vista parecen un poco demasiado exageradas, pero al mismo tiempo verosímiles, vista la cantidad de cosas raras que ocurren en estas calles y en estas cárceles nuestras.
Un detalle le hace merecer el beneficio de la publicación, y es el hecho de que Pablo Simón Padilla no ha venido a presentarse como un inocente. Ha dicho: "Yo no soy un angelito, pero quiero que usted lave mi nombre". Imposible corroborarlo, le dijimos. Pero el testimonio va; quién quita que de cinco palabras tres resulten ser ciertas.
Nuestro insólito sistema judicial
Lo de enero de 1993 culminó con el primer carcelazo de su vida. Tres semanas estuvo entre la comisaría de Cotiza y la PTJ, donde "confesó", harto ya de la cantidad de batazos que le dejaron insensibles las nalgas durante varios meses, que su acompañante en aquel atraco frustrado había sido un tal Cheo, habitante de Sarría. Casi de inmediato cesó la arremetida contra su baja espalda; dos días después le anunciaron que su compinche había sido capturado y que, con sólo reconocerlo él podría irse libre, porque ellos sabían que Pablo era un buen muchacho. Pablo Simón hizo lo que le pidieron, apuntó con el índice a la cara del tal Cheo de Sarría y eso fue todo, el trámite estaba cumplido.
Cuando salió de la comisaría tenía tantas razones para reírse como para estar preocupado: él en realidad no conocía a ningún Cheo de Sarría, así que ese sujeto que la justicia capturó y contra quien él declaró era alguien a quien, por alguna razón, querían encasquetarle el atraco del boulevard, por las malas.
Dada la forma en que comenzó el año, Pablo Simón no podía esperar que le fuera bien en los meses restantes, así que casi ni le extrañó cuando en mayo, una vez hubo superado aquellas incomodidades físicas producto de las palizas y bofetones, sufrió otro resbalón con titular de prensa incorporado. Dicen los periódicos del 23 de ese mes que Padilla se encontraba entre los 18 detenidos durante una razzia policial realizada en los alrededores del liceo Fermín Toro, y que iba a ser puesto a las órdenes de la PTJ debido a que su expediente registraba tantas fechorías como para llenar varios archivos. El se encontraba por allí sin hacer nada malo –y tampoco nada bueno–, pero cuando entregó los documentos y radiaron sus datos del otro lado del transmisor lo que salió fue una lenguarada llena de maldiciones y de invocaciones a la virgen santísima: Pablo Simón Padilla estaba solicitado por robo a mano armada y por homicidio, y en calidad de poseedor de esos antecedentes fue encarcelado, juzgado con unas fórmulas que él, inteligente para las cosas de la sobrevivencia pero un poco ido, como el común de los mortales, en eso del palabreo jurídico, no pudo defenderse de ninguno de los cargos.
Apenas comenzaba a acostumbrarse a la idea de que alguien estaba jugándole sucio en esas oficinas monstruosas de los tribunales, cuando lo montaron en un autobús y fue a parar con sus huesos al penal de Tocorón, allá en Carabobo. Entonces se le borró la risa con que recibió aquella bendición de enero, cuando delató al nunca bien ponderado Cheo, y admitió que una por una no es trampa.
Pero carai, se pregunta todavía Pablo Simón Padilla, ¿a quién se supone que maté yo para merecer esto?
Una frase original
Hace apenas dos meses y después de mucho trajín por parte del abogado Pedro López Sucre, Pablo Simón salió en libertad; la Caracas que dejó en 1993, a los 23 años de edad, es bien distinta a la de 1999, cuando ya roza los 30 y no parece costarle mucho prometer que jamás, pero nunca jamás, volverá a meterse una pistola en la cintura para salir a aterrorizar a las gentes. En el 93, por ejemplo, cierto caballero que bien pudo haber sido su compañero de celda ahora es presidente de Venezuela; el pasaje mínimo en autobús costaba 50 bolívares y ahora cuesta 100; un almuerzo popular costaba 500 bolos y ahora no baja de 2.000; Gilberto Correa aparentaba 70 años y ahora aparenta 64. El tiempo pasa. Las sociedades y los seres humanos se transforman.
Durante ese tiempo en la cárcel Pablo Simón Padilla aprendió muchas cosas, y él mismo se refiere a ese proceso de aprendizaje con una frase que debería acuñar, por si acaso alguien más la utiliza luego: "La calle es un curso de delincuencia, y la cárcel es la universidad". Pues bien, en la universidad a él le tocó presenciar de cerca, a pocos metros de distancia, la muerte de Omar José Moreno, alias El Gordo Omar: al conocido capo lo tasajearon a chuzazos ante la mirada de varios espectadores silenciosos. Le tocó además sentir en su cuerpo los filos de la violencia: tiene una cicatriz que le atraviesa el brazo izquierdo desde el hombro hasta el codo. Y todo –insiste– porque alguien quiso mantenerlo en silencio y lejos de los cazadores de chismes.E insiste: "Quiero lavar mi nombre, yo no he matado a nadie, escríbalo ahí". Bueno, pues lo escribimos: ese hombre no ha matado a nadie. A quién puede interesarle la verdad a estas alturas.