mayo 26, 2005

Según el protagonista...

La fotografía aparecida el 17 de enero de 1993 en Ultimas Noticias no dejaba lugar a dudas: Pablo Simón Padilla, de 23 años, acababa de ser sorprendido en flagrante delito por una comisión de la Metropolitana en una tienda de electrodomésticos del boulevard del Panteón. Dice la reseña que el tipo fue despedido con silbidos y amenazas de linchamiento por todos los caminantes después de ser obligado a entregar el arma y a quedar en manos de un voluminoso uniformado.
A juzgar por las ganas que se reflejaban en el rostro del mencionado gendarme, lo que venía ahora era un simposio de pescozones y tumbaguapos en la comisaría para que revelara quiénes lo habían acompañado en la faena. Así mismo fue, por supuesto. Cómo se iban a perder esa oportunidad de castigar a semejante joya. Pues bien, seis años y pico después de su vergonzoso debut en las páginas rojas, esa joya ha tenido el coraje de aparecerse por estos lares, con una historia o sucesión de historias que a primera vista parecen un poco demasiado exageradas, pero al mismo tiempo verosímiles, vista la cantidad de cosas raras que ocurren en estas calles y en estas cárceles nuestras.
Un detalle le hace merecer el beneficio de la publicación, y es el hecho de que Pablo Simón Padilla no ha venido a presentarse como un inocente. Ha dicho: "Yo no soy un angelito, pero quiero que usted lave mi nombre". Imposible corroborarlo, le dijimos. Pero el testimonio va; quién quita que de cinco palabras tres resulten ser ciertas.

Nuestro insólito sistema judicial

Lo de enero de 1993 culminó con el primer carcelazo de su vida. Tres semanas estuvo entre la comisaría de Cotiza y la PTJ, donde "confesó", harto ya de la cantidad de batazos que le dejaron insensibles las nalgas durante varios meses, que su acompañante en aquel atraco frustrado había sido un tal Cheo, habitante de Sarría. Casi de inmediato cesó la arremetida contra su baja espalda; dos días después le anunciaron que su compinche había sido capturado y que, con sólo reconocerlo él podría irse libre, porque ellos sabían que Pablo era un buen muchacho. Pablo Simón hizo lo que le pidieron, apuntó con el índice a la cara del tal Cheo de Sarría y eso fue todo, el trámite estaba cumplido.
Cuando salió de la comisaría tenía tantas razones para reírse como para estar preocupado: él en realidad no conocía a ningún Cheo de Sarría, así que ese sujeto que la justicia capturó y contra quien él declaró era alguien a quien, por alguna razón, querían encasquetarle el atraco del boulevard, por las malas.
Dada la forma en que comenzó el año, Pablo Simón no podía esperar que le fuera bien en los meses restantes, así que casi ni le extrañó cuando en mayo, una vez hubo superado aquellas incomodidades físicas producto de las palizas y bofetones, sufrió otro resbalón con titular de prensa incorporado. Dicen los periódicos del 23 de ese mes que Padilla se encontraba entre los 18 detenidos durante una razzia policial realizada en los alrededores del liceo Fermín Toro, y que iba a ser puesto a las órdenes de la PTJ debido a que su expediente registraba tantas fechorías como para llenar varios archivos. El se encontraba por allí sin hacer nada malo –y tampoco nada bueno–, pero cuando entregó los documentos y radiaron sus datos del otro lado del transmisor lo que salió fue una lenguarada llena de maldiciones y de invocaciones a la virgen santísima: Pablo Simón Padilla estaba solicitado por robo a mano armada y por homicidio, y en calidad de poseedor de esos antecedentes fue encarcelado, juzgado con unas fórmulas que él, inteligente para las cosas de la sobrevivencia pero un poco ido, como el común de los mortales, en eso del palabreo jurídico, no pudo defenderse de ninguno de los cargos.
Apenas comenzaba a acostumbrarse a la idea de que alguien estaba jugándole sucio en esas oficinas monstruosas de los tribunales, cuando lo montaron en un autobús y fue a parar con sus huesos al penal de Tocorón, allá en Carabobo. Entonces se le borró la risa con que recibió aquella bendición de enero, cuando delató al nunca bien ponderado Cheo, y admitió que una por una no es trampa.
Pero carai, se pregunta todavía Pablo Simón Padilla, ¿a quién se supone que maté yo para merecer esto?

Una frase original

Hace apenas dos meses y después de mucho trajín por parte del abogado Pedro López Sucre, Pablo Simón salió en libertad; la Caracas que dejó en 1993, a los 23 años de edad, es bien distinta a la de 1999, cuando ya roza los 30 y no parece costarle mucho prometer que jamás, pero nunca jamás, volverá a meterse una pistola en la cintura para salir a aterrorizar a las gentes. En el 93, por ejemplo, cierto caballero que bien pudo haber sido su compañero de celda ahora es presidente de Venezuela; el pasaje mínimo en autobús costaba 50 bolívares y ahora cuesta 100; un almuerzo popular costaba 500 bolos y ahora no baja de 2.000; Gilberto Correa aparentaba 70 años y ahora aparenta 64. El tiempo pasa. Las sociedades y los seres humanos se transforman.
Durante ese tiempo en la cárcel Pablo Simón Padilla aprendió muchas cosas, y él mismo se refiere a ese proceso de aprendizaje con una frase que debería acuñar, por si acaso alguien más la utiliza luego: "La calle es un curso de delincuencia, y la cárcel es la universidad". Pues bien, en la universidad a él le tocó presenciar de cerca, a pocos metros de distancia, la muerte de Omar José Moreno, alias El Gordo Omar: al conocido capo lo tasajearon a chuzazos ante la mirada de varios espectadores silenciosos. Le tocó además sentir en su cuerpo los filos de la violencia: tiene una cicatriz que le atraviesa el brazo izquierdo desde el hombro hasta el codo. Y todo –insiste– porque alguien quiso mantenerlo en silencio y lejos de los cazadores de chismes.E insiste: "Quiero lavar mi nombre, yo no he matado a nadie, escríbalo ahí". Bueno, pues lo escribimos: ese hombre no ha matado a nadie. A quién puede interesarle la verdad a estas alturas.

mayo 18, 2005

El odio no prescribe

Tucacas es un pueblo muy interesante por la sabrosura de sus playas, por aquellos paisajes bucólicos –está en toda la entrada del Parque Nacional Morrocoy– y, fundamentalmente, por quedar bien lejos de Caracas. También es un pueblo muy pequeño, y eso tiene ventajas y desventajas. Parece que hace tiempo los habitantes decidieron que eran más las primeras, y eso también trae sus consecuencias; entre ellas, el que los amores sean para toda la vida, igual que las enemistades.
La historia de hoy –disculpen el tono de Nuestro Insólito Universo– comenzó en 1975, un año después del nacimiento de un niño llamado David Arambulén. Un tío de éste, llamado Julio Arambulén, y por cierto muy querido en la familia y en el pueblo, tuvo un lance de machos con otro caballero de nombre Ubaldo Ramones Revilla. Hubo violencia, puñales, golpes bravíos, y al final Ramones salió con la mejor parte, es decir, quedó con vida pero fue a prisión. Arambulén, en cambio, pasó a la historia como uno más de los caídos en lides sin trascendencia. A su memoria le queda el consuelo de que su familia lo lloró durante mucho tiempo. Nada más solitario que un cadáver en un pueblo lejano, bueno para estar sólo unos días; nada más triste que un adiós bajo el solazo de la una de la tarde.

La metamorfosis

Han transcurrido casi 24 años desde aquel lance fatal, y Tucacas es una cosa bien distinta a aquel caserío más o menos perdido de hace dos décadas. Aunque su número de habitantes no ha crecido tanto como para alarmarse porque vaya a desbordar las capacidades del pueblo, ahora se le ve un rostro distinto: el rostro de los pueblos que no son exactamente como Caracas pero tienen un airecito a ciudad. Hay clubes de buceo, ventas de aparatos para sumergirse en ese mar y restregarse un poco con las mantarrayas, merluzas, corocoros y tiburones; hay planes turísticos que se promocionan –mal o bien, no viene al caso– en el exterior, de modo que si usted presta atención es posible que un día se encuentre en la arena un par de aguamalas lánguidas, venosas y descoloridas. No se alarme, no se acerque a curiosear; lo más seguro es que se trate de una gringa echada al sol con el torso descubierto.
Otras cosas de tanta o mayor envergadura han ocurrido: la descentralización, el nacimiento de la figura de los alcaldes, la creación de las Policías estadales y municipales, las nuevas fuentes de trabajo. Hacia allá vamos, pero poco a poco.
En la familia Arambulén los tiempos han borrado ciertas heridas dolorosas, pero cómo pesan esas cicatrices. Aquel niñito llamado David, que tenía un año de edad cuando la tragedia de su tío –de quien no se acuerda, aunque sí tiene frescas las lágrimas y las historias contadas con amargura por sus familiares– hoy tiene 24 años, y hace tres comenzó a ganarse la vida como policía del estado. Entretanto, Ubaldo Ramones llegó a la muy respetable edad de 62 años y se convirtió en prestamista, de ésos a los que uno acude cuando la pelazón aprieta demasiado fuerte, y que solicitan en garantía el carro o la casa y cobran unos intereses de miedo, como si se tratara del FMI. Para él los tiempos de la puñalada habían quedado atrás l; hay otras formas menos arriesgadas de exprimirle la sangre al prójimo.
El año pasado, un caballero de nombre Agustín Rafael Ortiz, de 37 años, le pidió dinero a Ramones y le entregó en garantía los papeles de su casa. Como buen tipo insolvente él sabía, incluso antes de pedir el dinero, que iba a ser muy difícil pagar esa deuda en el plazo establecido. La fecha de vencimiento del giro era el 31 de diciembre de 1998, y ya a finales de noviembre a Ortiz le entró la desesperación; entonces decidió que lo mejor era despachar para siempre al prestamista Ramones. Perder la casa por limpio y por torpe es tan repugnante como beberse por obligación un Gatorade de lechosa.

Huellas en el tiempo

Volvemos a David Arambulén, el ex niñito de 1975 y ahora funcionario de la policía estadal. Por uno de esos azares tan comunes en los pueblos pequeños, David y Agustín Rafael Ortiz, el endeudado, eran muy amigos. David supo de la desesperación de este último, y entonces se le ocurrió algo.
Nada más pedestre y directo: los hombres esperaron la llegada de Ramones frente a su casa, irrumpieron por la fuerza cuando éste hubo entrado, lo inmovilizaron, lo obligaron a revelar dónde estaban los papeles de la casa de Ortiz, simularon un robo –o no lo simularon: se llevaron varias cosas para achacarle la acción al hampa común– y se llevaron al hombre en su camioneta hasta una playa lejana. Le metieron el sermón de ley; quizá David le habló de su tío Julio, de aquel duelo desgarrador de 1975, de las huellas que su muerte había dejado en la familia. Quizá el anciano pidió a gritos que no lo mataran, quizá pidió perdón, quizá lo soportó todo estoicamente. Lo único seguro es que nadie se salva de un balazo en la sien. Los hombres abandonaron la camioneta en un sitio apartado y se acabó el capítulo Ubaldo Ramones. Ocurrió el primero de diciembre del 98.
El imbécil de la partida –que nunca falta– fue Ortiz, quien no pudo soportar la tentación de quedarse con el celular de Ramones y regalárselo a una chica. Dos meses después del crimen la novia fue fácilmente ubicada, y no hizo falta presionarla mucho para que confesara con orgullo que aquel teléfono era un regalo de su tierno Agustín Rafael. David fue interrogado también y cayó en desgracia por no saber dar detalles exactos de lo que había hecho el día del asesinato, y además había un tercer responsable, de nombre Virgilio, a quien hicieron confesar a punta de cachetadas. El primero de febrero la historia fue ensamblada tal cual, en todas sus partes.
David ha sido destituido de su cargo y está en prisión. Por una venganza añeja. Qué manera de fastidiarse la vida.
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El Nacional, marzo de 1999. Mismo título.

mayo 15, 2005

Tan difícil como el diferendo

Tal como suele ocurrirle a cualquier muchacho de su edad (17 años), Jaime León Hinojosa Acosta se pasó la adolescencia reflexionando en torno a las múltiples posibilidades que ofrece el sistema educativo venezolano. En otras palabras, no tuvo que pensarlo mucho: mejor se dedicaba a arreglar sus asuntos pendientes y a esperar la primera oportunidad para marcharse del país, en lugar de estar gastando neuronas en averiguar qué demonios iba a estudiar mientras los demás se dedicaban a lo suyo, que consistía —siempre ha consistido, desde que el hombre es lo que es— en gozarse la vida y llenar el currículum de amores tempranos. Así, pues, tenemos a un Jaime buen estudiante, muy preocupado por el futuro y por todo lo que ello implica, pero no tanto como para dejar de apuntarle y dispararle a cuanto mogote con faldas despuntara por esas avenidas de la capital.
El muchacho vivía en el centro de Caracas, estudiaba en el liceo Teresa Carreño, cerca de la avenida Baralt, y salía a vacilar por toda la ciudad, jugaba basquet cuando le provocaba, se tomaba unas cervezas. ¿Militancias o simpatías políticas? Ninguna. De los jóvenes de acá se ha dicho, estadísticas en mano —y se comenta a veces con tono de reproche y otras como algo de lo más normal— que cada vez están menos inclinados a participar en organizaciones políticas. Así que, en vista de lo anterior, hay que concluir que Jaime Hinojosa era un tipo normal. Entonces, ¿qué sentido tiene esta presentación, si a fin de cuentas sólo estamos hablando de un joven como cualquier otro?
Justamente: cuesta trabajo explicarse por qué razón un joven sin compromisos grupales es desaparecido un mal día en la convulsionada Colombia, sin que se sepa quiénes son sus captores, y más trabajo aún cuesta entender cómo es que el gobierno venezolano no ha movido media uña del dedo meñique para indagar por su paradero.

La caja y el acordeón

En 1994, al culminar el noveno grado, se le presentó la oportunidad esperada. Tras una breve conversación con sus padres, Jaime evaluó y aceptó el reto que se le planteaba: culminar sus estudios de bachillerato en Valledupar, en el corazón del Cesar, república de Colombia, y entrarle de lleno a la carrera de Ingeniería, que de aquel lado de la cordillera tiene bastante auge y campo de acción. Si hay dudas al respecto, observen el verdor de la sierra de Perijá, del lado venezolano, y compárenlo con el gigantesco peladero que se nota en la vertiente occidental de esa misma montaña, por causa de la intensa explotación minera.
No fue azarosa la escogencia de Valledupar como nuevo lugar de residencia del muchacho. De allí es su padre, Jaime Hinojosa Daza, quien además es primo de una leyenda de la música vallenata: Diomedes Díaz, nombrado “El Cacique de La Junta” por lo ancho del Caribe. Así que el joven no sólo estaba cambiando un país por otro y unas amistades por amistades nuevas, sino también a la changa y el merengue mierdero que se escucha acá por lo mejorcito que se le puede sacar a la caja y el acordeón.
Se instaló en la zona residencial de Novalito, una urbanización exclusiva de la localidad, y comenzó a estudiar en el colegio Loperena, donde remató en su mejor estilo los dos años restantes del bachillerato. El seis de diciembre de 1996 era la fecha indicada para celebrar la graduación de Jaime y su promoción. Por los méritos obtenidos y por su personalidad, fue seleccionado como el bachiller que daría el discurso en nombre de los estudiantes. Pero dos días antes tenían que atravesarse los peores fantasmas, y se atravesaron.
Salir a pasear en Caracas es peligroso por el asunto del hampa; en Valledupar el hampa ha tenido que replegarse hasta casi desaparecer, debido a problemas mayores. Nada de esto le pasó ni tenía que pasarle por la mente a Jaime León Hinojosa, a quien el espíritu fiestero lo había acompañado hasta más allá de la frontera. El cuatro de diciembre cazó una cita con una chica llamada Yuranis Rodríguez y con otro joven, Iván Martínez Villero.
No habían recorrido 200 metros cuando un vehículo rústico de lujo los interceptó; de él bajaron unos tipos armados con unos artefactos de feria, los encañonaron, apartaron a la muchacha y se llevaron a los dos varones. Los muchachos no aparecieron al día siguiente, tampoco el seis de diciembre, día de la graduación. Los estudiantes del colegio Loperena suspendieron el acto de grado en protesta por la escalada de violencia; en esos días ya era imposible determinar cuándo los agresores pertenecen a la guerrilla y cuándo a los grupos paramilitares, al gobierno o el narcotráfico

La búsqueda

El proceso de rastreo, ya no de los jóvenes, sino de noticias suyas, ha resultado más complicado que el tema del diferendo. Y vaya que han rastreado por todos los medios posibles los padres de Jaime. Su progenitor, Jaime Hinojosa Daza, se ha entrevistado incluso con portavoces de las FARC, quienes le han asegurado que el muchacho no está ni estuvo en poder de la guerrilla. En los cuerpos de seguridad le han dado vagas pistas: por el tipo de vehículo que conducían los raptores, por la zona en que actuaron y por las características del procedimiento, todo indica que se trata de algún escuadrón paramilitar.
Ultimos movimientos: Hinojosa le ha enviado cartas al Ministerio de Relaciones Exteriores, al propio presidente de la República, a los organismos venezolanos que, se supone, deben interceder por los compatriotas, por sus bienes y sus vidas. ¿Ustedes han recibido alguna vez una llamada, o aunque sea una carta del gobierno para ayudarle con algún problema? Bueno, consuélense, Jaime Hinojosa —padre e hijo— tampoco, ni en el cielo ni en la tierra.
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El Nacional, noviembre de 1998. Apareció con el mismo título

mayo 10, 2005

Todas las muertes del capo

Ha muerto Ricardo Paz. El nombre puede no sonarle mucho a los seguidores del Miss Venezuela, pero sí le sonará bastante a quienes siguen de cerca las calamidades de los carteles de la droga. A Ricardo Paz lo relacionaban, en efecto, con el Cartel de la Guajira, y a causa de esos vínculos permanecía tras las rejas en el momento de su hora final (10 de agosto de 1999, en la cárcel de San Sebastián, departamento de La Guajira, en Colombia).
Llórese su muerte o cause alivio entre la gente de bien, pero no se diga jamás la frase “La muerte lo sorprendió”. Antes de sucumbir envenenado con una dosis de estricnina suficiente para noquear a una manada de elefantes, a Ricardo Paz le había ocurrido todo cuanto tiene que ocurrirle a alguien para proclamar que le ha ganado la carrera a la muerte. Entre esas situaciones límite está el haber sobrevivido a varias emboscadas y haber vivido en la población de Maicao. Quien conoce ese lugar sabe de qué se trata; quien no ha ido allí jamás sólo imagínese al infierno, póngale un mercado al estilo de La Hoyada y un poco más de sol: comercios más, guerrilleros menos, ése es el mejor retrato del pueblo.
Ricardo Paz nació en Riohacha, y pertenecía a la etnia wayúu. No hay que ser muy sabihondo para tener una idea del temperamento y la actitud ante la vida de ese pueblo; no nos extrañe entonces si Ricardo Paz se burlaba de su apellido y prefería regar el mundo de balas o hacer un postgrado en el arte de huir de ellas.

La vida loca

Bien temprano conoció la violencia, y un poco más tarde el protagonismo en los titulares de los periódicos. Tendría 17 años cuando asistió a un ritual conocido entre los wayúu como “segundo velorio”: se trata de una ceremonia en la cual al difunto lo desentierran un año después de haber fallecido, para que su madre y sus parientes femeninas más cercanas procedan a separar los huesos (eternos) de la carne (corrupta) con sus propias manos, entre llantos y alaridos; un espectáculo no apto para los fans del osito Winni Pooh.
Pero para Ricardo Paz y los suyos lo terrible no fue la asistencia a la ceremonia (muy común además en esa etnia) sino el desenlace que tuvo la misma: unos pistoleros irrumpieron en la sala donde tenía lugar el desentierro y encendieron a balazos a la concurrencia, con saldo de cuatro personas muertas. Dos de esas personas eran el hermano y la hermana menor de Ricardo. La prensa reseñó el suceso como un simple acto de venganza entre clanes adversarios (otra cuestión muy común entre guajiros), y a estas alturas no habrá forma de confirmar esta versión; por lo general los wayúu no acuden a la policía para zanjar sus diferencias sino que las resuelvgen ellos mismos. Y la policía, por su parte, no suele ponerle mucho empeño a un caso suscitado entre guajiros, la pinga, allá ellos con su cosmovisión y su curtura.
Cuatro años transcurren; ya es 1994 y Ricardo Paz es un hombrecito de 21 años con el pellejo curtido por el sol y los malos ratos. En Maicao, espacio comercial por excelencia, el muchacho no tenía mayores alternativas: hacerse comerciante, chofer de chirrincheras (esas camionetas pick up con lona atrás que sirven, por lo general, para transportar gente brava a un lado y otro de la frontera), contrabandista o ladrón. Ninguna de las opciones le gustó; se hizo entonces vigilante de cuanta tienda quisiera contratar sus servicios. No se diga tampoco, entonces, que le faltaba vocación o ganas de trabajar.
Pero, hablando de malos ratos, el 6 de mayo de 1994 le tocó uno bastante serio, aunque no inédito en su loca vida: aquella noche transitaba con su hermano José Alberto Paz por una de esas calles tan hermosas de Maicao, cuando de pronto varios hombres bajaron de una camioneta y los ametrallaron sin piedad. Ricardo pudo huir, protegido por quién sabe qué deidad indígena, pero a José Alberto lo dejaron convertido en un vil rayo de queso. A él mismo le juraron la muerte. Que no pensara que las balas iban a perdonarlo por los siglos de los siglos.
Ricardo se hastió de tanta violencia y decidió buscar un lugar más humano, amable y sereno donde vivir: cruzó la frontera y se instaló en Maracaibo. Luego hizo unas diligencias, preguntó unos precios y se compró una hacienda en el verdor de Machiques.

Contra balas y malas lenguas

Ya ustedes se han preguntado, como se lo preguntaron las autoridades en aquel momento: ¿de dónde sacó aquel jovencito los millones que le costó el fundo en la zona de Machiques? Hay historias al respecto. El propio Paz arrojó luces sobre las que menos le favorecen, como se verá más adelante.
Una tarde, exactamente el pasado 13 de julio, se repitió la ya conocida escena: se encontraba conversando frente a la casa de unos familiares, allá en Machiques, y de repente unos hombres armados rociaron al grupo con balas de todo calibre y estuvieron a punto de freírlos a todos. Esta vez la parte negra le tocó a Ricardo Paz, quien recibió cuatro impactos de bala y debió ser trasladado a la clínica La Sagrada Familia. Allí le hicieron unos remiendos maravillosos que se le salvaron la vida, pero todavía le faltaba un round que sortear.
Un día después de la operación llegaron a la clínica unos hombres vestidos de militar que apartaron a enfermeras, vigilantes y visitantes por igual diciendo que eran funcionarios de la DIM. Entraron a la habitación de Ricardo, tomaron posiciones y lo remataron a tiros a él y a un amigo que lo cuidaba. Afuera, una comisión de la Guardia Nacional se extrañó de oír tanto vaporón en una clínica y se acercó para ver de qué se trataba; cuando el grupo comando salió del recinto se inició una balacera de esas sabrosas, ante las cuales provoca sentarse a mirar con una bolsa de cotufas en la mano, y uno de los agresores de Ricardo pereció en el combate. También murió el amigo que lo cuidaba, con varios plomos en el cuerpo. Y el buen Ricardo Paz, señoras y señores, sobrevivió nuevamente a los cañones enemigos. Ya le iba ganando 4 a 1 a la muerte; ya iba siendo hora de convertirlo en material periodístico.
Una vez trasladado a un hospital en Maracaibo, con dos tiros más en el cuerpo pero más vivo que el coñísimo, comenzaron a llegar reporteros de varios periódicos, deseosos de indagar en esta especie de Bruce Willis guajiro. El marabino Panorama y el semanario Crónica Policial, entre otros medios, le sacaron varias declaraciones, una de las cuales resulta, cuando menos curiosa. Ricardo Paz dijo algo así como: “Ni que yo fuera pendejo para decirles que me están buscando en Colombia”. Paz se refería a cierta banda de narcos que le tenía un riñón hinchado a él y a su familia desde que vivía en Maicao, pero las autoridades de acá hicieron otra lectura de la frase y decidieron investigar un poco más. Enviaron sus datos a Colombia, y esperaron respuesta. Del lado de allá respondieron con colosales gritos y relinchos: ese Ricardo Paz no era otro que el capo mayor del Cartel de La Guajira, y las policías de Colombia tenían años dándose de cabeza contra las paredes porque desconocían su paradero.Una semana después de los atentados contra su vida, Ricardo Paz fue deportado mansamente a Colombia. En la cárcel de San Sebastián lo esperaban los viejos enemigos con armas más rabiosas y también otras sutiles.
La que lo fulminó definitivamente vino escondida en el almuerzo del día 10 de agosto. Sin balas ni ruidos innecesarios, el veneno le destrozó las entrañas y mandó a Ricardo Paz al terreno de la leyenda.
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El Mundo, 20 de septiembre de 1999. Idéntico título.

mayo 09, 2005

Aquel primer año

Un domingo de noviembre de 1997 publiqué estos tips en la página que me correspondía llenar en El Nacional. Hablaba allí del primer año de la sección Guerra Nuestra. Copio (y pego) aquí abajo el texto tal como apareció entonces. Y los tips de sucesos policiales que escribí entonces.
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364 días
Entre efemérides y detalles curiosos, entre historias intrascendentes y otras impactantes; entre momentos ingratos y testimonios agradecidos, al autor de estos párrafos lo ha sorprendido el primer año de actividad en este espacio. ¿Motivo para reflexionar, para coger impulso nuevamente, para enmendar errores y ponerle más empeño a la cuestión? Correcto: un año no significa nada, no es ningún hito inmarcesible, pero en fin, si estamos de acuerdo en que cualquier ocasión es buena para ver un momento hacia atrás y darle sólido y con nobleza hacia el futuro, acepten por favor este recuento.
En efecto, hace exactamente un año menos un día apareció nuestra primera crónica en esta página. En aquella oportunidad entregamos un trabajo quizá algo aparatoso, el temblor del pulso principiante como que se notó demasiado y Hugo Prieto estuvo a punto de arrepentirse de habernos llamado para reseñar los sucesos para Siete Días. Un año más tarde, ya Prieto superó el primer impacto; ahora está totalmente arrepentido, el temblor de este pulso está más intenso que nunca, pero ya es como demasiado tarde para dar un paso atrás.
Ni una palabra más: ustedes pueden seguir denunciando aquí sus casos, el autor de todo esto está disponible en la dirección de Feriado y adiós al tono rememorativo, caramba, ni que esta fuera la columna de Abelardo Raidi.
**Carmen Teresa Escobar tiene 65 años, vive en la calle Guaicaipuro de Artigas y se le conoce, entre otras cosas, por ser una madre abnegada que no ha escatimado esfuerzos por garantizarle el pan y otros elementos de sobrevivencia a suhija, Belkis. El martes pasado, a la doña en cuestión le cayó la Policía Metropolitana de improviso, le registró la casa sin misericordia y de repente ah, sorpresa, 20 kilogramos de malanga, mafafa, purita marihuana, pues. La doña se estremeció de pavor, lloró de lo lindo, sopesó las circunstancias, evaluó la situación y finalmente soltó lo que tenía entre el pecho y la espalda: la droga pertenecía a su hija Belkis. Los agentes buscaron a la tal Belkis en el mismo sector y la encontraron sin mayores problemas. Ambas están detenidas en la comandancia de la PM en Cotiza. Madre hay una sola.

**En Valencia fue hallado el cadáver de un hombre llamado Hugo Freites Gómez, de 33 años. Estaba dentro de una casa ubicada en el sector Fundación Mendoza, y su cuerpo, envuelto en bolsas plásticas y aparentemente estrangulado con una media, estaba cubierto de pétalos de rosas. El difunto era instructor de gimnasia.

**No tiene nada de extraño que allanen una vivienda de vez en cuando, en busca de estupefacientes u otros efectos relacionados con actos ilícitos. Lo que sí resulta extraño es que el cuerpo policial que ejecuta el allanamiento presente el resultado de la acción con el detalle y la precisión —la honestidad, agregaríamos— con que lo hizo esta misma semana la Policía de Miranda. Ocurre que, durante un operativo en Ocumare del Tuy, fueron detenidos cuatro ciudadanos responsables de algunas cosas encontradas en varias viviendas. La lista de lo incautado, presentada a los medios, está descrita así: “10 pitillos de cocaína, 9 de basuco, 4 de marihuana y un tubo de xilocaína —ustedes saben, para el dolor de muelas—; una escopeta marca New England, calibre 16, serial 342824, 19 cartuchos, dos cartuchos para FAL, cuatro cajas de cerveza Polar, siete yesqueros, 107 mil bolívares en efectivo y seis dólares”. Además aseguran haber decomisado en otro procedimiento “un rollo de papel aluminio, dos rollos de papel plástico Envoplast, dos calculadoras marca Casio, un colador plástico y cuatro velas”. Asusta tanta minuciosidad.

**No sólo los anticastristas fueron objeto de un seguimiento riguroso durante la cumbre presidencial: los vascos recibieron también su ración de manoseo y persecución para ver si, por casualidad, no había entre ellos un etarra coleado y dispuesto a causar desmanes en la humanidad de alguno de los ilustres visitantes. Hubo alguna queja airada en contra de la movilización de la Disip, pero cómo se hace, lo importante era que los presidentes se sintieran seguros. Así los demás tuvieran que comerse las verdes durante unos días.

mayo 08, 2005

Otro duro más

Esteban Bocaranda, alcalde del municipio Tovar –capital Colonia Tovar– tiene encima una investigación bastante delicada, y un auto de detención más delicado aún. "Aprovechamiento de cosas provenientes del delito" no parece sonar muy fuerte en un país que ya se está acostumbrando a que sucedan crímenes más monstruosos, pero el problema con el amigo Bocaranda es que la PTJ de Maracay encontró en las bóvedas de la alcaldía de Tovar, esto es, en su oficina, un puñado de joyas. Tras una simple verificación las autoridades determinaron que esas prendas habían sido extraídas a la fuerza de la joyería Damasco, en La Victoria, por una banda armada.
Al ser capturado e interrogado sobre el origen de aquellas joyas, el alcalde titubeó; luego dio una explicación que no convenció al comisario Juan Villamizar, de la PTJ-Maracay, y entonces sí estalló el escándalo en serio. Junto con Bocaranda fueron a parar a la cárcel el comandante de la policía municipal, Henry Perozo; Asdrúibal Martínez, José Carucí y Moisés Morón, todos funcionarios de la alcaldía.
Es una historia extraña, torcida, de esas que mucha gente no puede creer. Pero más torcida y extraña, además de intensa, es la historia paralela, la que permitió que la anterior ganara espacios en la prensa. La que mantuvo en vilo a los cuerpos policiales de Aragua, Miranda y el Distrito Federal; la historia brava dentro de la historia.

Alcaraván, compañero

Se llamaba Rubén Darío Medina Luna, tenía 34 años y vivía con su esposa y una hija en una urbanización de Valencia. Al margen de esa vida hogareña y familiar se desarrollaba su otra faceta, la perversa, la que lo llenó de dinero, comodidades, bienes y también un feo prestigio: el hombre era un consumado asaltante y llevaba encima un récord criminal bastante macabro, contentivo de ocho homicidios probados y algunos más que se le han atribuido pero nunca se le comprobaron.
La noticia más antigua que se tiene sobre su tétrica trayectoria data del 13 de febrero de 1992. En esa oportunidad emboscó y neutralizó con su camioneta al vehículo de los hermanos Nicola y Giovanni Del Vecchio en la carretera Panamericana, antes de asesinarlos a balazos y llevarse su carro y sus bienes. Tres meses después del crimen, y tras minuciuosas labores de rastreo e identificación, la PTJ de Aragua lo identificó, dio con su paradero y lo capturó. Pero Rubén Medina no era de los que disfrutan ni se echan a dormir cuando les toca estar en una cárcel. Su inconformidad con la pérdida de su libertad la expresó de manera dramática un día de mayo de 1996, cuando logró escaparse del retén de La Planta junto con un grupo de reclusos en medio de una balacera que paralizó la autopista Francisco Fajardo.
Como suele ocurrir en estos casos, tuvo que ocurrir esa fuga y ese vaporón ante los ojos del público para que comenzaran a salir a la luz otros interesantes datos sobre el sujeto evadido. El hombre pertenecía a una banda bautizada en el ambiente policial como "Los Alcaravanes", terror de la zona central del país. Muchos golpes se le habían atribuido, entre negocios asaltados y ciudadanos despojados de sus carros. En 1996, tras su fuga, lejos de estarse tranquilo y adoptar un bajo perfil para mantenerse lejos del brazo de la justicia, comenzó a reorganizar a su banda y ahora sí, sonó la hora de su funestagloria.
Es posible que el vulgar ciudadano común que uno es no tenga manera de verificar in situ los procedimientos de la PTJ en este tipo de situaciones, pero lo cierto es que no hubo banco, joyería o bomba de gasolina asaltada que las autoridades no se lo atribuyeran al Rubén y su banda. Destacaba en su accionar y en el aspecto proporcionado por las víctimas y testigos de sus golpes el detalle de su armamento: parece que bastaba ver a aquellos tipos calzados con subametralladoras, fusiles de asalto y pistolones de alto calibre para que todo el mundo les entregara la cartera, las cajas registradoras, la cédula, la esposa, el dinero.

Nadie es eterno

Entre agosto de 1996 y finales de 1998, sin embargo, comenzó la debacle de Los Alcaravanes. Uno a uno y en diferentes lugares, siempre entre Valencia, Maracay y Caracas, fueron cayendo abatidos en enfrentamientos, diezmados por su propio método de entrompe y carnicería. Hasta marzo de este año había dos sobrevivientes de la banda. Uno, llamado David o Darío Vargas Lares –hay discrepancia en los registros– cumple condena en el retén de Tocuyito. El otro, Rubén Darío Medina Luna, todavía tenía gasolina existencial de sobra para dejar una nueva estela de sangre y malas noticias regadas en esas calles.
El 7 de enero de este año tuvo lugar uno de los pocos momentos en los cuales Medina Luna estuvo frente a frente con la policía. Ocurrió frente a la estación de servicio Piedra Azul, en La Trinidad, aquí en Caracas, cuando Medina fue sorprendido en un carro recién robado. Una comisión de la PTJ le dio la voz de alto y el hombre respondió en su mejor estilo, con sucesivas ráfagas de ametralladora que acabaron con la vida del subcomisario Jaime José Briceño (36 años) y del funcionario José Luis Rondón (26). Poco después se produjo el asalto a la joyería Damasco de La Victoria, con saldo a su favor de 40 millones de bolívares en joyas. En este punto del relato entra en escena el alcalde de la Colonia Tovar. Fue su último gran golpe, que se sepa.
Su ángel guardián decidió abandonarlo el pasado 5 de marzo. Una comisión de la PTJ lo siguió sigilosamente por las calles de Valencia hasta que decidieron abordarlo cerca de su residencia, en la urbanización El Parral. Iba en un vehículo Toyota Camry acompañado de otro hombre, cuando se percató de que lo seguían e intentó escapar. En un momento de la persecución decidió cambiar el procedimiento y enfrentó a tiros a los agentes, pero esta vez el marcador no le favoreció, y cayó muerto con varios disparos. Su compañero se dio a la fuga. Resulta muy simple este epílogo, pero no hay otro. A menos que uno quiera escarbar a fondo en el papel del alcalde de Tovar, Esteban Bocaranda, pero de esto se está ocupando la PTJ.
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El Nacional, abril de 1999. Fue publicado con el título Un hombre muy duro con unos hierros enormes.

mayo 04, 2005

Sólo unos días

Sí, parece una notable pendejada esto de largarme sin mis archivos digitales, los que contienen las crónicas que alimentan esta página. Parece, pero no lo es: el que no tenga ahora con qué escribir crónicas rojas actuales quiere decir que estoy pasándola bien, o al menos que tengo la mente lejos del crimen y la sangre.
Pero esto, para mi desventura y para bien de este blog, cambiará en unos días. Debo regresar a Caracas, a la realidad y al agite, y en una de esas recupero mis materiales y le entrompo nuevamente al blog. Pendientes.

mayo 01, 2005

Breve (y forzoso) receso

Estoy fuera de Caracas y no cargo conmigo el arsenal de crónicas. Es la única razón por la cual no he incluido otras más. Desde el lunes o martes volveré a llenar esto de historias y casos criminales. Estén pendientes.