abril 13, 2006

El profesor

La escena no podía ser más vertiginosa, ni tampoco más cotidiana: el automóvil partió de Monte Piedad y sobrevoló la calle real de La Cañada, en el 23 de Enero; giró a la derecha en Agua Salud y desembocó en la avenida Sucre, desde donde se elevó hacia las alturas de Lídice para llegar al hospital. El chofer del vehículo tenía sus buenos motivos para no hacerle mayor caso a las luces de los semáforos ni a los pasos de peatones: en el asiento de atrás llevaba a un caballero de 28 años con una herida de bala en una mano, y a su lado a una señora con un hijo en peores condiciones que el caballero de atrás. El niño, de nueve años de edad, también iba herido de bala, pero en el tabique nasal.
La mujer insitía en que llevaran al jovencito a una clínica por aquello de que la atención es mejor donde cobran más –la peor clínica privada de Caracas está a años luz del mejor hospital público, o al menos eso dicen– pero el chofer vio las cosas demasiado feas desde el principio y prefirió llegar rápido al primer centro donde hubiera un señor que, sin ser vendedor de perros calientes, llevara puesta una bata blanca. En Lídice los recibieron, presurosos; el hombre del tiro en la mano sólo requirió un tratamiento ambulatorio mientras que el niño entró de emergencia al quirófano.
Mientras el muchacho estaba siendo intervenido su madre le preguntó al de la mano abaleada qué había ocurrido exactamente, cómo le habían hecho aquello a su niño. El hombre contó que había sido durante un enfrentamiento; unos sujetos habían disparado cerca de donde ellos estaban y una bala, la misma que lo hirió a él en la mano, había ido a parar al rostro del jovencito. Pocos minutos después llegaron otras personas que estuvieron presentes cuando sucedió todo, y entonces la historia cambió de rumbo: el tipo que había herido al niño era el mismo hombre del disparo en la mano. Mil dedos acusadores lo señalaron como al mal entretenido que, al manipular un arma, la accionó con tan buen sentido de las proporciones que no sólo se hirió él mismo, sino que alcanzó con el proyectil al muchacho.
El testimonio y las negaciones chocaron pronto, pero apenas asomó por el lugar una comisión de la Guardia Nacional los familiares del niño hicieron valer su versión y el hombre fue detenido para averiguaciones.

Todo un profesor

El niño respondía al nombre de Néstor Josué Barreto; estuvo hospitalizado durante cinco días y al cabo de ellos falleció sin haberse podido recuperar. El hombre de la pésima puntería, por su parte, se llama Jairo Arias, tiene 28 años y una fama un tanto extraña en los predios del bloque 1 de Monte Piedad. Varios vecinos dan testimonio de la desmedida afición de Arias por la enseñanza y la orientación de los menores del sector. El 31 de diciembre pasado, por ejemplo, tuvo un encontronazo de perros con los familiares de varios muchachos que lo vieron dándole clases de tiro a los jóvenes, detrás del bloque. Con semejante maestro, ya uno se imagina la calidad de los tiroteos que pueden producirse. Eso de volarse uno mismo los dedos antes de atacar al enemigo no parece ser una maniobra muy elegante que se diga.
El cuento completo fue más o menos del siguiente tenor: Jairo Arias, en una emergencia económica, le empeñó o le alquiló su arma, una pistola calibre 7.65, a un joven nombrado Rafael Solórzano, conocido como El Pelón. Este señor acudió al bloque 1 el día que Jairo le indicó para devolverle su hierro a cambio de la cantidad de dinero convenida, y justo estaban en eso cuando a Jairo se le removió su vena de profesor de tiro y llamó al niño Néstor; éste acudió un poco temeroso al llamado y cuando estaba junto al dúo se produjo la detonación y todo lo demás. Al parecer había alguien más al lado del Pelón y Jairo en ese momento, un muchacho de apellido Benavides que acudió a declarar y contó la historia más o menos con estos detalles.
Testimonios y adminículos aparte, lo que termina de enrarecer el panorama, según la visión de la familia de Néstor y sus abogados, es el hecho de que a Jairo Arias se le dictó una sentencia en tiempo récord: fue homicidio culposo y debía estar en prisión durante 4 meses. Su detención apenas duró 12 días, al cabo de los cuales solicitó un beneficio de suspensión condicional de la pena, cosa que le otorgaron de inmediato debido, entre otras cosas, a que no posee antecedentes penales y además, a la hora de la declaración, admitió tener responsabilidad en los hechos (el nuevo Código Orgánico Procesal Penal es así de generoso).
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Publicado el 18 de abril del 99 con el título: Buen ciudadano, mala conducta.

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