mayo 18, 2005

El odio no prescribe

Tucacas es un pueblo muy interesante por la sabrosura de sus playas, por aquellos paisajes bucólicos –está en toda la entrada del Parque Nacional Morrocoy– y, fundamentalmente, por quedar bien lejos de Caracas. También es un pueblo muy pequeño, y eso tiene ventajas y desventajas. Parece que hace tiempo los habitantes decidieron que eran más las primeras, y eso también trae sus consecuencias; entre ellas, el que los amores sean para toda la vida, igual que las enemistades.
La historia de hoy –disculpen el tono de Nuestro Insólito Universo– comenzó en 1975, un año después del nacimiento de un niño llamado David Arambulén. Un tío de éste, llamado Julio Arambulén, y por cierto muy querido en la familia y en el pueblo, tuvo un lance de machos con otro caballero de nombre Ubaldo Ramones Revilla. Hubo violencia, puñales, golpes bravíos, y al final Ramones salió con la mejor parte, es decir, quedó con vida pero fue a prisión. Arambulén, en cambio, pasó a la historia como uno más de los caídos en lides sin trascendencia. A su memoria le queda el consuelo de que su familia lo lloró durante mucho tiempo. Nada más solitario que un cadáver en un pueblo lejano, bueno para estar sólo unos días; nada más triste que un adiós bajo el solazo de la una de la tarde.

La metamorfosis

Han transcurrido casi 24 años desde aquel lance fatal, y Tucacas es una cosa bien distinta a aquel caserío más o menos perdido de hace dos décadas. Aunque su número de habitantes no ha crecido tanto como para alarmarse porque vaya a desbordar las capacidades del pueblo, ahora se le ve un rostro distinto: el rostro de los pueblos que no son exactamente como Caracas pero tienen un airecito a ciudad. Hay clubes de buceo, ventas de aparatos para sumergirse en ese mar y restregarse un poco con las mantarrayas, merluzas, corocoros y tiburones; hay planes turísticos que se promocionan –mal o bien, no viene al caso– en el exterior, de modo que si usted presta atención es posible que un día se encuentre en la arena un par de aguamalas lánguidas, venosas y descoloridas. No se alarme, no se acerque a curiosear; lo más seguro es que se trate de una gringa echada al sol con el torso descubierto.
Otras cosas de tanta o mayor envergadura han ocurrido: la descentralización, el nacimiento de la figura de los alcaldes, la creación de las Policías estadales y municipales, las nuevas fuentes de trabajo. Hacia allá vamos, pero poco a poco.
En la familia Arambulén los tiempos han borrado ciertas heridas dolorosas, pero cómo pesan esas cicatrices. Aquel niñito llamado David, que tenía un año de edad cuando la tragedia de su tío –de quien no se acuerda, aunque sí tiene frescas las lágrimas y las historias contadas con amargura por sus familiares– hoy tiene 24 años, y hace tres comenzó a ganarse la vida como policía del estado. Entretanto, Ubaldo Ramones llegó a la muy respetable edad de 62 años y se convirtió en prestamista, de ésos a los que uno acude cuando la pelazón aprieta demasiado fuerte, y que solicitan en garantía el carro o la casa y cobran unos intereses de miedo, como si se tratara del FMI. Para él los tiempos de la puñalada habían quedado atrás l; hay otras formas menos arriesgadas de exprimirle la sangre al prójimo.
El año pasado, un caballero de nombre Agustín Rafael Ortiz, de 37 años, le pidió dinero a Ramones y le entregó en garantía los papeles de su casa. Como buen tipo insolvente él sabía, incluso antes de pedir el dinero, que iba a ser muy difícil pagar esa deuda en el plazo establecido. La fecha de vencimiento del giro era el 31 de diciembre de 1998, y ya a finales de noviembre a Ortiz le entró la desesperación; entonces decidió que lo mejor era despachar para siempre al prestamista Ramones. Perder la casa por limpio y por torpe es tan repugnante como beberse por obligación un Gatorade de lechosa.

Huellas en el tiempo

Volvemos a David Arambulén, el ex niñito de 1975 y ahora funcionario de la policía estadal. Por uno de esos azares tan comunes en los pueblos pequeños, David y Agustín Rafael Ortiz, el endeudado, eran muy amigos. David supo de la desesperación de este último, y entonces se le ocurrió algo.
Nada más pedestre y directo: los hombres esperaron la llegada de Ramones frente a su casa, irrumpieron por la fuerza cuando éste hubo entrado, lo inmovilizaron, lo obligaron a revelar dónde estaban los papeles de la casa de Ortiz, simularon un robo –o no lo simularon: se llevaron varias cosas para achacarle la acción al hampa común– y se llevaron al hombre en su camioneta hasta una playa lejana. Le metieron el sermón de ley; quizá David le habló de su tío Julio, de aquel duelo desgarrador de 1975, de las huellas que su muerte había dejado en la familia. Quizá el anciano pidió a gritos que no lo mataran, quizá pidió perdón, quizá lo soportó todo estoicamente. Lo único seguro es que nadie se salva de un balazo en la sien. Los hombres abandonaron la camioneta en un sitio apartado y se acabó el capítulo Ubaldo Ramones. Ocurrió el primero de diciembre del 98.
El imbécil de la partida –que nunca falta– fue Ortiz, quien no pudo soportar la tentación de quedarse con el celular de Ramones y regalárselo a una chica. Dos meses después del crimen la novia fue fácilmente ubicada, y no hizo falta presionarla mucho para que confesara con orgullo que aquel teléfono era un regalo de su tierno Agustín Rafael. David fue interrogado también y cayó en desgracia por no saber dar detalles exactos de lo que había hecho el día del asesinato, y además había un tercer responsable, de nombre Virgilio, a quien hicieron confesar a punta de cachetadas. El primero de febrero la historia fue ensamblada tal cual, en todas sus partes.
David ha sido destituido de su cargo y está en prisión. Por una venganza añeja. Qué manera de fastidiarse la vida.
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El Nacional, marzo de 1999. Mismo título.

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