febrero 19, 2006

Una de invasores

Desde que inventó el concepto de propiedad ocurren hechos de sangre por la posesión de bienes. Los conflictos territoriales suelen ser los más dramáticos, y pueden ocurrir entre naciones y también entre gente del común, sin muchas diferencias en lo que respecta a la crueldad
A pesar de su apellido, Manuel Chávez (39 años) no era hombre que removía las pasiones de las masas, ni le fue negada la visa de Estados Unidos, ni le quitaba el sueño a los adecos, ni llegó a ponchar nunca a Sammy Sosa con una recta de 65 millas. Era un tipo más bien anónimo, tranquilo y sedentario, criaba sus chivitos y comerciaba con el queso y la carne de sus animales allá en la península de Paraguaná. Vivía exactamente en un lugar llamado Las Carmelitas, ubicado en las inmediaciones de Pueblo Nuevo, a una hora de Punto Fijo. En otras palabras, algo cerca de las lontananzas áridas del medanal inmenso mientras los chuchubes lloran de dolor.
Alrededor de la propiedad de Chávez, que no es muy grande, viven otras familias dedicadas a lo mismo, al pastoreo y el ejercicio de la contemplación. Y bastante hay que contemplar en esas latitudes. Por allí tienen también sus tierras los miembros de la familia Petit; el fundo de éstos se llama El Planchón, y abarca un espacio más o menos respetable, o por lo menos más grande que el de los demás. Son los duros de por allí, los que, sin tener estirpe de patriarcas ni llevar en las venas la sangre de los faraones, se la han arreglado para acumular un dinero, unas relaciones, una presencia imponente. En suma, una cuota de algo parecido al poder sin ser eso exactamente, pero que ante los ojos de las personas llanas y humildes de Las Carmelitas debe parecer inmenso.
Un día, en su muy legítimo empeño por ampliar sus dominios, compraron una parcela colindante con una laguna de frecuente uso público, colectivo; una propiedad que la gente se había acostumbrado a ver y disfrutar como un bien común. Esa compra, de ser una transacción normal y corriente, se convirtió en punto de partida de unos forcejeos y reclamaciones de lo más molestas.

Mientras más cerca, más lejos

Suele pasar que la gente que consigue más logros que sus vecinos y semejantes termina por llenarse de enemistades y odios, algunos gratuitos, otros no tanto. Fue el caso de los Petit, que a mediados del año pasado ya tenían tantos roces con sus vecinos como dinero debajo del colchón. Por cierto, el amigo Chávez (Manuel) tuvo alguna vez un tropezón con uno de ellos, específicamente el llamado Israel, y ya sabemos que hay antipatías y enemistades que duran para siempre, sobre todo en los pueblos pequeños. Las cosas comenzaron a tornarse incómodas cuando los Petit quisieron demarcar el territorio con una cerca, y en la acción cerraron la vía de acceso a la mencionada laguna. Cuestión delicada. En Paraguaná uno puede perdonar cualquier cosa, pero no que le frustren el baño represero a mediodía.
Por alguna razón que sólo las peleas del pasado podrían explicar, el hombre a quien más le fastidió la medida fue Manuel, quien en un arrebato de hambre justiciera desbarató aquella maldita cerca y le abrió paso nuevamente a la comunidad. Los Petit, que no son gente de dejarse amedrentar por el primer tropiezo, volvieron a levantar la cerca y colocaron un letrero para anunciarle al universo mundo que aquello era propiedad privada, jonoda, qué mamón con ñame era eso de estarles violando el territorio. Pero Manuel Chávez, quien tampoco tenía fama de ser el sujeto más cobarde de la campiña, volvió a armarse de azadón y escardilla y al día siguiente ya no existía ni letrero, ni cerca, ni lejos. Nada: si fuera por Chávez, todos los pobres del país tendrían su parcelita propia para sembrar y gozar. Guá, cómo se disfruta con sólo encontrar una situación y un nombre que confundan.
Entonces Israel Petit entró en acción. Fue en busca de un querido amigo de Manuel, llamado José Luis Miranda, y le hizo una invitación que Miranda no pudo rechazar: ir a buscar a Manuel Chávez para matarlo. ¿Miranda, el amigo de Manuel? Sí, Miranda, un amigo de Manuel a quien éste le había cortado el saludo debido a su amistad con los Petit.
Fue rápido, fue fácil, fue duro: Israel y Miranda emboscaron a Manuel en un camino solitario de Las Carmelitas, lo sometieron; Israel le metió un balazo y luego, en vista de que todavía se movía, le disparó dos veces más. Después se lo llevaron en la camioneta de Petit unos cinco kilómetros monte adentro, en el fundo de los Petit, y allí completaron la labor. No se ha determinado cuál fue el papel del querido amigo de Manuel Chávez en los acontecimientos, pero algo tuvo que haber hecho mientras Petit preparaba aquel soplete de acetileno y se aplicaba a desmembrar a su víctima pieza por pieza.

La sabrosa libertad

José Luis Miranda cometió un error clave en medio del error grandote y general del crimen. Parece que después del primer disparo, un habitante del sector vio a Miranda con una pistola en la mano, y éste lo invitó cordialmente a desaparecer a la cuenta de tres y a quedarse callado para siempre, porque eso que llevaba en la mano disparaba y abría huecos y todo. El hombre, que no preguntó si había otras opciones, guardó silencio durante unos días, pero luego ya no pudo más y contó el episodio.
Mientras tanto, los hermanos de Manuel se movilizaron ante su desaparición y ante el hecho de que cada día recibían llamadas anónimas. Fueron a la PTJ, donde, después de hacerles algunas preguntas estúpidas, decidieron citar a Miranda y a Petit, los sospechosos de la cosa. Acto seguido, se produjo un interrogatorio en estos términos:
–¿Ustedes mataron a Manuel Chávez? –dijo el PTJ.
–No –dijeron al unísono Miranda y Petit. Eso fue todo: no había pruebas de que el hombre había sido asesinado y se acabó.
Dos semanas más tarde, ante la presión del fiscal Omer Simoza, y después de solicitar garantías y protección para su vida, Miranda echó el cuento íntegro, de adelante para atrás. Dijo no haberse entregado antes porque Petit había amenazado con hacerle cositas a su familia si decía algo, y a él le dolía mucho su familia. Los restos del cadáver de Manuel Chávez aparecieron tres metros bajo la tierra del fundo El Planchón –y no han sido devueltos a su familia, por cierto–, Israel Petit fue ubicado, interrogado y encerrado, y Miranda salió en libertad bajo fianza.
Sabrosa libertad. La familia duele, pero no los amigos.
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En marzo del 99, en El Nacional.

febrero 09, 2006

Por odio o por amor

Los suicidios con aspecto de homicidios ha sido siempre material para novelas o series de suspenso. Pero pocas veces en la realidad coinciden los detalles macabros con los engorrosos, y pocas veces también las técnicas de investigación lo resuelven todo con tanta facilidad



Edison Alfonso Manrique (colombiano de 37 años) tiene, además de un impactante nombre de pelotero, unas dotes malabarísticas respetables. Vivía con su esposa y dos hijos en el barrio La Democracia de Valencia, pero también tenía un romance a la luz de todo el mundo con una linda jovencita de 22 años. La cosa no tendría mucho de particular de no ser por el hecho de que esta muchacha, de nombre Milagros Rodríguez Avila, vivía justo en la casa de enfrente. Hombre de pelo en pecho, equilibrista o simplemente cínico, ya llevaba un año en eso sin que le importara el palabreo ni esa miradera con el rabo del ojo. Si comunidad pequeña es infierno grande, Manrique se sentía el demonio y san se acabó, que nadie se meta en la vida mía.
Un miércoles de esos, a finales del año pasado, Edison se presentó un tanto sudoroso en casa de la familia de Milagros y abordó a Iris Rodríguez, hermana de ésta. Dijo que no la veía desde el domingo anterior, a lo cual la hermana respondió con un sobresalto porque resulta que allá en la casa tampoco la veían desde ese día. Iris y Edison pensaron brevemente dónde diablos podía estar la chica, hasta que el hombre decidió comenzar desde el principio: invitó a Iris a que fueran a buscarla en su propia casa, ubicada en la calle 23 de Enero, a pesar de que nadie respondía allí a los toques. La madre, Celia de Rodríguez, no quiso mantenerse al margen de la búsqueda y se fue a acompañar a Edison, quien no le caía precisamente muy bien por razones comprensibles. Pero en esta circunstancia era como obligante tenerlo como aliado, la Milagros andaba perdida y el manganzón era el único aliado que había para encontrarla.
Llegaron a la residencia donde la muchacha vivía, sola, desde hacia un par de años. Notaron que había tres candados sujetando la puerta desde afuera; Manrique los partió a punta de cizalla y luego abrió la cerradura con unas llaves. Ya se sabe que él era de confianza en esa casa.
Entraron a la sala y eso fue todo, se acabó la búsqueda: Milagros estaba allí, sentada en una silla y con el cuello sujetado con una larga soga que llegaba hasta la viga del techo.

¿Sospechoso él? ¿Y por qué?

No hizo falta mayor esfuerzo para que la familia de Milagros, la PTJ, la opinión pública carabobeña y los consumidores de noticias rojas en todo el país comenzaran a mirar con asco y rabia a Edison Manrique. ¿Y por qué, si él la quería tanto? Bueno, nada, es que además del detalle de los candados puestos por fuera, el conocido romance, y otros revelados en son de aria por la PTJ (el cadáver de la muchacha fue hallado atado de manos y pies), estaba el testimonio aportado por algunos vecinos, según los cuales la niña se veía llorosa y deprimida desde hacía semanas, y precisamente el sábado anterior había tenido una pelea con su galán por razones que nadie tuvo la indelicadeza de averiguar. Como ustedes saben, nada le gusta menos a la gente de los barrios que andar averiguando problemas de parejas y esas historias tan desagradables. Lo que sí nadie pudo mantener silenciado entr el pecho y la espalda era que el tipo era tan celoso que no le permitía buscarse un trabajo, ni vestirse bonito, ni salir a visitar a su familia, y ni hablar de mirar por más de diez segundos a un hombre.
Así que a Manrique comenzaron a ponérsele feas las cosas desde la primera revisión: unas uñas de hembra le cruzaban el pecho como prueba del comentado enfrentamiento, y él no tuvo reparos en reconocer que sí, cómo no, de vez en cuando tenía sus altercados con ella. Total, a las mujeres, como a las alfombras, de vez en cuando hay que darles una buena sacudida. Pero no hay nada que le haga más daño al prestigio que un intento desesperado por defenderse con argumentos delicados, como por ejemplo el que pretendió aprovechar Manrique: al parecer, Milagros ya tenía antecedentes como suicida infructuosa, y por allí andaban los informes médicos que registraban su intoxicación con una gran cantidad de pastillas. El espanto: tratar de hacerle ver a la gente que la amada de uno es una suicida.
Otros indicios acudían en defensa de Edison Manrique, y el que parecía más decisivo era el par de cartas dejada por la joven, una para él y otra para la madre: "Te quiero mucho y te espero en la otra vida, no me velen y llévenme flores rojas", decía la primera. Y la otra: "Mami perdóname por lo que voy a hacer, a mis hermanos y a toda mi familia les pido que me perdonen".
Pero nada tenía que aplaudir el amante, pues la PTJ se metió hasta las cejas en mil pruebas de grafología para determinar quién había escrito aquellos conmovedores papeles. Nada estaba claro bajo el cielo durante los primeros tres días de investigación; por si acaso, Manrique y su esposa permanecieron retenidos mientras los sabuesos trabajaban. Hasta que las ciencias criminalísticas le dieron la vuelta completa al asunto y arrojaron la sensacional y definitiva conclusión.

Elemental, pero no tanto

Con estos elementos en las manos, y otros más que sólo pueden verse en el laboratorio, la PTJ-seccional Carabobo se zambulló en el caso y dio su veredicto, una semana después del hallazgo del cadáver: Milagros Rodríguez Avila se suicidó, sí señor. Atarse de pies y manos no es cosa difícil, si uno se lo propone; en los dientes de la muchacha encontraron restos de la soga que le produjo la muerte, lo cual indica qué método utilizó para atarse. Colgar esa soga en una viga y hacerle un par de nudos ordinarios, tampoco; poner unos candados por fuera en aquella puerta, tampoco: la misma queda semiabierta y es posible colocar tres candados, y luego cerrar bien y darle dos vueltas de llave. Colgarse en aquella soga y dejarse caer en una silla tampoco es mayor cosa, si tal es la decisión y la turbación.
Fue suicidio, según todas las evidencias. Ahora, ¿todo esto hizo Milagros para tratar de incriminar a Manrique? Es posible, pero, para efectos de la ley, nadie puede ir preso por ganarse el odio de una linda muchacha.
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Esta data del 17 de enero de 1999. La publiqué en El Nacional.