Alrededor de la propiedad de Chávez, que no es muy grande, viven otras familias dedicadas a lo mismo, al pastoreo y el ejercicio de la contemplación. Y bastante hay que contemplar en esas latitudes. Por allí tienen también sus tierras los miembros de la familia Petit; el fundo de éstos se llama El Planchón, y abarca un espacio más o menos respetable, o por lo menos más grande que el de los demás. Son los duros de por allí, los que, sin tener estirpe de patriarcas ni llevar en las venas la sangre de los faraones, se la han arreglado para acumular un dinero, unas relaciones, una presencia imponente. En suma, una cuota de algo parecido al poder sin ser eso exactamente, pero que ante los ojos de las personas llanas y humildes de Las Carmelitas debe parecer inmenso.
Un día, en su muy legítimo empeño por ampliar sus dominios, compraron una parcela colindante con una laguna de frecuente uso público, colectivo; una propiedad que la gente se había acostumbrado a ver y disfrutar como un bien común. Esa compra, de ser una transacción normal y corriente, se convirtió en punto de partida de unos forcejeos y reclamaciones de lo más molestas.
Mientras más cerca, más lejos
Suele pasar que la gente que consigue más logros que sus vecinos y semejantes termina por llenarse de enemistades y odios, algunos gratuitos, otros no tanto. Fue el caso de los Petit, que a mediados del año pasado ya tenían tantos roces con sus vecinos como dinero debajo del colchón. Por cierto, el amigo Chávez (Manuel) tuvo alguna vez un tropezón con uno de ellos, específicamente el llamado Israel, y ya sabemos que hay antipatías y enemistades que duran para siempre, sobre todo en los pueblos pequeños. Las cosas comenzaron a tornarse incómodas cuando los Petit quisieron demarcar el territorio con una cerca, y en la acción cerraron la vía de acceso a la mencionada laguna. Cuestión delicada. En Paraguaná uno puede perdonar cualquier cosa, pero no que le frustren el baño represero a mediodía.
Por alguna razón que sólo las peleas del pasado podrían explicar, el hombre a quien más le fastidió la medida fue Manuel, quien en un arrebato de hambre justiciera desbarató aquella maldita cerca y le abrió paso nuevamente a la comunidad. Los Petit, que no son gente de dejarse amedrentar por el primer tropiezo, volvieron a levantar la cerca y colocaron un letrero para anunciarle al universo mundo que aquello era propiedad privada, jonoda, qué mamón con ñame era eso de estarles violando el territorio. Pero Manuel Chávez, quien tampoco tenía fama de ser el sujeto más cobarde de la campiña, volvió a armarse de azadón y escardilla y al día siguiente ya no existía ni letrero, ni cerca, ni lejos. Nada: si fuera por Chávez, todos los pobres del país tendrían su parcelita propia para sembrar y gozar. Guá, cómo se disfruta con sólo encontrar una situación y un nombre que confundan.
Entonces Israel Petit entró en acción. Fue en busca de un querido amigo de Manuel, llamado José Luis Miranda, y le hizo una invitación que Miranda no pudo rechazar: ir a buscar a Manuel Chávez para matarlo. ¿Miranda, el amigo de Manuel? Sí, Miranda, un amigo de Manuel a quien éste le había cortado el saludo debido a su amistad con los Petit.
Fue rápido, fue fácil, fue duro: Israel y Miranda emboscaron a Manuel en un camino solitario de Las Carmelitas, lo sometieron; Israel le metió un balazo y luego, en vista de que todavía se movía, le disparó dos veces más. Después se lo llevaron en la camioneta de Petit unos cinco kilómetros monte adentro, en el fundo de los Petit, y allí completaron la labor. No se ha determinado cuál fue el papel del querido amigo de Manuel Chávez en los acontecimientos, pero algo tuvo que haber hecho mientras Petit preparaba aquel soplete de acetileno y se aplicaba a desmembrar a su víctima pieza por pieza.
La sabrosa libertad
José Luis Miranda cometió un error clave en medio del error grandote y general del crimen. Parece que después del primer disparo, un habitante del sector vio a Miranda con una pistola en la mano, y éste lo invitó cordialmente a desaparecer a la cuenta de tres y a quedarse callado para siempre, porque eso que llevaba en la mano disparaba y abría huecos y todo. El hombre, que no preguntó si había otras opciones, guardó silencio durante unos días, pero luego ya no pudo más y contó el episodio.
Mientras tanto, los hermanos de Manuel se movilizaron ante su desaparición y ante el hecho de que cada día recibían llamadas anónimas. Fueron a la PTJ, donde, después de hacerles algunas preguntas estúpidas, decidieron citar a Miranda y a Petit, los sospechosos de la cosa. Acto seguido, se produjo un interrogatorio en estos términos:
–¿Ustedes mataron a Manuel Chávez? –dijo el PTJ.
–No –dijeron al unísono Miranda y Petit. Eso fue todo: no había pruebas de que el hombre había sido asesinado y se acabó.
Dos semanas más tarde, ante la presión del fiscal Omer Simoza, y después de solicitar garantías y protección para su vida, Miranda echó el cuento íntegro, de adelante para atrás. Dijo no haberse entregado antes porque Petit había amenazado con hacerle cositas a su familia si decía algo, y a él le dolía mucho su familia. Los restos del cadáver de Manuel Chávez aparecieron tres metros bajo la tierra del fundo El Planchón –y no han sido devueltos a su familia, por cierto–, Israel Petit fue ubicado, interrogado y encerrado, y Miranda salió en libertad bajo fianza.
Sabrosa libertad. La familia duele, pero no los amigos.