julio 21, 2005

Los tiempos de fiesta no son para morir

  • A veces, francamente, no se sabe qué es peor: si el malandraje, o los guardianes del orden. Si llevarse un balazo en la cabeza, o caer en la emergencia del Pérez Carreño. A Darío Alfredo Molina Escalante, que no quería más que pasar una navidad en familia, le fue mal en todos lados. Pero por una vez -una, ya es algo-, se encuentran confesos y casi que convictos tres policías que nunca entendieron ese oscuro asunto de la ley

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Continuamos enumerando los clichés, los prejuicios, las asignaciones automáticas de etiquetas: así como de los maracuchos se dice que son casi argentinos; de los orientales, que son bebedores de aguardiente; y de las guayanesas, que son casi dominicanas; de los andinos se afirma que son cándidos, medio quedados, brutazos ellos. Uno ve a un andino de cerca y enseguida se acuerda de aquella propaganda de los niños pobres del páramo, y hasta provoca cantar aquella canción que parece definirlos tan bien: soy de Los Andes, soy todo corazón soy como el ruiseñor, etc.
Ustedes conocen también el otro cuento, el que los pinta como sujetos peligrosos, malos para todo, poco confiables: hemos tenido tantos presidentes andinos, y Venezuela está tan mal, que la gente no soporta la tentación de atribuirle tanto desperfecto al desfile de gochos que han pasado por Miraflores, desde Cipriano hasta Ramón Jota, pasando por el paradigma de los gorilas autóctonos, ese hombre a quien Rufino Blanco Fombona llamó Juan Bisonte Gómez Iscariote. Todo lo cual explica que en Caracas y en las ciudades más grandes se les tenga como pasto fácil de las burlas, de los chistes más ingeniosos y también de los más gafos. Esta era una vez un profesor de matemática, andino, que interrogaba en clase a un alumno paisano suyo.

-Diga usté, ¿cuántos grados tiene la circunferencia?
–Trescientos sesenta y cinco.
–Ajá, ¿y si la circunferencia es bisiesta?

Otro. Un atracador llega a un banco y amenaza a los presentes: A bajarse de la mula, al que no me dé los billetes lo pincho con esta jeringa que tiene sangre contaminada del virus del sida. Un gocho que estaba allí dice que no le va a dar nada, que vaya a quitarle la plata a su mamá, no sea pingo, no sea toche, sacúdase. El asaltante dice: Àasí es la cosa?, y le vacía en un hombro la sangre repleta de VIH. Cuando el ladrón se va, el público presente se le acerca al andino: Caramba, señor, Àusted no le tiene miedo a la muerte? ÀCómo se dejó inocular esa sangre? El tipo responde: Lo que ese ladrón no sabe es que yo tengo puesto un preservativo.

Sin derecho a la alegría

Más temprano o más tarde llega el momento de apartar a un lado el factor chiste, el factor alegría, y de asomarse a lo amargo de estas calles, por más que uno quiera escurrirle el bulto a esas cosas. Qué le vamos a hacer. Darío Alfredo Molina Escalante nació en San Cristóbal y vivía en el barrio El Onoto de Caricuao, pero no por ser andino era estúpido, ni por vivir en El Onoto era malandro. En otras palabras, no entraba ni en el lote del profesor ni en el lote de Juan Vicente. Pero, cuando se produjo su trágica muerte, le tocó recibir el mismo tratamiento que para el venezolano común merecen ambos personajes: los diarios (ayudados, claro está, por esos informes fabulosos de fin de semana que entrega la PTJ) lo presentaron como un bandido y luego, cuando llegó el momento de la necesaria rectificación, lo olvidaron, lo ignoraron con el olvido que merecen los mansos. De allí que su muerte venga a ser noticia sólo ahora, tres meses después de su ocurrencia.
Este Molina Escalante (33 años) se desempeñaba como chofer de camionetas por puesto allá mismo en Caricuao, y vivía de acuerdo con normas que pueden resultar extrañas en una comunidad candelosa como aquélla: nada de imponerse a fuerza de guapo y apoyado, ni de ganarse el respeto a base de demostraciones de fuerza. Sí, hombre, todavía hay gente que puede decir que vive de su trabajo, sin sonrojarse. Y todavía hay gente que, en el momento de los desastres y las injusticias, no encuentra la fórmula para explicar que eso no es un delito, sino todo lo contrario.
El pasado mes de diciembre había decidido ir a pasar las navidades allá en el Táchira. Por consenso, varios de los Molina fijaron como fecha el 20 de diciembre, muy temprano, para reunirse en casa de uno de los primos y partir para el terruño en un vehículo de la familia. Serían las 2:30 de la madrugada cuando llegaron Darío Alfredo, su primo José Armando y su prima Marisol, a la casa de Eriberto Molina; iban en el carro del primero de ellos. Detuvieron el vehículo y se disponían a bajarse cuando, de pronto, frente a ellos, se detuvo un Zephir verde oscuro, del cual salieron tres tipos armados con pistolas y un par de bates, que en nombre de la ley les ordenaron bajarse. Porque... Àa que no adivinan? Sí, ya adivinaron: aquellos hombres se identificaron como policías. Qué novedad. Casi no han salido casos de ese tipo en esta página. Los Molina obedecieron, suavemente, dócilmente, como se supone que debe uno comportarse delante de alguien que tiene una pistola en la mano. Pero no había nada que hacer: aquellos hombres se acercaron y los marearon por completo, primero echándoles en la cara un aliento etílico, y después, a punta de batazos.
José Armando Molina retrocedió por el lado del copiloto y aguantó la carga de su agresor, hasta que éste logró pescarlo con un soberbio impacto en la frente. Entonces no le quedó más remedio que lanzarse al vacío por un barranco ubicado a su izquierda. Darío Alfredo, por su parte, no tuvo tanta suerte, pues además del par de golpes que recibió de aquella caricatura de beisbolista que lo acosaba, cuando trató de intentar un pisa y corre para protegerse, el policía-pelotero apuntó con la pistola y lo puso out para siempre, de un disparo en el occipital. Marisol Molina y los demás familiares, que ya habían salido a la calle, se deshicieron en gritos para tratar de ponerle freno a la agresión, y lo lograron aunque un poco tarde. Uno de los hombres se acercó a Darío Alfredo, lo volteó boca arriba, y le gritó a los otros que bueno, hermanos, por qué no nos vamos a otro sitio, ya por aquí se terminó el partido y el público no está muy contento que digamos con el resultado.

Sí, eran policías

Después que José Armando hizo maniobras de escalador para salir del barranco, los Molina levantaron el cuerpo de Darío Alfredo, quien aún estaba con vida, y lo llevaron de emergencia al primer centro de salud que les pasó por la mente: el Materno Infantil de Caricuao. Allí, por supuesto, les dijeron que no atendían ese tipo de emergencias, de modo que rodaron por esa autopista, llegaron al Pérez Carreño y allí lo atendieron maravillosamente bien, como se supone que lo atienden a uno en el Pérez Carreño: lo acostaron en una camilla y le metieron una sonda para aplicarle suero intravenoso. Y bueno, socio, espérame ahí mientras atiendo a los otros diez heridos de bala que tengo en la sala de emergencia. Allí estuvo unas horas, pero en vista de que ese pedazo de suero es de tan mala calidad que no logró repararle la masa encefálica a Darío, su gente decidió llevárselo a otro lugar. El estado del herido era lamentable, pero había que hacer lo posible por salvarle la vida.
El último movimiento lo realizaron a las 10:30 de la mañana: traslado de emergencia a la clínica Vista Alegre, que no es que sea la gran cosota, pero uno la pone al lado del Pérez Carreño y se ve como un cisne del Danubio al lado de una garza mierdera del Guaire.
En la clínica sobrevivió Darío Alfredo Molina unos 45 minutos más; antes de las 11:30 fue declarado muerto, y comenzó entonces la segunda parte del dolor para la humilde familia, que realizó unas diligencias mínimas para trasladar a Darío Alfredo hacia San Cristóbal, como era su plan inicial, y sepultarlo en su tierra. Así que allá estuvo en las navidades, pero no en plan celebratorio sino soportando la tristeza de los muertos.
Mientras tanto, en el barrio El Onoto la gente se encargó de confirmar lo que ya los Molina habían visto con alguna claridad en medio del desastre: los sujetos que agredieron a José Armando y Darío Alfredo eran funcionarios de la Metropolitana, y uno de ellos vivía muy cerca de la calle donde ocurrieron los hechos. Sus nombres: sargento segundo Pedro Rivero, sargento segundo José del Valle Liendo (el autor del disparo) y otro llamado William Mujica. Los tres estaban celebrando, justo ese día, su ascenso de rango dentro de la institución. ÀDe qué sirvió esa identificación, en un primer momento? De nada, porque dos días más tarde, en los periódicos apareció una noticia según la cual a Darío Alfredo Molina lo habían matado en un ajuste de cuentas. Y su familia, quietecita allá en San Cristóbal. Esperando que llegara el 98 para regresar a Caracas y entrarle con furia a la denuncia.
Cuidado con las trampas Las cuerdas de la justicia comenzaron a moverse con alguna fluidez para la familia Molina desde que se aplicaron a llevar a cabo los pasos correspondientes. En la PTJ de Caricuao, en los tribunales competentes, en la oficina del fiscal Aquiles Mata: en todas las instancias les abrieron las puertas, primero cuando actuaron por su cuenta, y luego cuando se hicieron acompañar por Tarek Saab, quien los asesoró y los puso en el camino adecuado. Una tía del difunto asegura haberse entrevistado con el propio comandante Belisario Landis, quien le habría garantizado una investigación profunda e imparcial, pues los funcionarios involucrados estaban ya detenidos en Cotiza. Allí mismo le dijeron que, en efecto, los agentes se entregaron motu propio y habían confesado haber matado a un inocente.
Pero otros rumores caminan, y caminan con fuerza, por los lados de Caricuao. Un grupo de vecinos ha manifestado su alarma porque José del Valle Liendo, el autor del tiro mortal, ha sido visto deambulando (cuatro verbos seguidos y un gerundio entre ellos, qué vergüenza, qué va a decir el editor) por El Onoto, ahora, en el mes de marzo. No hay pruebas de esto, pero sería bueno dar un vistazo, por si acaso.

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Publicado en El Nacional en marzo de 1998, con ese mismo título.