mayo 22, 2008

Colombia: Cóndor herido

En septiembre del año 2000, el autor fue al sur de Colombia, en una zona de despeje pactada en ese entonces con el presidente Andrés Pastrana, para realizar una serie de crónicas y reportajes para el peripódico Tal Cual. Acá publicaré la primera de esas crónicas, tal como fueron publicadas en su momento.
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  • La serie de reportajes que hoy se inaugura es producto de una visita realizada a la zona de despeje o de distensión, justo cuando la guerra tiende a recrudecer y es un hecho la implantación del Plan Colombia. Hoy el análisis se centrará en el pueblo de San Vicente del Caguán, capital del municipio ubicado en el departamento del Caquetá que ha servido de escenario de las conversaciones de paz, para darle un respiro territorial a la guerrilla y para aproximarse a lo que es, de hecho -aunque no de derecho-, un municipio gobernado por las FARC. En entregas sucesivas se hablará de la vida en un campamento guerrillero, se presentarán entrevistas con algunos comandantes y se hará el registro de una visita a un cultivo y un laboratorio de coca
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En San Vicente del Caguán, lo único que resulta más fácil que toparse de frente con un guerrillero es toparse de frente con una guerrillera. Después vienen las tabernas, los lugares plenos de música a toda hora, y los comercios. En ese orden. Ese decorado deja una sensación que puede asemejarse a la de la prosperidad, pues el espectáculo de tantos ciudadanos entregados a la recreación y a las compras no deja lugar para el olor a miseria. Sólo que existe cierta frontera donde la felicidad se confunde con la simple euforia, y es allí donde comienzan a percibirse los primeros desajustes: un pueblo cuyos bares y tabernas están abiertas (y llenas) el domingo a las seis treinta de la mañana tiene que ser un pueblo demasiado feliz o demasiado ansioso de entregarse a la evasión y al olvido.
Para quien escuchó decir en Bogotá, el día anterior, que San Vicente es el municipio más seguro de Colombia, puede parecer natural el que las requisas en los lugares nocturnos (y vaya que hay lugares nocturnos en ese pueblo) sean realizadas apenas por un puñado de policías civiles “armados” con sendos rolos de madera. Un vistazo más detenido aclara las cosas: hasta el más borracho o el más libertario de los comensales permite que los policías ¬requisen y pidan documentos a placer sólo porque allá afuera, a escasos metros (y a veces en el interior mismo del local) permanece una escuadra de combatientes de las FARC, y esto ya cambia un poco el panorama: el respeto que un triste rolo de madera no logra infundir en el ánimo de nadie, lo infunde con su sola presencia de un fusil de asalto AK-47 de fabricación soviética.
Pero, más allá del fetichismo maquiaveliano de las armas, está el hecho de que las FARC hacen las veces de gobierno en muchos aspectos de la vida que en el papel le corresponderían a las autoridades municipales. La guerrilla tiene en las afueras una oficina de Quejas y Reclamos adonde los ciudadanos llevan toda clase de denuncias: allí se escuchan casos como el del padre que no le da la pensión correspondiente a su hijo, el del empleado de la zapatería a quien botaron justa o injustamente, el del vecino que derribó una cerca y no hay querido pagarla, el del pichón de delincuente que robó o causó algún estrago. Según el caso, la guerrilla le impone al infractor una sanción que puede ser una multa o unos días de trabajo en el campo o la carretera en construcción. Cuando se trata de un hampón, un consumidor o distribuidor de drogas, se le exige que abandone el municipio. Al acusado le queda otra alternativa, pero huele demasiado a sangre y a pólvora.

El mejor postor

La noche del miércoles 30 de agosto, en el bar El Mexicano, el de prestigio más explosivo de la zona, un cartelito hacía un anuncio espectacular: “Hoy, 11 pm, gran streep tease, dos hermosas chicas incluyendo la rifa de una de ellas, más una caneca de aguardiente. Valor de la ficha: 2.500 pesos”. Súbito ataque de moralismo. Había que hacer algo para detener aquel acto de entrega de la mujer-botella, así que tomamos cartas en el asunto: compramos cuatro números. La noche prometía.
Casi 1.000 kilómetros hacia el norte, en la ciudad de Cartagena, otra rifa grandiosa ponía en la ruleta de la historia el destino de muchos colombianos: Bill Clinton daba algunas declaraciones decisivas mientras recorría las calles y apretaba manos y cachetes por doquier. El Plan Colombia estaba, ahora sí, en plena marcha. Al presidente Pastrana la sonrisa no le cabía en la cara; la bolita comenzó a girar en la rueda y él tenía en sus arcas el grueso de la apuesta. La visita de Clinton le subió la popularidad de 24 a 45 por ciento, mientras la de las FARC debe haber bajado de 3 a 1,5 por ciento con los últimos ataques. Las perspectivas son de lo más interesantes.
La bolita deja al fin de girar y se detiene en un número. Un grito etílico hace volver las miradas hacia el ganador, un borracho que seguramente no disfrutará en lo absoluto de la chica y tampoco de la botella de aguardiente; la muchacha se ha salvado del bochorno de una entrevista y nosotros hemos perdido 10 mil pesos. En Cartagena un avión acaba de despegar, su pasajero principal ha dejado una apuesta de 7 mil millones de dólares en la mesa. La bolita está detenida hace rato y la escena está congelada, como la sonrisa de Pastrana: todos saben cuál es el número ganador pero nadie ha mostrado la ficha ganadora. La paz colombiana es una muchacha esquiva con una botella de aguardiente en la mano.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

epa José Roberto, estoy buscando el prólogo que escribiste en el libro "Guerra nuestra", será que se puede colgar en el blog?.
Saludos hermano

JRD dijo...

El prólogo está publicado acá: http://discursodeloeste.blogspot.com/2007/08/periodismo-penitenciario.html