julio 06, 2006

¿Disculpas para qué?

Hay cosas cuyo remedio puede encontrarse en las palabras. Una disculpa, una declaración, un mea culpa, una indemnización y ya, todo el mundo satisfecho y a olvidarse de las heridas. Pero hay otras que no se remedian ni con palabras, ni con gestos, ni con buenas intenciones, mucho menos con los desesperados intentos de ocultarlo todo a base de malicia, primero, y después a base de seducción. Pregúntenselo a Boris Alberto Fariña y a su madre, a quienes les tocó pasar por la situación más amarga de sus vidas a causa de los desmanes de un funcionario de la Policía Metropolitana. Okey, de acuerdo, no me miren así, les juro que voy a ser más cuidadoso que hace dos domingos, pero si no pudiéramos ni siquiera nombrar a equis institución estas crónicas no tendrían sentido, y además serían de lo más aburridas. ¿O no?

El flechazo

La casa de Boris Fariña y familia se encuentra en la avenida Leonardo Ruiz Pineda, la principal de San Agustín del Sur. Son gente humilde; la madre, Ana Fariña, trabaja como cocinera en un restaurante -un restaurante, ¿ya ven? hay temas que lo persiguen a uno-, y con ese y otros medios no siempre afortunados se la han arreglado para conseguir recursos de supervivencia. Boris Alberto -20 años de edad-, por ejemplo, repartía tarjetas de una fábrica de ropa; sus otros hermanos, siete en total, son demasiado jóvenes como para buscarse un oficio que ayude a engrosar las arcas de la familia. Quisiéramos continuar el relato con un párrafo del tipo: "En general, se trata de una familia promedio cuyo entretenimiento favorito consiste en ver Sábado Sensacional y jugar al Kino", pero esta no es la crónica de Max Haines. A Dios gracias.

En algún momento, hacia el mes de julio 1997, el muchacho empezó a fijarse en una joven llamada Mariela -nombre ficticio- que todas las tardes iba de visita a su casa para conversar con su hermana. Poco a poco fue enterándose o percatándose de algunos detalles de su vida, sobre todo los que más le interesaban. Tenía 15 años, estudiaba con la hermana de Boris Alberto, vivía en el mismo barrio aunque varias calles más arriba, no tenía eso que llaman "pareja fija", tenía un par de piernas de esas que uno mira a pesar de lo que sea -incluso una amenaza de divorcio-, unas piernas que posiblemente fueron moldeadas a fuerza de subir 294 escalones diarios o a fuerza de bailar toda la noche en cuanta rumba se dejaba escuchar por esas praderas. En cualquiera de los casos era un encanto inobjetable que el joven Boris Alberto no tenía por qué dejar pasar. Y no lo hizo.

La cronología de la relación resulta fácil de reproducir. En julio se presentó ante ella formalmente. En agosto hizo que durante las visitas las conversaciones fueran más cortas con su hermana y más largas con él. En septiembre las visitas no eran a su hermana sino a él, porque ya salían juntos a fiestear. Sin eufemismos: se empataron, vale. En octubre la madre de Boris le dio la humilde bienvenida al calor del hogar a su nueva integrante. Con cariño, chama. Pero eso sí, de vez en cuando tienes que lavar la ropa y pasar un coleto, qué vao, yo tengo este colorcito pero no soy cachifa de nadie. En noviembre todo era unión y luna de miel para los enamorados, pero a Boris empezaron a llegarle unos rumorcitos incómodos sobre su Mariela, rumorcitos que tanto a él como a la joven comenzaron a agriarles el carácter. Y no hay nada más explosivo que un habitante de San Agustín del Sur cuando se le agría el carácter.

Y en diciembre ...

En diciembre ya se habían producido algunos conatos de incendio entre los muchachos, a causa del reguero de pólvora en que se había convertido el bla bla bla respecto a las juntas de la chica y sus hábitos extra hogareños. La cosa reventó por el lado gordo la noche del 12 de diciembre, durante una fiesta en La Charneca. Cerca de la medianoche el joven notó o creyó notar un jaleo fuera de lo normal mientras Mariela bailaba con otro sujeto, y entonces se desataron los demonios. Boris Alberto tomó a su flaca por un brazo y se la llevó casi a rastras, cerro abajo por esas calles bombardeadas de música afrocaribeña.

Cuando llegaron a la casa aquella pareja no era la misma que decidió convivir bajo el mismo techo dos meses atrás. Hubo insultos de lado y lado, un contrapunteo de ofensas en alto tono y algún empujón. Boris Alberto decidió, en medio de la contienda verbal, coger la ropa de la muchacha, meterla en un bolso y notificarle a Mariela la orden de desalojo, adiós, mujer ingrata. La muchacha no tuvo ninguna objeción pero se plantó abajo, en la acera, a gritarle algunas perlas que resonaron bien duras e hirientes a pesar de la música y los triqui traquis. El muchacho soportó un rato los gritos y las provocaciones de todo calibre, pero en una de esas se hartó de la situación y fue a resolverla como suelen resolverse las cosas cuando, en palabras de Lenin, ya se han agotado todas las vías pacíficas. El primer derechazo fue directo a la mandíbula de Mariela; el segundo fue de ésta y dio en el centro de la nariz de Boris; el tercero y el cuarto los conectó él y de pronto se armó la grande, ante la mirada de unos cuantos curiosos de esos que nunca faltan.

El peso de la autoridad

En mitad del combate hizo acto de aparición una patrulla de la Policía Metropolitana. No, no fue cosa de magia, es que cerca de la casa de los Fariña hay un módulo policial y el tránsito de funcionarios por allí es más o menos constante. Dos funcionarios bajaron para ponerle orden a la cuestión pero Mariela los detuvo con un argumento aplastante: esto es una pelea entre marido y mujer, no se metan. Los agentes estuvieron de acuerdo, les ordenaron a los muchachos que resolvieran sus diferencias dentro de la casa y se marcharon. Dos segundos después, como si hubiera sonado la campana para el segundo round, continuó la contienda con más ahínco que hasta el momento.

Nueva patrulla de la Metropolitana en el horizonte, nueva intervención de un funcionario. Esta vez la muchacha no dijo nada, así que imagínense un camión sin frenos por la bajada de Tazón y de paso la luz verde en todos los semáforos. El policía, un sargento que responde al nombre de Mauricio Fonseca, fue directo donde Boris Alberto y comenzó a aplicarle lo que en lenguaje discreto llamaríamos el peso de la autoridad. En un momento del forcejeo Boris logró zafarse del sargento e inició el escape de rigor hacia su casa, pero si Boris Alberto es rápido con las piernas, Mauricio Fonseca es rápido con las manos: el disparo le entró al joven por el costado derecho. Nada qué hacer. Las balas son más rápidas que cualquier hombre. El sargento, nervioso y horrorizado por lo que acababa de hacer -y ante la circunstancia de que había sido visto por un puñado de gente- aceptó primero los insultos, y después la exigencia de Ana Fariña, la madre de Boris Alberto: él mismo debía llevar a su hijo a un hospital. El muchacho fue introducido en una patrulla, y tras él subieron la madre y Mariela, a quien de pronto se le disiparon las furias y los rencores.

El periplo se lo imaginan: hospitales de Lídice, Los Magallanes, Coche, el Vargas, una clínica en San Martín, y finalmente el clínico, a donde Boris llegó en taxi porque la policía no puede entrar a la UCV. Allí le realizaron una operación que comenzó a las 2:45 de la madrugada y culminó a las 9. El médico que realizó la intervención llamó a la madre de Boris para darle una palabra de estímulo, en los siguientes términos:

-¿Cuántos hijos tiene usted, señora ?

-Ocho.

-Bueno, acostúmbrese a que sean nada más siete, porque éste ya no cuenta .

Palabras de un médico; imagínense qué diría un sicario.

El 16 de diciembre Boris Alberto regresó a su casa por decisión propia, pero dos días después tuvo que regresar al hospital porque su estado tendía a empeorar. El sargento Mauricio Fonseca recibió varias veces la visita de Ana Fariña, y no puede decirse que la trató mal. Todo lo contrario: se ofreció para costear de la recuperación del muchacho, sólo que tras comprar los primeros remedios optó por decirle a la señora que ya estaba bueno, él no podía cargar con todos los gastos. Así que intentó un último recurso: le dijo a Ana Fariña que estuviera tranquila, ella le gustaba mucho y cuando las cosas se resolvieran iban a ser muy felices. Esta lo mandó a estudiar a Japón y se sentó a languidecer, a esperar lo peor. Y lo peor sobrevino el 2 de enero: Boris Alberto falleció en el hospital.
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En El Nacional, el 18 de enero 198, con el título No por mucho disculparse resucitan los muertos.