noviembre 29, 2005

A sangre fría

Catorce años de saber, de esperar el desenlace que ya la justicia había establecido para sus días. Karla Faye Tucker tuvo aquel momento de frenesí, aquellos minutos de locura que la llevaron a descuartizar a su antigua pareja y a la amante de éste, y esos pocos minutos bastaron para que el Estado, los órganos de la nación más poderosa de la tierra, decidieran que su vida era un elemento desechable por peligroso, prescindible por maleable.
Ocurrió cuando todavía era una joven; 24 años que, sin embargo, habían sido vividos más intensamente que cualquiera de mayor edad. El mal día de su crimen y de su sentencia se le acabó la juventud, se le acabó la libertad y comenzó también a acabársele la vida: por una de esas crueles circunstancias de la ley norteamericana, debió esperar todo este tiempo para saber cuándo, por fin, le llegaría la hora. Y la hora llegó de súbito, un día de febrero.
Hubo una petición de clemencia, un alarido humano que nadie escuchó. Una inyección en el brazo y adiós ardor, adiós rencores. Método sencillo, expedito y repugnante. Quizá tanto como el otro método, el que ocurre aquí mismo, ante nuestros ojos, aunque no deseemos mirarlo de frente: ejecución extrajudicial, lo llaman, y suele venir aderezado con torturas y vejaciones de toda índole.
Y conmueve, duele verificar una cuestión: la muerte de la norteamericana causó más estupor que las cientos de muertes que ocurrieron aquí en Venezuela en 1997. ¿Será auténtico, será genuino ese dolor nuestro por la sangre ajena?
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Lo metí en un recuadro en El Nacional, en enero del 98. Igual título, en honor del Truman Capote.

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