El sitio, como puede cualquiera imaginarse, tiene sus asiduos comensales, sus visitantes de ocasión y los transeúntes que llegan una vez y se retiran despavoridos al primer intercambio de botellazos. Entre los asiduos se encontraba Douglas José Martínez González, 21 años, muchacho inquieto y un poco difícil de carácter. La Policía del estado Aragua asegura que el expediente del joven registra antecedentes por drogas y robo. Un hermano suyo, de nombre Juan Carlos, es un poco menos inquieto y su expediente no está manchado, pero también le gustaba el agite propio del Club de los Colombianos, lo cual ya dice mucho de su visión del mundo. Meter a un joven impoluto en el Club de los Colombianos es como remojar una galleta óreo en un vaso de aguardiente de cocuy El Jirahara —48 puntos de grado alcohólico.
El guardián
Con ese par de niños traviesos a su cargo debió lidiar la señora Gloria Martínez, la madre, en su casa ubicada en el barrio Las Animas de Palo Negro, desde toda la vida. No es que le molestara la condición de muchachos duros que se les había formado en el pellejo a los chicos (total, eso viene a ser una condición vital en ciertos sectores de las ciudades en crecimiento), pero sí la atacaba cierto escalofrío de alerta cada vez que uno de los hijos le decía que iba a estar en el Club de los Colombianos.
El domingo 29 de noviembre fue uno de esos días propicios para el escalofrío: Douglas José se calzó la pinta de costumbre, se puso pachuco, ensayó unos pasos de baile y le dijo a doña Gloria que iba para allá, donde ya sabemos. El estaba ya muy grandecito para que la madre viniera a negarle el permiso, así que la señora Martínez lo tomó como una notificación y lo vio partir con el desenfado de los muchachos que no le temen a nada.
Pero los nervios, el sexto sentido de las mujeres (sobre todo de las madres) son una cosa seria, así que a eso de las doce de la media noche la señora Gloria no soportó la tensión de la ausencia del joven Douglas, y tomó una decisión: decirle a Juan Carlos, el otro hijo, que por favor fuera a buscarlo. Juan Carlos ya estaba durmiendo cuando la madre lo abordó.
-Hijo, anda a buscar a tu hermano, que me tiene preocupada.
-Negativo. Estoy durmiendo.
-Es que creo que le ha pasado algo, insistió la madre.
-El se puede cuidar solo. Ya es un hombrecito.
-Pero es que está en el Club de los Colombianos.
Juan Carlos saltó como un resorte, se puso una ropa medio simpática ahí a la velocidad de Frijolito, se desperezó, se perfumó y salió a la calle, no sin antes recordarle a la madre lo dispuesto que estaba siempre a satisfacer sus deseos.
-Para mí es un honor ir en busca de Douglas, le dijo.
Y se marchó, ya sin sueño, a cumplir su rol de fiel guardián.
Todos lo vieron;
nadie lo ha visto
Juan Carlos cumplió con su cometido, por supuesto, después de respirar un poco el aire del Club, tan caro a sus sentidos. Estuvieron allí un rato más y luego salieron a la calle rumbo a su casa, acompañados por un par de amigos a quienes también les gusta la guachafita, el vallenato y las barranquilleras. Tomaron la calle Ricaurte e iban directo al barrio Las Animas, cuando de pronto apareció frente a ellos el Malibú, el bendito Malibú fantasma que un trío de testigos dice haber visto, pero de cuyas placas y demás señas nadie se acuerda.
Del automóvil salió un sujeto que no le permitió reaccionar a nadie: quietos ahí y plomo con ellos, como quien dispara contra una bandada de jabalíes. Juan Carlos cayó primero, con una bala en el intercostal derecho; a Douglas José lo fulminó un disparo en la región axilar del mismo lado; Jairo garcía, uno de los acompañantes, resultó herido en un brazo y en el tórax, y a un cuarto joven le dio tiempo de pegar el carrerón del siglo y desaparecer del mapa del estado Aragua. Al terminar su faena, el matador montó en el vehículo y en él se marchó; había otros tres ocupantes en el carro.
La Policía de Aragua llegó poco después del tiroteo y acordonó el lugar. Lo acordonó tan bién que no le permitió a los familiares de Douglas José y Juan Carlos se aproximaran a ellos para intentar algo por sus vidas. El asunto es que Juan Carlos aún se movía y convulsionaba al llegar sus familiares, pero para efectos del operativo policial la zona debía ser despejada y el muchacho falleció en mitad de la calle.
El Nacional, diciembre 1998; no conservo el título original con que fue publicada.
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