abril 14, 2005

Rumbo a Las Ánimas

Club Social Colombo-Venezolano es un nombre que suena a espacio para el encuentro cordial, el diálogo constructivo, la hermandad y todas esas cosas propias del buen vivir y el convivir. Pero, por razones muy injustas y lamentables de la xenofobia que carga implícita nuestro lenguaje cotidiano, el que un lugar sea llamado, por fuerza de la costumbre, El Club de los Colombianos, ya lo remite a uno a otra cosa bien distinta. Cuando un lugar pasa a llamarse así las partidas amistosas de dominó se convierten en truco y ajilei, los buenos modales en brinco y puñalada, y las jornadas de beneficencia en certámenes de piña y berracura donde el que tiene mejor suerte sale con cuatro dientes menos y una ceja partida en tres. El ejemplo no es abstracto; en el barrio Primero de Mayo de Maracay queda ese fulano Club de la fraternidad binacional que en boca de las masas es conocido simple y llanamente como el perro Club de los Colombianos.
El sitio, como puede cualquiera imaginarse, tiene sus asiduos comensales, sus visitantes de ocasión y los transeúntes que llegan una vez y se retiran despavoridos al primer intercambio de botellazos. Entre los asiduos se encontraba Douglas José Martínez González, 21 años, muchacho inquieto y un poco difícil de carácter. La Policía del estado Aragua asegura que el expediente del joven registra antecedentes por drogas y robo. Un hermano suyo, de nombre Juan Carlos, es un poco menos inquieto y su expediente no está manchado, pero también le gustaba el agite propio del Club de los Colombianos, lo cual ya dice mucho de su visión del mundo. Meter a un joven impoluto en el Club de los Colombianos es como remojar una galleta óreo en un vaso de aguardiente de cocuy El Jirahara —48 puntos de grado alcohólico.

El guardián

Con ese par de niños traviesos a su cargo debió lidiar la señora Gloria Martínez, la madre, en su casa ubicada en el barrio Las Animas de Palo Negro, desde toda la vida. No es que le molestara la condición de muchachos duros que se les había formado en el pellejo a los chicos (total, eso viene a ser una condición vital en ciertos sectores de las ciudades en crecimiento), pero sí la atacaba cierto escalofrío de alerta cada vez que uno de los hijos le decía que iba a estar en el Club de los Colombianos.
El domingo 29 de noviembre fue uno de esos días propicios para el escalofrío: Douglas José se calzó la pinta de costumbre, se puso pachuco, ensayó unos pasos de baile y le dijo a doña Gloria que iba para allá, donde ya sabemos. El estaba ya muy grandecito para que la madre viniera a negarle el permiso, así que la señora Martínez lo tomó como una notificación y lo vio partir con el desenfado de los muchachos que no le temen a nada.
Pero los nervios, el sexto sentido de las mujeres (sobre todo de las madres) son una cosa seria, así que a eso de las doce de la media noche la señora Gloria no soportó la tensión de la ausencia del joven Douglas, y tomó una decisión: decirle a Juan Carlos, el otro hijo, que por favor fuera a buscarlo. Juan Carlos ya estaba durmiendo cuando la madre lo abordó.
-Hijo, anda a buscar a tu hermano, que me tiene preocupada.
-Negativo. Estoy durmiendo.
-Es que creo que le ha pasado algo, insistió la madre.
-El se puede cuidar solo. Ya es un hombrecito.
-Pero es que está en el Club de los Colombianos.
Juan Carlos saltó como un resorte, se puso una ropa medio simpática ahí a la velocidad de Frijolito, se desperezó, se perfumó y salió a la calle, no sin antes recordarle a la madre lo dispuesto que estaba siempre a satisfacer sus deseos.
-Para mí es un honor ir en busca de Douglas, le dijo.
Y se marchó, ya sin sueño, a cumplir su rol de fiel guardián.

Todos lo vieron;
nadie lo ha visto

Juan Carlos cumplió con su cometido, por supuesto, después de respirar un poco el aire del Club, tan caro a sus sentidos. Estuvieron allí un rato más y luego salieron a la calle rumbo a su casa, acompañados por un par de amigos a quienes también les gusta la guachafita, el vallenato y las barranquilleras. Tomaron la calle Ricaurte e iban directo al barrio Las Animas, cuando de pronto apareció frente a ellos el Malibú, el bendito Malibú fantasma que un trío de testigos dice haber visto, pero de cuyas placas y demás señas nadie se acuerda.
Del automóvil salió un sujeto que no le permitió reaccionar a nadie: quietos ahí y plomo con ellos, como quien dispara contra una bandada de jabalíes. Juan Carlos cayó primero, con una bala en el intercostal derecho; a Douglas José lo fulminó un disparo en la región axilar del mismo lado; Jairo garcía, uno de los acompañantes, resultó herido en un brazo y en el tórax, y a un cuarto joven le dio tiempo de pegar el carrerón del siglo y desaparecer del mapa del estado Aragua. Al terminar su faena, el matador montó en el vehículo y en él se marchó; había otros tres ocupantes en el carro.
La Policía de Aragua llegó poco después del tiroteo y acordonó el lugar. Lo acordonó tan bién que no le permitió a los familiares de Douglas José y Juan Carlos se aproximaran a ellos para intentar algo por sus vidas. El asunto es que Juan Carlos aún se movía y convulsionaba al llegar sus familiares, pero para efectos del operativo policial la zona debía ser despejada y el muchacho falleció en mitad de la calle.
¿Y la ambulancia? ¿Hay ambulancias en Maracay? Sí, les aseguramos que las hay. ¿Y por qué llegaron dos horas después de haber sido solicitadas? Bueno, cuando una situación de estas va a terminar mal termina mal y fuera, no hagan preguntas tan candorosas y pregúntense más bien por qué, cuando a los investigadores se les pregunta cuán hondo van a investigar, ellos responden: “Ese es un pase de factura”. Como si por esa causa ya no hubiera nada que hacer.

El Nacional, diciembre 1998; no conservo el título original con que fue publicada.

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