abril 15, 2005

Nuestros dos desaparecidos

El teniente Douglas Ronald Barrera, oficial del ejército guatemalteco y ex agregado militar de la embajada de su país en Venezuela, es hombre recio, de carácter. No podía esperarse otra cosa de alguien a quien le ha tocado pergeñar en un cuerpo castrense como el de ese país, destruido por una guerra que “oficialmente” ya terminó, pero cuya crueldad sigue arrastrando seres humanos hacia la locura y la muerte. Un ejemplo de cuán reciamente templó la contienda bélica los nervios de Barrera (cuyo segundo apellido, de paso, es Guerra) es el episodio que sigue, registrado hacia el mes de octubre de 1984.
Ocurre que el teniente Barrera, quien entonces ostentaba el grado de capitán, tenía un chivito, una mascota con la cual jugaban sus hijos. El animal permanecía a buen resguardo en la colonia militar “Lourdes”, las residencias en la que habitaban Barrera y su familia en Ciudad de Guatemala. Un mal día, el chivito en cuestión se salió de la casa y comenzó a husmear por las residencias vecinas, hasta que llegó a la del teniente Eduardo García. Este, quien al parecer odia a los cuadrúpedos, echó mano del primer martillo que encontró en el camino, trotó a marcha redoblada unos quince metros y con el mismo impulso jaló y le conectó un rolitranco de martillazo entre cacho y cacho a la mascota del capitán.
Douglas Barrera, enfurecido, obvió la cuestión del superior rango de su vecino el matacabras, y fue a reclamarle. Como la esposa de éste insistió en que estaba de viaje y que de chivos no tenía ninguna noticia, el capitán acudió al jefe de la sección de Inteligencia de la Fuerza Aérea (en la cual estaba destacado) mediante una desgarradora carta de la cual conservamos una copia fotostática. Entre otras cosas, el capitán Barrera denuncia ante su superior la conducta “cruel, inhumana e irracional contra un pobre animal incapaz de hacerle daño a alguien”.
Preguntas inevitables: ¿qué importa la muerte de un maldito chivo en Guatemala, donde la intolerancia se ha llevado a la tumba a más de 80.000 personas? ¿Qué relación guardan Barrera y su temperamento con la desaparición de los jóvenes venezolanos José Alberto y Víctor Camarda, dos de aquellos muchachos que solían jugar con el chivito de marras?

Las huellas de José Alberto

Decíamos que el capitán Barrera fue agregado militar en Venezuela. Durante su estancia aquí conoció a Carmen Atencio, venezolana, divorciada y con dos hijos. Con esta dama se casó y la llevó junto con sus hijos José Alberto y Víctor a vivir a Guatemala, específicamente a la colonia “Lourdes”, escenario de la acción descrita antes. En ese mismo lugar, una zona cercana a una base militar y habitada exclusivamente por militares, se produjo la desaparición del menor hijo de Carmen Atencio, José Alberto. Los detalles al respecto son oscuros; simplemente se sabe que el muchacho transitaba con su moto por el área de la colonia y de pronto no se le volvió a ver más. Se produjo una búsqueda más o menos intensa (estamos hablando de un país en el cual se han contabilizado más de 30 mil desaparecidos desde 1975 hasta la fecha), se realizaron las diligencias mínimas y así, sin más, el caso y las huellas de José Alberto Camarda fueron borrándose sin remedio.
Un año después del extraño incidente, la madre y el hermano de José Alberto decidieron redimensionar las denuncias y acudieron a las instancias internacionales, entre ellas la embajada y los medios de comunicación de Venezuela. La historia completa fue reseñada en El Nuevo País, órgano al que acudió la señora Carmen Atencio en 1989, y en esa ocasión el capitán Barrera se limitó a decir: “Mi esposa ha dicho la verdad. No puedo decir más, porque mi condición de militar me prohíbe acceder a cualquier entrevista”. Esa verdad dicha por la señora Atencio era tan simple como brutal: según testigos, a José Alberto lo secuestraron en una zona custodiada con toda la rigurosidad del caso por efectivos militares, y hasta la fecha no ha aparecido. Fue todo; nada más había que agregar, al menos por los momentos.
Pero sí tuvo que agregar algo más el capitán Barrera, durante una interpelación que le hizo la Misión de las Naciones Unidas que funciona en Guatemala. En esa oportunidad dijo estar seguro de que su hijastro fue asesinado por un militar retirado de alto rango. Después de eso se produjo su divorcio de la señora Atencio y no ha vuelto a saberse más nada de su paradero, salvo que anda por los lados de Perú en misión diplomática. Linda actitud de un caballero que tanta bravura demostró cuando la muerte de su chivito.
Asediado por el dolor y la indignación, el hermano mayor de José Alberto, Víctor Camarda Atencio, se aplicó a la búsqueda de su hermano en territorio guatemalteco, a partir de 1989. Al voluntarioso joven, casado y con dos hijas, se le vio entonces recorrer bases militares, oficinas diplomáticas y policiales, además de los medios de comunicación de ese país, para tratar de crear un clima de consideración para con el caso (uno en más de 30 mil, no hay que perder esto de vista). No había mucho que inventar, el campo de rastreo estaba bien restringido y delimitado; los militares de ese país eran, para qué dudarlo, los principales sospechosos, y contra ese ente descargó el muchacho toda su energía, con ayuda de una madre que de pronto se vio desamparada por Barrera Guerra, quien de pronto fue ascendido a teniente.
En compañía de quien alguna vez fue su padrastro acudió el joven a una guarnición militar, donde le correspondió escuchar en vivo un diálogo escalofriante, entre Barrera y un general. Ante la inquisición sobre el caso de Víctor, el alto jerarca preguntó a su vez a Barrera: “Teniente, usted sabe perfectamente qué ocurrió con ese joven”. Pero Barrera, nuevamente, optó por enmudecer. El silencio tiene su precio, y su carrera dentro del cuerpo castrense podía quedar en entredicho debido a algunos detalles inconvenientes.

Desapariciones, cuerpos, testigos

Víctor Camarda optó por continuar solo con la averiguación y la denuncia, no había ni siquiera por qué insistir en pedirle ayuda a un aliado táctico tan inútil como el ex padrastro. El 26 de enero de 1994, el joven de 26 años cumplidos transitaba por una calle de Ciudad de Guatemala en compañía de un amigo guatemalteco, de la misma edad, llamado Mynor Luna. Al detenerse en un semáforo, un grupo de hombres armados los interceptaron, se los llevaron en un automóvil y, por varios días, fueron dados por desaparecidos. Sólo unos pocos días duró, en un principio, la ausencia de Víctor. Su esposa, Flor de María, recibió una llamada suya el día 31 de enero. De aquella conversación conserva intactos los detalles:
—Por ahora estoy bien -le dijo Víctor.
—Estaba asustada, creí que te habían secuestrado. ¿Te tienen los militares?
—Bueno, algo así, después te cuento lo que pasó. A Mynor lo soltaron el domingo, yo me voy para la casa esta tarde.
Ese domingo de gloria no llegó jamás, pues Víctor no repitió la llamada y Mynor Luna tampoco se reportó con sus familiares y conocidos. El 18 de febrero, unos campesinos encontraron dos cuerpos mutilados a varios kilómetros de la capital, justo en un desfiladero conocido como “La Chifurnia”, célebre justamente por haber servido de zona de liberación de cadáveres en otras ocasiones. Acá se oscurece aún más la historia, puesto que las autoridades comunicaron que la dactiloscopia no permitió identificar a aquellos cuerpos, pero los familiares de Víctor Camarda aseguran, tres años después, que uno de los cuerpos es el del mayor hijo de Carmen Atencio; para apoyar su declaración presentan una carta enviada por el gobierno de Guatemala a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Las noticias más recientes del caso las proporciona la Misión de las Naciones Unidas para Guatemala: Mynor Luna, el joven con quien fue visto Víctor Camarda el día de su captura a manos de desconocidos, vivió un tiempo de Miami y ahora reside nuevamente en Ciudad de Guatemala. Tienen su dirección: calle B, 18-61, zona 15, Vista Hermosa II, y hay un teléfono: 69-3839. El muchachio no se ha presentado a declarar, y la Misión de la ONU “presume que posee valiosa información”. Tienen una dirección, un teléfono, un testigo, pero no han podido sacarle una sola palabra a ese caballero. Parece que la democracia guatemalteca tiene un trabajito por allí, algo así como una deuda con su similar venezolana, o al menos con una familia destrozada.
El Nacional, noviembre de 1997. Publicada con el título: Dos desaparecidos le debe Guatemala a Venezuela.

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