abril 27, 2005

Chiquilo, el mártir

Tucupita, Tucupita. Ustedes saben, la capital del estado Delta Amacuro. Delta Amacuro, ustedes saben. Hasta no hace mucho se le llamaba Territorio Federal Amacuro, y la denominación sonaba –suena todavía– a asunto remoto, lejano, vagamente perceptible, pero encantador: el Delta es el lugar del país donde el Orinoco se vuelve mil pedazos, mil corrientes de agua en la que pululan los caimanes y las anacondas casi en el mismo número que los zancudos. Pero hay más que eso. Hay una población, unas estructuras, una organización, un status que le hizo merecer su elevación a la condición de estado. Así que el estado Delta Amacuro está en la misma categoría política y jurídica que los estados Mérida, Zulia o Carabobo, aunque, por otra parte, y hablando de los rubros aspecto físico y castidad, confundir a Valencia con Tucupita es como confundir a las Spice Girls con la estudiantina del Colegio Teresiano.
Pero un momento: ¿es absolutamente deplorable y desventajosa la vida en Tucupita, como para merecer apenas una mirada de desprecio por encima del hombro? De ninguna manera. En el Delta, por ejemplo, rara vez –o quizá nunca– escuchará el visitante una ráfaga de ametralladora, cosa que sí ocurre con frecuencia a tres cuadras de Miraflores, caminando hacia el norte. Aunque guapos no faltan en ninguna parte y es costumbre que cuando se caldean los ánimos salgan a relucir hierros y machetes de diversa textura, la santa verdad es que los habitantes del Delta no están habituados a escuchar disparos, de modo que bien pueden confundir, por falta de entrenamiento auditivo, un disparo de arma de fuego con el estallido de un triquitraqui.
Pero, de acuerdo con la denuncia que reposa en la Fiscalía General de la República, aquel viernes no hubo manera de confundirse: cerca de veinte testigos han declarado que las seis detonaciones que se escucharon en la urbanización La Paz de Tucupita no fueron de fuegos artificiales sino de plomo vivo. Y, para que no queden dudas del destino que tuvo ese plomo, allí está, reposando para siempre bajo el suelo deltano, el cuerpo de Pablo Ramón Martínez, “Chiquilo” entre los suyos.

Golpe por golpe

Este Pablo Ramón Martínez (46 años de edad, cinco hijos y fuerzas de sobra para engendrar unos cuantos más) era uno de esos caballeros que desde pequeños fueron acostumbrados a meterle mano a cuanto oficio inventó el hombre para no morirse de flojera: sabía de electricidad, albañilería, plomería, herrería y todo cuanto sea útil para mantener una casa de pie. Dos décadas atrás llegó a ese barrio llamado La Paz, donde se dio a conocer por las habilidades descritas y también por su don para organizar a la gente alrededor de proyectos que valgan la pena. Era presidente de una asociación llamada La Esperanza, formada por los vecinos de la zona, y disculpen la abundancia de detalles, pero en este caso es preciso armar con exactitud el retrato del señor Pablo Ramón Martínez. De todas formas, si no le parece interesante el relato, intente leer el escrito de Max Haines y verá que a la cuarta línea ya estará harto y se verá obligado a regresar a esta página. No hay escapatoria.
Lo cierto es que este Chiquilo tenía un carácter templado de acuerdo a las normas de una vida llena de obligaciones y exigencias, lo cual quiere decir que era un hombre más dado a impartir órdenes que a recibirlas. Y esa característica –virtud para unos, desparpajo para otros– habría de aflorar con toda su potencia en un momento que le exigía más bien silencio y sumisión.
Ocurrió, decíamos, un viernes en la noche. Un grupo de muchachos de La Paz habían armado una miniteca, una fiesta callejera en mitad de la vía, y la música se estaba prolongando parejo y sabroso a lo largo de la noche. A eso de las nueve, un cuerpo recién creado de la policía estadal entró en escena, mandó a apagar el equipo y todo el mundo a arrodillarse. Y tú, el catire de allá, suelta a esa flaca o te la vamos a arrancar por las malas de las manos. Cédula, manos atrás y cabeza agachada que ustedes van detenidos, fue la orden general impartida desde las patrullas, y a los muchachos, sorprendidos en pleno cénit del sarao, no les quedó más remedio que entregar sus documentos y dejarse llevar por las circunstancias. Y mira que eran amargas esas circunstancias: llevarse una ración de empujones y peinillazos delante de la chica con quien uno estaba bailando unos minutos atrás no debe ser muy sabroso, ¿ah?
A dos cuadras del lugar, Pablo Ramón Martínez se enteró de que entre los jóvenes detenidos estaban dos de sus hijos, Franklin y José Ramón. El hombre salió a la calle, se acercó al sitio de la redada y comenzó a hablar con los gendarmes. Los muchachos no son unos delincuentes. Devuélvanmelos, yo vivo aquí cerca. No los pueden detener porque son menores de edad y yo no veo ningún funcionario del INAM o la Procuraduría. Y los policías, sordos o desinteresados ante la petición del Chiquilo. Entonces éste, acostumbrado a hacerse oír, levantó la voz. Y la levantó un poco más. Y un poco más. Hasta que el policía interpelado no aguantó la presión e intentó callarle la boca a su interlocutor con una cachetada que hizo enmudecer a todo el mundo. ¿Qué hizo Chiquilo? ¿Se quedó quieto? ¿Pidió disculpas? ¿Se puso a llorar? No: le respondió al policía con la misma fórmula, toma, directo y duro para reventarle al uniformado lo que se llama hocico.
Entonces sucedió algo de lo cual los denunciantes mantienen y defienden una versión, mientras que la policía esgrime otra distinta –más adelante se verá cuál–: en mitad del forcejeo sonó un disparo, no se sabe si del arma de Chiquilo –un arma de la cual tenía porte legal– o del policía, pero de todas formas un disparo que hirió a Pablo Ramón Martínez. Fue el primer tiro que recibió; los otros cinco se lo propinaron los funcionarios, uno detrás de otro, como si se tratara de una competencia de tiro al blanco; fueron tres impactos en el abdomen, dos en la pierna izquierda y uno en un brazo. Y con tribuna de espectadores incorporada: decenas de testigos, entre los que se encontraban los hijos del caído, han sostenido esta versión.

Si tú eres macho

Pero lo anterior no fue lo peorcito que le ocurrió a Chiquilo esa noche. A los agentes del orden y la seguridad todavía les pareció que aquel hombre merecía una sesión de golpes y patadas, y fue lo que hicieron, en presencia de una multitud que no se atrevía a intervenir debido a la cantidad de cañones policiales que salieron al ruedo. Acto seguido, Martínez fue introducido en una de las patrullas y llevado con toda la calma del caso al hospital Luis Razetti.
Cuando llegaron al hospital, los policías arrojaron al herido al piso y uno de ellos le gritó –palabras textuales, según cuentan tres enfermeras del hospital–: “Si es muy macho, que camine solo”. Fueron las enfermeras quienes le rogaron a los uniformados que le quitaran las esposas al moribundo. Intervención quirúrgica de emergencia que mejoró levemente el estado del herido, cruel espera de 24 horas para que se autorizara su traslado a un hospital mejor dotado en Puerto Ordaz. El sábado en horas de la noche, Chiquilo Martínez falleció en la ambulancia que lo trasladaba hacia Guayana.
El sepelio del dirigente vecinal fue una manifestación multitudinaria en la cual, como pueden imaginarse, salieron a flote toda suerte de señalamientos y acusaciones contra los funcionarios de la policía deltana. Pero más nada, no más violencia ni agresiones físicas: tal es la naturaleza y el temperamento de la gente de Tucupita. Para su grandeza, o su desgracia.

Habla la policía estadal

El teniente coronel Héctor Jesús Aguilera, comandante de la policía del estado Delta Amacuro, asumió la defensa de los funcionarios involucrados en los hechos, arguyendo que éstos fueron agredidos con un arma de fuego antes de proceder a neutralizar a Martínez. Dice la declaración oficial que los policías realizaban en el barrio La Paz un operativo de verificación de documentos entre los menores de edad presentes en la fiesta, cuando se presentó Chiquilo Martínez en una bicicleta, muy alterado y en plan agresivo, exigiendo la liberación de sus hijos. En mitad de la discusión que se suscitó, se produjo un forcejeo con uno de los agentes; Martínez desenfundó un arma y realizó dos disparos, tras lo cual “el resto de la comisión policial intervino para resguardar la integridad de los agentes y los menores presentes en el lugar”.El proceso se encuentra en un tribunal de Primera Instancia en lo Penal, a cargo de César Augusto Acevedo. Hasta la fecha, no hay ningún agente policial detenido o suspendido de su cargo.
______________________
El Nacional, 1999 (no tengo la fecha), con el título Tras la masacre, el silencio.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Todavía me impresiona que sigas teniendo fe en la justicia cuando se trata de policías. En estso días me dijeron que nunca se ha culpabilizado a un uniformado venebzolano por totura...Lástima

JRD dijo...

Así es, Laura, es para perder la fe en todo. Lo que pasa es que, cuando uno declare haberla perdido, entonces llegará el momento de actuar en consecuencia. Es decir, de actuar totalmente fuera de esa justicia en la que no creemos.
¿Estamos preparados para eso? Yo creo que todavía no. Dame un tiempito a ver qué pasa.