abril 27, 2005

Chiquilo, el mártir

Tucupita, Tucupita. Ustedes saben, la capital del estado Delta Amacuro. Delta Amacuro, ustedes saben. Hasta no hace mucho se le llamaba Territorio Federal Amacuro, y la denominación sonaba –suena todavía– a asunto remoto, lejano, vagamente perceptible, pero encantador: el Delta es el lugar del país donde el Orinoco se vuelve mil pedazos, mil corrientes de agua en la que pululan los caimanes y las anacondas casi en el mismo número que los zancudos. Pero hay más que eso. Hay una población, unas estructuras, una organización, un status que le hizo merecer su elevación a la condición de estado. Así que el estado Delta Amacuro está en la misma categoría política y jurídica que los estados Mérida, Zulia o Carabobo, aunque, por otra parte, y hablando de los rubros aspecto físico y castidad, confundir a Valencia con Tucupita es como confundir a las Spice Girls con la estudiantina del Colegio Teresiano.
Pero un momento: ¿es absolutamente deplorable y desventajosa la vida en Tucupita, como para merecer apenas una mirada de desprecio por encima del hombro? De ninguna manera. En el Delta, por ejemplo, rara vez –o quizá nunca– escuchará el visitante una ráfaga de ametralladora, cosa que sí ocurre con frecuencia a tres cuadras de Miraflores, caminando hacia el norte. Aunque guapos no faltan en ninguna parte y es costumbre que cuando se caldean los ánimos salgan a relucir hierros y machetes de diversa textura, la santa verdad es que los habitantes del Delta no están habituados a escuchar disparos, de modo que bien pueden confundir, por falta de entrenamiento auditivo, un disparo de arma de fuego con el estallido de un triquitraqui.
Pero, de acuerdo con la denuncia que reposa en la Fiscalía General de la República, aquel viernes no hubo manera de confundirse: cerca de veinte testigos han declarado que las seis detonaciones que se escucharon en la urbanización La Paz de Tucupita no fueron de fuegos artificiales sino de plomo vivo. Y, para que no queden dudas del destino que tuvo ese plomo, allí está, reposando para siempre bajo el suelo deltano, el cuerpo de Pablo Ramón Martínez, “Chiquilo” entre los suyos.

Golpe por golpe

Este Pablo Ramón Martínez (46 años de edad, cinco hijos y fuerzas de sobra para engendrar unos cuantos más) era uno de esos caballeros que desde pequeños fueron acostumbrados a meterle mano a cuanto oficio inventó el hombre para no morirse de flojera: sabía de electricidad, albañilería, plomería, herrería y todo cuanto sea útil para mantener una casa de pie. Dos décadas atrás llegó a ese barrio llamado La Paz, donde se dio a conocer por las habilidades descritas y también por su don para organizar a la gente alrededor de proyectos que valgan la pena. Era presidente de una asociación llamada La Esperanza, formada por los vecinos de la zona, y disculpen la abundancia de detalles, pero en este caso es preciso armar con exactitud el retrato del señor Pablo Ramón Martínez. De todas formas, si no le parece interesante el relato, intente leer el escrito de Max Haines y verá que a la cuarta línea ya estará harto y se verá obligado a regresar a esta página. No hay escapatoria.
Lo cierto es que este Chiquilo tenía un carácter templado de acuerdo a las normas de una vida llena de obligaciones y exigencias, lo cual quiere decir que era un hombre más dado a impartir órdenes que a recibirlas. Y esa característica –virtud para unos, desparpajo para otros– habría de aflorar con toda su potencia en un momento que le exigía más bien silencio y sumisión.
Ocurrió, decíamos, un viernes en la noche. Un grupo de muchachos de La Paz habían armado una miniteca, una fiesta callejera en mitad de la vía, y la música se estaba prolongando parejo y sabroso a lo largo de la noche. A eso de las nueve, un cuerpo recién creado de la policía estadal entró en escena, mandó a apagar el equipo y todo el mundo a arrodillarse. Y tú, el catire de allá, suelta a esa flaca o te la vamos a arrancar por las malas de las manos. Cédula, manos atrás y cabeza agachada que ustedes van detenidos, fue la orden general impartida desde las patrullas, y a los muchachos, sorprendidos en pleno cénit del sarao, no les quedó más remedio que entregar sus documentos y dejarse llevar por las circunstancias. Y mira que eran amargas esas circunstancias: llevarse una ración de empujones y peinillazos delante de la chica con quien uno estaba bailando unos minutos atrás no debe ser muy sabroso, ¿ah?
A dos cuadras del lugar, Pablo Ramón Martínez se enteró de que entre los jóvenes detenidos estaban dos de sus hijos, Franklin y José Ramón. El hombre salió a la calle, se acercó al sitio de la redada y comenzó a hablar con los gendarmes. Los muchachos no son unos delincuentes. Devuélvanmelos, yo vivo aquí cerca. No los pueden detener porque son menores de edad y yo no veo ningún funcionario del INAM o la Procuraduría. Y los policías, sordos o desinteresados ante la petición del Chiquilo. Entonces éste, acostumbrado a hacerse oír, levantó la voz. Y la levantó un poco más. Y un poco más. Hasta que el policía interpelado no aguantó la presión e intentó callarle la boca a su interlocutor con una cachetada que hizo enmudecer a todo el mundo. ¿Qué hizo Chiquilo? ¿Se quedó quieto? ¿Pidió disculpas? ¿Se puso a llorar? No: le respondió al policía con la misma fórmula, toma, directo y duro para reventarle al uniformado lo que se llama hocico.
Entonces sucedió algo de lo cual los denunciantes mantienen y defienden una versión, mientras que la policía esgrime otra distinta –más adelante se verá cuál–: en mitad del forcejeo sonó un disparo, no se sabe si del arma de Chiquilo –un arma de la cual tenía porte legal– o del policía, pero de todas formas un disparo que hirió a Pablo Ramón Martínez. Fue el primer tiro que recibió; los otros cinco se lo propinaron los funcionarios, uno detrás de otro, como si se tratara de una competencia de tiro al blanco; fueron tres impactos en el abdomen, dos en la pierna izquierda y uno en un brazo. Y con tribuna de espectadores incorporada: decenas de testigos, entre los que se encontraban los hijos del caído, han sostenido esta versión.

Si tú eres macho

Pero lo anterior no fue lo peorcito que le ocurrió a Chiquilo esa noche. A los agentes del orden y la seguridad todavía les pareció que aquel hombre merecía una sesión de golpes y patadas, y fue lo que hicieron, en presencia de una multitud que no se atrevía a intervenir debido a la cantidad de cañones policiales que salieron al ruedo. Acto seguido, Martínez fue introducido en una de las patrullas y llevado con toda la calma del caso al hospital Luis Razetti.
Cuando llegaron al hospital, los policías arrojaron al herido al piso y uno de ellos le gritó –palabras textuales, según cuentan tres enfermeras del hospital–: “Si es muy macho, que camine solo”. Fueron las enfermeras quienes le rogaron a los uniformados que le quitaran las esposas al moribundo. Intervención quirúrgica de emergencia que mejoró levemente el estado del herido, cruel espera de 24 horas para que se autorizara su traslado a un hospital mejor dotado en Puerto Ordaz. El sábado en horas de la noche, Chiquilo Martínez falleció en la ambulancia que lo trasladaba hacia Guayana.
El sepelio del dirigente vecinal fue una manifestación multitudinaria en la cual, como pueden imaginarse, salieron a flote toda suerte de señalamientos y acusaciones contra los funcionarios de la policía deltana. Pero más nada, no más violencia ni agresiones físicas: tal es la naturaleza y el temperamento de la gente de Tucupita. Para su grandeza, o su desgracia.

Habla la policía estadal

El teniente coronel Héctor Jesús Aguilera, comandante de la policía del estado Delta Amacuro, asumió la defensa de los funcionarios involucrados en los hechos, arguyendo que éstos fueron agredidos con un arma de fuego antes de proceder a neutralizar a Martínez. Dice la declaración oficial que los policías realizaban en el barrio La Paz un operativo de verificación de documentos entre los menores de edad presentes en la fiesta, cuando se presentó Chiquilo Martínez en una bicicleta, muy alterado y en plan agresivo, exigiendo la liberación de sus hijos. En mitad de la discusión que se suscitó, se produjo un forcejeo con uno de los agentes; Martínez desenfundó un arma y realizó dos disparos, tras lo cual “el resto de la comisión policial intervino para resguardar la integridad de los agentes y los menores presentes en el lugar”.El proceso se encuentra en un tribunal de Primera Instancia en lo Penal, a cargo de César Augusto Acevedo. Hasta la fecha, no hay ningún agente policial detenido o suspendido de su cargo.
______________________
El Nacional, 1999 (no tengo la fecha), con el título Tras la masacre, el silencio.

abril 26, 2005

Premio Historias Imposibles a estas historias (no sólo posibles sino reales)


Blog Premiado

Gracias a la gente de Historias Imposibles, quien le ha hecho a esta página el inesperado honor de otorgarle el premio "Blog de Cinco Estrellas". Les escribí a los panas en un comentario, abajo en el post La nula importancia de llamarse Josefina: "ya quisiera yo que esas historias fueran imposibles (como dice el nombre de su página). Por desgracia, esas historias son no sólo posibles sino cotidianas en nuestros países latinoamericanos".

Gracias de todos modos.

Un pequeño error

Viernes 4 de julio, 5 am

Movilización policial más intensa que de costumbre en el Tercer Plan de La Silsa. Por allí suelen producirse enfrentamientos más o menos serios por el inacabable asunto de la droga, las malas mañas, la necesidad de algunos de dárselas de guapos. Y cuando estas cosas ocurren no es extraño que un proyectil fuera de cauce equivoque las señas del destinatario y entonces ¡Pao!, allá cayó un inocente. Así que, a pesar de la bulla y la incomodidad de tener que interrumpir el sueño tan temprano, a veces es hasta bienvenido un operativo de estos de vez en cuando. Nada que decir sobre la mística policial; para eso les pagan.
Los miembros de la familia Rondón sienten el galope tendido de la autoridad en el callejón Ricaurte, que es a donde da la entrada de su vivienda. De pronto escuchan un ruido de fábula allí mismo en su propia reja: alguien da unos golpes, después se siente un ruido bestial de metales que ceden y luego un desmigajarse de la pared cuando la reja que protege la casa es arrancada de cuajo. El señor Teófilo Rondón sale a ver de dónde viene tanto agite, y se encuentra con varios hombres uniformados que, cordialmente, le piden permiso para entrar a la vivienda. Uno de ellos sostiene la reja de la entrada en la mano, pero enseguida la arroja hacia un lado y, junto con varios colegas más, irrumpe en la casa sin esperar la autorización de Rondón. Qué más salvoconducto que ese poco de fusiles, pistolas y adrenalina fluyendo cuerpo adentro. Dos de ellos arrastran a un sujeto que, cosa extraña, va encapuchado. Le preguntan: “¿Aquí es la cosa?”, y él responde: “Sí, aquí es”.

5:10 am

Varios de aquellos hombres, identificados luego por la familia Rondón como funcionarios del Grupo BAE –por el emblema que llevaban al hombro– registran un par de habitaciones en la planta baja de la casa y luego suben hacia el segundo nivel, donde está el cuarto de José Gregorio Rondón, un muchacho recién dado de baja de la Policía Militar. De los otros funcionarios, unos custodian el cuarto al que ha sido llevada la familia –el padre, la madre y la hija, de nombre Ana Rosa– y los demás esperan en la sala y en la entrada. Desde arriba llega un diálogo un poco aparatoso:
–Ah, tú eres la rata.
–Ya va, señor agente, mire mis documentos, yo soy reservista.
–Ah, tú eres reservista.
Y enseguida un ruido de golpes y patadas, los gritos de José Gregorio. La madre del muchacho, señora Margarita, intenta salir del cuarto para intervenir en la cuestión y uno de los agentes la devuelve a la cama con una cachetada de esas que duelen, sobre todo a las cinco de la mañana y con un hijo en problemas. El encapuchado, el tipo a quien le han preguntado cosas antes de actuar, dice entonces: “Miren, mejor métanme en la patrulla porque me van a rayar”. No ha terminado de pedirles este favor cuando, desde arriba, llega la conmoción nítida de una descarga de disparos. Plomo cerrado en casa de los Rondón; abajo, los otros siguen sin dejar salir a los familiares, cuyos nervios ya han hecho crisis. Un poco para tranquilizarlos, para drenar un poco la tensión y la incomodidad, uno de los agentes comienza a entablar conversación con los miembros de la familia. Comienza por hacerles una pregunta trivial, tú sabes, nada importante, sólo para entrar en confianza:
–Bueno, ¿y qué más? ¿Cómo se está portando El Chino?
–¿Cuál Chino? –responde Teófilo Rondón–. Aquí vivimos puros negritos, no hay ningún chino aquí.
–Bueno, pero a su hijo lo llaman El Chino, ¿no?
–No, a él no lo llaman así.
Diez segundos de silencio. Los vengadores se intercambian una mirada de hielo.
–Vamos por partes, caballero –le dice el agente a Teófilo, ya con otro tono– ¿Esta no es la casa número 20 de la Vuelta del Mocho?
–No, señor. Esta sí es la casa número 20, pero del callejón Ricaurte. La Vuelta del Mocho queda como a ocho cuadras, hacia arriba.
–Ah carajo.
Uno de los policías tose, el otro se pone pálido, el otro empieza a tararear una canción y otro sale como un trueno del cuarto para dirigirse a otro funcionario. Le dice en voz baja, pero lo suficientemente fuerte para que lo escuchen en Nueva York:
–Bueno, nos vamos. Yo creo que nos caímos. Nos equivocamos de tipo.
La noticia se esparce entre los miembros de la comisión policial. Hay un intercambio de susurros y de señas. Están deliberando. El cerebro, manito, esa gente pone a funcionar el cerebro. Ellos son inteligentes. Toman una decisión.
–No se preocupe, señora, nos llevamos a su hijo un momento para hacerle unas preguntas. Y usted, señorita –dirigiéndose a Ana Rosa–, se viene con nosotros porque queremos que haga una declaración. Resulta que hemos encontrado estas armas y esta droga en el cuarto del Chino. Perdón, del joven aquí presente.
Entonces, sólo entonces, permiten que la familia salga del cuarto. Justo para ver como desde la azotea arrojan un bulto hacia la calle. No ha clareado del todo, pero es fácil adivinar que esa cosa que han arrojado desde arriba es el cuerpo de José Gregorio. Lleva una soga amarrada al pie izquierdo. Lo introducen en una camioneta Bronco y se lo llevan.

8: 00 am

Ansiedad, angustia, confusión en la casa de los Rondón y en todo el sector. La familia de José Gregorio ha subido al cuarto del muchacho y se ha encontrado con un escenario de guerra: mucha sangre en la cama, impactos de bala en las paredes. El señor Teófilo había tenido el buen tino de anotar las señas de los carros en que llegó el pelotón de policías: patrulla número 003, patrulla número 164. Poco después ha de enterarse de que la primera pertenece a la Comisaría del Oeste, y la otra a la de Ocumare del Tuy.
Al poco rato llega una señora vecina, enfermera del hospital Periférico de Catia, llama aparte a Teófilo y le cuenta: su hijo está en el hospital, muerto. La señora, al identificarlo, se atrevió a levantar la sábana que lo cubría, y contó cuatro impactos de bala en el cuerpo del joven.
Comienza entonces la penosa movilización. Primero van al hospital, pero cuando llegan les informan que el cuerpo del joven ha sido trasladado a la morgue. Van a la morgue y allí está, sí, pero no pueden entregárselo todavía, hay una averiguación en marcha, etc., etc. Vuelta a la casa, nuevas noticias de Ana Rosa, que ya ha llegado: estuvo en la División Contra Robos de la PTJ junto con otros vecinos de la familia Rondón. Les hicieron algunas preguntas sobre su hermano, cuenta la joven, pero antes les dieron una charla introductoria: Cuando les pregunten, ustedes deben responder que José Gregorio era una rata, un maldito delincuente, un azote de barrio. Si no lo hacen, cuenten con 15 años de cárcel por encubridores.
–A ver: ¿quién era José Gregorio Rondón?
–Un azote de barrio, un delincuente.
–Muy bien. Anote ahí, secretario. Veinte puntos para los vecinos del callejón Ricaurte.

6: 00 pm

Todo en regla, todo en orden para la entrega del cadáver. Teófilo Rondón y su hija van con la gente de la funeraria La Pompa para que les entreguen el cuerpo. El funcionario de la morgue va a hacerlo, pero nada de eso, mi amor, tranquilízate: en el horizonte despunta una unidad del Grupo BAE, y dos funcionarios bajan echando espuma por la boca. La orden es dejar el cuerpo del muchacho donde está.
–Pero éstos son sus familiares –argumenta el muchacho de la morgue.
–Tú no has entendido, papi –dice uno de los agentes del BAE–. Si tú entregas ese cuerpo te vas a meter en rolitranco de problema. O sea. No lo entregues.
Y el muchacho, por supuesto, no lo entregó. Nadie quiere meterse en problemas, ¿verdad?

Sábado 5 de julio, 8: 30 am

Regreso de Teófilo y los suyos a la morgue, para ver si hay otro ambiente. Sí lo hay: sin mucho trámite verifican unos documentos y proceden a entregar el cuerpo de José Gregorio Rondón, para que lo lleven a la funeraria. Les entregan un acta de defunción donde se lee un dato que no encaja: “Impacto de bala en la región intercostal izquierda”, y más nada. De los cuatro tiros que mencionó la vecina de los Rondón, nanay. En fin, lo importante es que ahora sí podrán velar y darle el último adiós al muchacho asesinado. Hey, cuidado con esas palabras, ¿cómo que asesinado? Estamos hablando del grupo BAE. Bueno, está bien, el muchacho fallecido.
Un detallito, apenas: el empleado de la funeraria, encargado de preparar el cadáver, sale un momento y le informa al señor Teófilo: “Señor, a su hijo no le hicieron la autopsia. Ese cuerpo se nos está descomponiendo. Yo puedo hacérsela aquí, pero eso le va a costar equis cantidad de dinero”.
Carrera extra de Teófilo Rondón en busca de esa equis cantidad de dinero. Listo el trámite, vamos a terminar, pues, con este doloroso asunto.
La familia Rondón a la División de Disciplina de la PTJ, para aclarar algunos puntos oscuros. Conversaron con el comisario Gerardo Quintero, le hablaron de la declaración forzosa, de lo irregular del procedimiento. Los testigos que declararon la otra vez están nuevamente en la sede de la PTJ, cuentan esta vez la historia correcta. A Ana Rosa le pusieron en las manos un libraco lleno de fotografías; en él identificó algunos rostros: los de varios de los agentes que asesinaron a su hermano, y los de otros que intervinieron en el simulacro de interrogatorio. No está tan lejos la acción de la justicia –la verdadera–: ahora el caso está ya en manos de la jueza 45 en lo penal, Rosa Figuera Medina, y de la doctora Yadira Rangel en la Fiscalía.
______________________
El Nacional, julio de 1997, con el título: Manual práctico para acabar con la justicia.

abril 25, 2005

La nula importancia de llamarse josefina

Josefina Emilia Kurbage de Kassabji, de 29 años de edad, acudió con su esposo, Georges Kassabji, al encuentro decisivo con su médico: ya el ser que tenía en el vientre había cumplido sus 39 semanas de gestación y la pareja había puesto todo en orden para recibir a quien iba a ser su primera hija. El médico encargado de traer al mundo a la criatura fue el doctor Enoch Morón, todo un veterano que presta sus servicios como obstetra en la clínica La California, de la cual además es director. El anestesiólogo, otro caballero curtido en las lides de su especialidad, fue el doctor Jesús Berríos. El resto de la escena ustedes se la imaginan: una familia tensa y feliz, una Emilia nerviosa pero muy optimista y un equipo médico que si fuera de beisbol ya estaría celebrando el triunfo en la serie mundial. Algún día teníamos que reseñar un acontecimiento feliz en esta página, no faltaba más. Aunque éste apenas tenga una extensión de un párrafo.
A las 8 de la mañana, con todo ya en su lugar, Josefina Emilia fue llevada al pabellón, le aplicaron la inyección respectiva para ver si dilataba y el parto se producía de manera normal, y comenzó una espera más larga de lo que Kassabji y los suyos habían previsto. A las 2 de la tarde, y luego a las 3 y media, a las 4 y a las 5, les dijeron que había que esperar un poco; la mujer iba a dilatar en cualquier momento y el parto, querido amigo, va a ser convencional y sin traumas. Tranquilo ahí, galán, yo sé lo que se siente. Si ya ha esperado nueve meses, ¿cómo no va a esperar diez horas más, ah? Tranquilícese y vamos a ver qué pasa con la niña.
A eso de las 6 de la tarde el doctor Morón llevó a cabo el movimiento esperado por todos en el bull pent: ordenó aplicarle una mayor dosis de anestesia a Josefina Emilia para realizar la cesárea. Una lástima, el parto no pudo ser natural. A las 6:40, por fin, la mujer salió del quirófano rumbo a la habitación, y su robusta primera hija fue llevada a la sala de incubadoras para los cuidados y el procedimiento de rigor. Nuevas manifestaciones de alegría para los Kassabji. Luego de la endemoniada espera, finalmente estaba entre ellos la nueva integrante del hogar, la cosa era para celebrar. Pero, como suele suceder en estos casos, la madre regresó al cuarto en un estado físico muy delicado, y por supuesto no era celebrar sino recuperarse lo que el cuerpo le estaba pidiendo. Con frases entrecortadas y susurros inaudibles, logró comunicarle a su familia que sentía una quemazón en la espalda. Naturalmente. Nadie sale de un trance de ese tipo con ánimo de correr un maratón.
Sólo que, hablando de maratones, Josefina Emilia no sentía las piernas. Tenía el brazo izquierdo doblado y el ojo del mismo lado se le cerraba, fuera de control. Entonces decidieron acudir al médico para ver qué se podía hacer al respecto.

La palabra de la ciencia

El doctor Enoch Morón fue a la habitación, dio un vistazo, hizo un par de preguntas, reflexionó durante dos segundos y emitió el primer dictamen: es el efecto de la anestesia. Le dije que estuviera tranquilo, amigo Georges. Mañana verá como se nos recupera la doña, no se preocupe.
Viernes en la noche: el cordial Enoch se despidió, salió de la clínica y la familia Kassabji se dispuso a atender a la joven madre, que no paraba de quejarse. Transcurrió la noche, la madrugada, el sol salió para todos y Josefina Emilia seguía en el mismo estado: el brazo doblado sobre el pecho, el fogonazo en la columna, las piernas como ausentes, el ojo izquierdo caído. Fueron a buscar al doctor Morón pero no se encontraba; hizo acto de aparición entonces el anestesiólogo, Jesús Berríos, quien, en un tono tan cordial como el de Morón, dio una explicación técnica y otra folclórica. La primera, que le habían colocado anestesia en la columna y luego general, y que quizá por eso estaba reaccionando de esa forma. La segunda: esa mujer lo que está es consentida. El doctor Berríos es un sujeto muy simpático.
Poco después llegó Morón, le colocó un suero y una sonda a la paciente porque, según él, de esa manera iba a expulsar la anestesia. La palabra de la ciencia. Tres días después, esto es, el martes, el deterioro de Josefina Emilia había alcanzado un nivel alarmante: ahora sufría de vómitos, diarrea, fiebre, dificultad para respirar y para hablar. Entonces se realizó una junta médica conformada por los doctores Morón, Berríos, Ralph Redlich y Germán Quintero. Estos últimos le dieron una noticia desconcertante a Georges Kassabji: Berríos no quiso responder qué diablos fue lo que hizo en el quirófano, o más exactamente, en la columna de Josefina. Así reza el informe de la junta médica: “La paciente permanece en la clínica bajo el cuidado de los médicos consultantes y personal de apoyo, excepto el doctor Jesús Berríos, quien notificó de motu propio su decisión de retirarse del caso”. Otra noticia terrible en labios de Quintero: Su esposa ha perdido la movilidad en el 80 por ciento del cuerpo y posiblemente no camine más. La razón: había sido mal inyectada en la columna, le habían lesionado la mielina.

Bravos, valientes y apoyados

Así que el responsable es Berríos, dijo el esposo de Josefina; pues con él vamos a hablar. La petición de Georges Kassabji a Berríos fue muy directa: Encárguese de los gastos de recuperación de mi esposa. Más directa fue la respuesta de Berríos: No voy a responsabilizarme de nada porque mi familia es muy poderosa, mi hermano es Guardia Nacional, mi hermana es abogada, mi tía es jueza y mejor ni te cuento con quién juego dominó todos los sábados, bajo una mata de mango y con una botella de whisky a la vera. Así que no me hables, Georges: habla con mi abogado.
Georges fue entonces a hablar con uno de los propietarios de la clínica, el doctor José Otatti, y le contó de su intención de llevar el caso a Tribunales. Es cuestión de jerarquías: si un anestesiólogo conocía a ese poco de gente poderosa, imagínense lo que el dueño del negocio le respondió a Georges: Tengo un pana de la infancia que hoy es una destacada personalidad política del país. A quien escribe estas líneas le han recomendado no publicar el nombre que pronunció Otatti para impresionar a Georges, pero demonios, ¡qué contento se va a poner el doctor David Morales Bello cuando sepa con qué fines está utilizando su nombre su queridísimo hermano José Otatti! Y ni hablar cuando sepa que además lo llamó “destacada personalidad política”.
Tres semanas después, Josefina sufría de pérdida de la memoria, convulsionaba constantemente, no reconocía a sus allegados. Una psicóloga clínica y una fisiatra se aplicaron entonces a realizar otro tipo de exámenes, los cuales revelaron que el daño sufrido por Josefina era motor y psicológico, ya que por lo demás estaba sana. Un mes después del parto volvieron a acudir a la sabiduría del doctor Enoch Morón para que realizara una revisión, puesto que en los últimos días sólo fue atendida por un par de enfermeras. Morón hizo sus observaciones y le recomendó a Emilia y los suyos relajarse y esperar. Georges tuvo un ataque de desesperación e hizo un enérgico reclamo; entonces Morón, siguiendo la línea de sus colegas de la clínica, le respondió que estaba listo para ir a Tribunales. Esa misma noche, a eso de las 12, Josefina sufrió un paro respiratorio, por lo cual fue trasladada al hospital Domingo Luciani, sin que Morón ni nadie se dignara firmar la orden de traslado.
Josefina Emilia Kurbage de Kassabji murió 40 días después del que se supone iba a ser el día más feliz de su vida.
Uno de los primeros trámites que realizó Georges Kassabji después del terrible desenlace fue acudir en busca de un pronunciamiento a la Federación Médica de Venezuela, donde lo han tratado como al perro más vil: Venga después, no lo puedo atender, quédese allí, venga el domingo, espere en el pasillo. Así que, una vez agotada esa instancia, Georges ha optado por darle el gusto a aquellos médicos: por fin tendrán la oportunidad de demostrar cuán poderosas son sus influencias, pues ya el caso está en la Fiscalía y en los Tribunales. Mientras, él se limita a contar con la buena fe de la fiscal 43 del Ministerio Público y con el buen tino que pueda quedarle a la justicia venezolana.
______________________
Un año más debió lidiar Georges Kassabji en los tribunales, hasta que finalmente, en agosto de 1998, la jueza 43 penal, Norma Hernández, decidió una medida de sometimiento a juicio contra los facultativos Jesús Antonio Berríos y Enoch Morón, por homicidio culposo. En el caso de Berríos hubo imprudencia, y en el de Morón, negligencia, según el dictamen de la jueza. No ocurrió mayor cosa con ellos; homicidio culposo se paga con pena de seis meses a cinco años. Pero como ninguno tenía antecedentes penales y parece que hasta buenos ciudadanos son, entonces...
___________________
El Nacional, agosto de 1997, con el mismo título.

abril 24, 2005

San Juan te lo da; el hampa te lo quita

William Ochoa era, en los tiempos duros de la guerrilla (años 60 y buena parte de los 70) uno de los sujetos bravos e irreductibles de La Vega. Allá en El Carmen lo recuerdan como a la sombra clandestina que un día entrompaba a los cuerpos de seguridad y a los malandros, agitaba públicamente a las masas –ya saben, esa terminología de idealistas y guerreros– y al día siguiente nadie sabía dónde encontrarlo: de concha en concha se le fue la juventud, pero no las ganas de meterle mano a todo cuanto sonara a organización de comunidades. De algo le sirvió, pues, esa ruda pasantía por el PCV y Ruptura, aquella escisión de la cual se acordarán muy bien quienes le han dado un vistazo a los avatares de la izquierda.
Tanta energía puesta al servicio de la revolución tuvo un día un tropiezo fulminante: William conoció a una mujer que le voló los tapones, lo hizo conocer las supremas delicias –no hablaremos de detalles aquí; para eso está la columna de Alfredo Chacón– y de pronto le anunció que iban a tener un hijo. Lo que no logró ni el ejército, ni la Digepol, ni la Disip y ni siquiera los choros del barrio, lo logró una morena candelosa como la mayoría de las hijas de La Vega: ponerle un freno, aunque temporal, a tanta correría que ya sonaba a novela de aventuras. Lo demás lo hizo el avance de la historia; a finales de los 70 ya los movimientos guerrilleros no eran lo mismo de antes, y hasta los militantes más mordedores tuvieron que tomarse un reposo mientras comprendían qué rayos estaba ocurriendo con la Revolución y con el país.
Era 1981. Buen año para traer al mundo a un recio vástago al cual le colocaron el mismo nombre del padre: William. Ya veremos que no sólo el nombre los identificaba.

Un trago amargo

Desde los primeros meses de vida, William hijo era tan inquieto como cualquier chamo criado con teta y fororo. Al cumplir un año de edad sus padres parpadearon un momento, dejaron de observarlo un instante y el niño tuvo una ocurrencia más o menos inocente, más o menos fatal: agarró un frasco de easy off, el conocido limpiador de hornos –publicidad gratis– y se zampó un trago de aquel líquido como si se tratara de un tetero con unos grados de más. En cuestión de segundos el niño gritó de dolor, convulsionó, se partió en vómitos. Hubo que llevarlo de emergencia al hospital.
En el Pérez Carreño les dieron un diagnóstico bastante grave: si el líquido había llegado al estómago era mejor irse despidiendo de la criatura. El easy off es una maravilla en la superficie de una cocina, pero en las entrañas de un muchachito la situación es un poco distinta.
William dejó al niño en manos de la ciencia, pero muy adentro la enseñanza que le había dejado la negritud y sus códigos le hizo acudir a otros remedios. Recordó que San Juan Bautista era el abogado de las causas difíciles, recordó que aquellas fiestas de tambores no son sólo una excusa para bailar y echarse los palos, sino una manifestación profunda de la sangre y del espíritu, y le encomendó el muchacho al santo negro. Cuatro horas más tarde el médico salió a decirles que tenían una suerte bárbara, mi hermano: el chamo había expelido todo el maldito limpia hornos y las lesiones le alcanzaban sólo el esófago. A su alrededor, entretanto, había ocurrido una cosa conmovedora: cuatro niños que habían sido alcanzados por una epidemia de meningitis murieron en cuestión de horas, y William hijo salió con vida, aunque con el esófago quemado por los efectos de aquel super tetero.
William padre le canceló la deuda a la ciencia y juró que le cancelaría también su deuda a San Juan mientras viviera, organizándole sus fiestas, bailándole, cantándole cada mes de junio; no faltaba más. Así lo ha cumplido con toda la devoción, hasta el 5 de junio de 1999.

San Juan te lo da;
San Juan te lo quita

A sus 17 años William hijo se convirtió, cumpliendo la promesa del padre, en presidente de la Cofradía del santo, además de su Capitán. Pero no nos engañemos: el muchacho no sólo se ocupaba del santo y sus alrededores, sino que también le pegó la cosquilla de la militancia y helo allí, agitando y paralizando la ciudad en cuanta protesta tenía lugar en los liceos donde estudió: el Juan Rodríguez Suárez, el Luis Razetti de la avenida Morán, el Fe y Alegría de Las Acacias. Más de una vez llegó a la casa con unas feas marcas de perdigones en las costillas, y el papá tuvo más de una vez las santas bolas de reclamarle esa forma contestataria de ver la vida. Nada grave: en el fondo, al hombre lo que lo estremecía era el orgullo, porque ese tarajallo de su hijo en realidad le recordaba, ni más ni menos, sus propias escaramuzas juveniles. La sangre ñángara se hereda.
El 5 de junio volvió a salir San Juan a las calles de La Vega; al frente de la procesión estaban ellos, William padre e hijo. A mitad del trayecto a una banda de jodedores le dio por sabotear el acto lanzándole hielo y objetos a los presentes. William hijo, en su condición de primer Capitán, cumplió con su deber: fue hasta donde estaban los saboteadores y los puso en su sitio con un par de gritos y un empujón. Los bichos al principio intentaron reaccionar, pero lo pensaron mejor al ver la estampa de ébano del William hijo y prefirieron retirarse hacia el bloque 2, no fuera a ser que aquel gentío se indignara también.
Hay testigos que cuentan la forma en que se metieron casquillo mutuamente los tipos, nombrados en la zona Alayón, Yorner y Ramoncito. Este último, el mandamás, sugirió que lo mejor era cobrarse la ofensa, cómo podía ser posible que unos tipos tan machos como ellos se dejaran regañar por un solo muchacho. Y así, tan bravos como eran, se armaron con sendos hierros y fueron a cobrarle con sangre al William hijo.
Llegaron al sitio donde William Ochoa y los demás guardaban los tambores, abordaron al muchacho cuando estuvo solo y le exigieron que se disculpara. William hijo les echó en cara la verdad más tajante: él no le pedía disculpas a muchachos pendejos. Entonces uno de ellos sacó el arma y lo detonó en el pecho. La autopsia reveló que ese disparo no fue mortal; San Juan se dio licencia para interceder nuevamente por la vida del joven. Pero éste dio la espalda para correr hacia la casa, y por la espalda entró el balazo que lo despachó definitivamente. William padre asegura que el muchacho herido tuvo un aliento final para pedirle que no se pararan los tambores. Fácil de cumplir; los tambores de San Juan no se detienen jamás.Alayón y Yorner tuvieron suerte de no ser linchados porque la PTJ los rescató de la turba, y han sido procesados por homicidio; el Ramoncito huyó del lugar y no lo han vuelto a ver. Pero ya volverá. Tendrá que hacerlo algún día, y entonces...
_________________
El Mundo, agosto 1999. Título original: Que no paren los tambores

abril 23, 2005

El horror fue su divisa

Sin duda, hay cosas más feas en la vida que beber aguardiente, pero quién se atreve a negar a estas alturas que tomarse unos tragos es más sabroso que estar trabajando todo el día para llevar el pan a la casa. Lo que sucede es que algunas cosas terribles suelen pasar con más facilidad cuando uno está bebiendo indiscriminadamente, sobre todo si uno deja salir a los monstruos en lugar de controlarlos. Por ahí va la explicación del hipócrita terror a la caña. Nos estamos entendiendo.
Ahí tenemos el ejemplo de los hermanos Fanny, William y Luzbeida Ortiz Alvarado. Se nos ha pedido que obviemos el hecho de que estaban consumiendo licor, la noche del 16 de octubre de 1998. Como si eso fuera malo. Además, el establecimiento donde se encontraban se llama Mi Tasquita, allá en Pro Patria, y no hay que ser muy sagaz para llegar a la conclusión de que cuando uno acude a una tasca es para caerse a palos. Bueno, ellos estaban bebiendo, conversando y bailando, más o menos desde las 6:00 de la tarde, cuando de pronto hizo acto de presencia un tipo de ésos que nunca faltan: impertinente y borracho, no como una cuba, sino como cinco Cubas, seis Puerto Ricos y cuatro Repúblicas Dominicanas. A juzgar por su aspecto, debía haber pasado ya por la fase del mono -cuando se ponen a contar chistes-, por la del turpial -cuando les da por cantar- y la del cocodrilo -cuando sueltan el llanto-. Algo bastante peligroso, es preciso decirlo, porque generalmente la fase que sigue, y la que le pone punto final a todas las demás, es la del león.
Y lo peor: el tipo estaba vestido con un uniforme de la Guardia Nacional. Y llevaba encima su arma de reglamento.
Echale semilla

Pero antes de llegar todo lo lejos que llegó en su rodada, atravesó por otras fases aún sin identificación oficial, aunque bastante comunes, como por ejemplo la del maraquero. El hombre invitó a bailar a una desconocida y la pobre cometió la equivocación de aceptar; nunca en su vida había bailado merengue en ritmo de bolero, pero como todos los uniformes, inclusive los de boy scout, suelen inspirar respeto, ella tuvo que bailar la pieza hasta el final.
Una vez que terminó con esa primera pareja, se fijó en otras, pero una a una fueron rechazándolo con las conocidas excusas del dolor de cabeza, el no sé bailar y el cansancio. Entonces la cogió con un pobre comensal que estaba ubicado en la barra, acusándolo de haberle quitado la silla. El sujeto opuso una débil resistencia, pero al ver que el uniformado sacó su arma de reglamento y se la puso a dos milímetros de la cara, se apresuró a entregarle la silla, bien limpia y pulida por si acaso. Esto ocurrió a escasos metros de los hermanos Ortiz Alvarado.
Estos, un poco nerviosos ya por tantas payasadas, decidieron marcharse del lugar. A todas estas, los compañeros del alegre funcionario estaban también un poco fastidiados con sus impertinencias, pero permanecieron allí sin hacer nada al respecto. Y pensar que uno pone a funcionar esa correa apenas los hijos empiezan a rayar las paredes. El GN encontró en ese momento otra incauta con quien bailar y vacilar, cuando, en uno de sus locos tambaleos, tropezó a las hermanas Luzbeida y Fanny. Bravo y apoyado, le reclamó a las muchachas, quienes siguieron su camino hacia afuera acompañadas por su hermano. Entonces sí es verdad que lo mordió la indignación, ¿cómo era posible que aquellas maleducadas no le hubieran pedido disculpas?
Salió tras ellas, le dio un empujón al portero, sacó la pistola, haló por el pelo a Luzbeida y ahí lo tienen, en plena fase del león: le dio un disparo en el rostro a la joven y emprendió veloz carrera, una carrera que, según informaciones que no han podido ser confirmadas y tampoco negadas, todavía no se ha detenido. Por su parte, los hermanos de Luzbeida tuvieron que someterse a la humillación extra de hacer un tour por los hospitales de Los Magallanes y Lídice, donde les dijeron que no podían atenderla, antes de irse hasta la clínica Attías. Allí la atendieron, la hospitalizaron durante 13 días, pero nada se pudo hacer, a pesar de los 18 millones que la familia tuvo que sacar de la nada para pagar el tratamiento. La muchacha falleció el 29 de octubre. Y la historia todavía va por la mitad.

Vericuetos, como siempre
El nombre del gracioso en cuestión es Richard Delgado García, y para el momento de su gloriosa gesta era Guardia de Honor, allá en la Casa Militar, muy cerquita de Miraflores. Dicen que fue escolta de Juan José Caldera. El detalle no importa. Ese señor no está en la obligación de olerle el aliento al personal antes de contratarlo; y además, él no lo pagaba. Pero lo que sí importa es que Delgado trató de confundir a sus superiores, específicamente al teniente coronel Sebastiani, jefe de Investigaciones, diciéndole que qué heroico estuve anoche, mi teniente. Fíjese que unos tipos querían atracar una tasca en Pro Patria y entonces vine yo y ta, ta, ta, plomo con los malos. Sebastiani, que ya tenía unas espuelas de medio metro cuando Richard Delgado todavía se orinaba en los pañales, lo bajó de la nube y después de una breve indagación decidió entregarlo al Comando Regional número 5, desde donde lo trasladaron a Villa Zoila.
A los pocos días, apenas la jueza 31 penal, Hortensia de Perdomo, le dictó auto de detención por homicidio calificado, comenzaron los vaivenes y las sombras fantasmales a fastidiarle la vida a la familia Ortiz Alvarado. Una comisión de la PTJ del Oeste fue a buscar al asesino -ah, perdón, no hemos perdido esa manía de decir cosas feas en contra de alguna gente- y regresó con las manos vacías, pues les dijeron que Delgado estaba en una comisión en el estado Aragua. Más tarde la familia de Luzbeida acudió a Villa Zoila para informarse y, según relatan, un teniente de apellido Hernández les dijo con toda franqueza que no podían entregar a ese funcionario porque a nadie en la GN le constaba si quienes iniciaron el vaporón en la tasca de Pro Patria habían sido ellos, Luzbeida y sus hermanos.
Nueva visita de la PTJ para que se ejecutara la decisión de la jueza, nueva negativa de la GN, hasta que el detective Piñango, de la PTJ del Oeste, confesó que ya el vacilón del los guardias le tenía una pierna hinchada y estaba pensando seriamente no volver más a buscar a Delgado.Han transcurrido cuatro meses desde el asesinato, y en la Guardia las versiones proliferan como el sorgo: en Logística dicen que ya Delgado está tras las rejas, en otras instancias dicen que hace tiempo no lo ven por allí, que posiblemente esté por los Andes. Hey, amigos de la Guardia: no se apuren mucho para entregar al compañero, si así lo desean; no informen a la prensa -¿para qué?- sobre su paradero, pero eso sí: pónganse de acuerdo y concédanle a la familia de Luzbeida aunque sea el beneficio de la verdad.
__________________
El Nacional, marzo de 1999. Fue publicada con ese mismo título.

abril 22, 2005

La suerte del ladrón malo

Juan Ramón Figueroa Hernández, caballero de 51 años, tiene en su haber una hazaña digna de mención. El hombre fue capaz de levantar a pulso un hogar, integrado por una esposa y seis hijos, y se ganaba la vida como obrero al servicio de la alcaldía del municipio Sotillo del estado Anzoátegui, lo cual termina de redondear su proeza: seis hijos los tiene cualquiera, pero mantenerlos bien alimentados y evitar que se salgan por el camino sucio en un barrio como El Guarataro (el de Puerto La Cruz, que no le lleva mucho al de Caracas), y además con un salario como el que devenga un obrero que trabaja en una alcaldía, equivale a darle una paliza a Oscar de La Hoya con la mano derecha amarrada a la espalda.
Para nosotros, viles profanos que a cualquier cosa le queremos encontrar una explicación racional o científica, es tarea de titanes encontrarle una a este caso en particular, pues una simple verificación en la PTJ basta para refrendar el hecho de que, además, el señor Figueroa nunca estuvo metido en negocios extraños, o al menos no hay expediente alguno que lo acuse. Para su familia, en cambio, no hay nada más natural en la tierra, pues resulta que a Juan Ramón Figueroa le daba por predicar el evangelio en sus ratos libres (dicen sus compañeros de trabajo que también lo hacía mientras trabajaba) y dicen los entendidos que Dios otorga mejores beneficios y cobra menos intereses que cualquier prestamista.
Solicitud de disculpas a Dios, a los evangélicos y al resto de los creyentes: el miércoles 7 de julio esa justificación de la familia Figueroa se vino estrepitosamente a tierra. A menos que el buen Juan Ramón le haya hecho alguna trampa imperdonable al Altísimo, y entonces los papeles terminaran trastocándose.

Tun-tun, ¿quién es?
Gente de la PA


Hay otra persona en Puerto La Cruz cuyo expediente policial sí existe, y cuya fama es un poquito demasiado distinta a la de Figueroa. Se trata de Johnny Rojas, un joven de 25 años de quien se dice que es un conocido delincuente de El Guarataro, allá en Chuparín Arriba. Aunque la globalización y todo el asunto de los barrios en los que convive toda clase de gente hace que uno crea en cualquier cosa, en cualquier relación, parece que no había ni un maldito o bendito motivo por el cual Rojas tuviera algo en común con Figueroa: según el criterio general lo de Johnny era el malandreo y lo de Juan Ramón era la biblia.
Así que llegó el miércoles 7 de julio y con él la apoteosis de la perra suerte. Era la 1:30 de la madrugada y en casa de los Figueroa se dormía. Uno de los hijos del matrimonio estaba hospitalizado, y la madre, Dominga de Figueroa, estaba cuidándolo en el hospital. Esa fue la razón por la cual Juan Ramón Figueroa abrió la puerta, confiada y mansamente, cuando alguien tocó a aquellas altas horas. Ante una sorpresa de la cual no alcanzó a recuperarse, quien llamaba no era su mujer sino un par de funcionarios de la Policía de Anzoátegui (PA) que llevaban consigo a nuestro amigo del párrafo anterior, Johnny Rojas. Uno de los agentes le preguntó al Johnny: “¿Aquí es?”, y el Johnny respondió: “Aquí es”. Entonces los funcionarios se dirigieron a Figueroa en un tono agrio y con unas palabras que sonarían groseras incluso en las Colonias Móviles de El Dorado. Y en aquella casa humilde pero respetable –imagínense–, donde si alguna vez se escuchó la palabra “vaina” fue porque alguien estaba leyendo El Mundo en voz alta.
Los policías le preguntaron a Juan Ramón Figueroa dónde estaba la mercancía, y el hombre se limitaba a informarles que se habían equivocado de casa. Entonces, ante la ineficacia de las palabras, pasaron a los golpes. Bofetón y carajazo contra un hombre a quien seguramente nadie le tocaba la cara desde hacía más de 30 años. Uno de sus hijos trató de intervenir para ponerle freno a la humillación y el más gritón de los policías, que ya había sacado su arma de reglamento, lo descalabró de un culatazo. Cerca de 20 minutos duró el improvisado interrogatorio, y 20 minutos estuvo Figueroa soportando los golpes y negando su participación en nada que no fuera la prédica de la Palabra.
Los policías se hastiaron de aquel asunto, le dieron una penúltima y una última oportunidad a Figueroa para que confesara lo inconfesable, y luego, cuando ya se sabía que el hombre no iba a decir nada interesante, y ante la explosión de gritos de la familia, uno de ellos le disparó en el pecho.
Muchos testigos, muchos errores, mucha indignación en el ambiente. Sin embargo, los policías sintieron que debían desquitarse con alguien la pérdida de tiempo, y entonces se acordaron del buen Johnny, quien recibió su plomo en el cuello por los favores concedidos.

Sin nombres, sin rostro

Creyentes y no creyentes debemos estar de acuerdo: suena a injusticia divina eso de que Juan Ramón Figueroa haya muerto instantáneamente con el corazón y el pulmón izquierdos perforados por un proyectil, mientras Johnny Rojas recibía una segunda oportunidad: a él la bala le lesionó una vértebra cervical y deberá permanecer en una silla de ruedas por el resto de sus días. ¿Una vida así es más cruel que la muerte? Es posible, pero nadie puede ver un partido de beisbol, ni sentado ni de pie, en lo frío de una tumba.
En cuanto a los muchachos de uniforme que llevaron a cabo la faena, al comandante de la PA, Félix Abreu, no le tembló el pulso para destituirlos apenas escuchó los pormenores de la historia. Actualmente están a las órdenes de la PTJ, pero cierto código recién estrenado nos impide publicar sus nombres. En fin, caminen con cuidado, habitantes de Puerto La Cruz; ahora la muerte no tiene cara, ni nombres propios.
_____________
El Mundo, julio de 1999. Título igualito.

abril 21, 2005

Madrecita del alma querida

Ella es una de esas tipas zumbadas, sabrosonas y altaneras que bailan el guaguancó con la misma energía con que entrompan por las calles con el primero que las mire mal; hembrota candente, rabiosa, un poco vulgar ella pero con encantos suficientes para arrancarle un piropo entusiasmado a un arzobispo. Bravucona, bella, despiadada, rumbera; mil veces la han visto por las calles de Petare manejando una moto con una destreza que mete miedo, como toda ella. Pujante, decidida, implacable e indetenible, nadie la verá temblar sino ante una sola situación: con un sartén y en la mano y una hornilla enfrente. Nadie probará jamás una arepa hecha por ella.
Un buen día, La Hembra (de ahora en adelante la llamaremos La Hembra) conoció a Rubén, un muchacho de su edad (22, quizá 23 años) a quien no le llevaba nada en eso de echar un pié y soltarse a repicar los cueros, y helos allí, enamorados un buen día de enero de 1996. En febrero la gozadera había llegado a su clímax y todo indicaba que se prolongaría hasta mucho más allá, pero de pronto la naturaleza intervino y, como en muchas historias de amantes desaforados, el Rubén calculó mal uno de sus disparos y le zampó una inesperada barriga a La Hembra, un mes después de conocerla. Así que a comprar batas y talquitos y adiós rumbas, adiós cervezas, adiós motos, adiós la calle bravía, por ahora.
La Hembra parió en octubre una niña rozagante a quien le pusieron por nombre Yoselín, en honor de su tía que se llama María Mercedes. Por supuesto que La Hembra no estaba acostumbrada a esa vida de ama de casa sacrificada y cuidadora de niños, pero aquella criatura angelical le inspiró un no sé qué y decidió que era hora de intentarlo, pues el instinto maternal dura toda la vida.
Bueno, hay sus excepciones. A La Hembra ese instinto le duró apenas dos meses: en diciembre sentó al Rubén en una silla y le dijo: “Mijo, usted se peló si cree que yo le voy a criar a su niña”, se la entregó con todo y ropa y adiós maternidad. Andar en moto como que es más sabroso que lavar los pañales y ponerme a coser.

Una ocasión especial

La familia de Rubén, muy comprensiva y hasta encantada con la decisión, tomó para sí a Yoselín y la convirtió en una más de la casa, quién no iba a encariñarse con una carajita tan linda. No bien cumplió la niña un año de edad, su padre, Rubén, tuvo un lance extraño en una calle cualquiera y cayó preso. Cuentan que el responsable de ese traspiés es un tal Rodrigo, quien, por cierto, en esos mismos días comenzó a salir con La Hembra y la convirtió en su pechuga. “¡Qué pasó, mamita!”, parece que fue su declaración de amor, y desde entonces viven juntos en el barrio 5 de Julio de Petare, en una vivienda que no le resultaría acogedora ni a una manada de cachicamos.
Llega 1999; Rubén continúa preso, específicamente en La Planta; La Hembra y su Rodrigo hacen vida marital en aquella casa espeluznante y Yoselín crece sana y feliz en casa de las tías. Pero un día de mayo el instinto maternal volvió a regresar al corazón de La Hembra, quien se presentó en casa de Rubén y le dijo a los presentes que ella iba a llevarse a su hijita para pasar con ella el Día de Las Madres. Cero objeciones; aquella era su madre, cómo discutirlo, y menos en una ocasión tan especial como ésa.
Le entregaron a Yoselín el domingo 9 de mayo en la mañana y ella prometió devolvela en la tarde. Montó a la chama en su moto y partió muy contenta. Ah, qué cara de felicidad se le notaba mientras culebreaba cerro arriba con la flor de sus entrañas.

La siniestra cama de Yoselín

A La Hembra le gustó tanto la compañía de su hija que no la regresó a su hogar aquella tarde, ni tampoco al día siguiente, ni al otro, ni al otro. Una llamada de preocupación de las tías de la niña fue respondida por La Hembra en su mejor estilo: “Ella es mi hija y no tengo por qué devolverla”. Otro argumento irrebatible. Parece que alguien estaba asesorando a La Hembra en materia de leyes.
Las tías no se rindieron tan fácil e insistieron vía telefónica; La Hembra utilizó entonces un tono más fuerte: “O me dejan en paz o va a haber plomo”, una amenaza que la gente de Rubén tomó en serio porque el Rodrigo aquél tiene fama de ser un sujeto muy violento. Nueva llamada de las tías en son de paz; La Hembra optó entonces por cambiar el número de su celular para quitarse de encima a las mujeres.
El día 11 de junio, viernes para ser más exactos, la familia de Rubén recibió una llamada: “Vayan a la clínica Rodríguez Méndez, en Petare; la niña está muy mal”, les dijeron. Claro que Yoselín estaba muy mal; parece que tenía sacada de cuajo la uña de su dedo pulgar derecho. Ah, y también tenía hematomas en el rostro y en el cuerpo. Y una marca circular en sus nalgas, señal de que había sido obligada a sentarse durante un tiempo prolongado en una superficie cortante (después se supo que había sido una lata de leche). Y quemaduras en los brazos. Y un trozo de su bracito izquierdo desprendido de un mordisco. Y un mordisco más en el mentón, el cual casi se le desprende también por completo. Y úlceras y laceraciones en el intestino grueso, huellas claras de que la niña había sido purgada sin control. ¿Vale la pena agregar que Yoselín estaba muerta?
Interrogados al respecto por el personal médico, La Hembra respondió con un ingenio sin igual: la niña se había caído de la cama. Un telefonazo urgente a la policía, y ella desapareció de la escena; Rodrigo pudo ser neutralizado a tiempo y capturado por las autoridades.
Rodrigo llevó a la policía a la barraca que ocupaba con su mujer y allí la encontraron a ella, madre como sólo hay una. Ella está detenida en la Central de la PTJ, y acá es cuando acaba de retorcerse la historia, si hemos de creer en lo que se dice en los pasillos: hace unos días nadie encontraba la boleta de encarcelación y cuentan que La Hembra desplaza su sabrosura en los calabozos (ya libres de hacinamiento), protegida por un familiar del Rodrigo que casualmente, chico, trabaja en la Judicial. A Rubén, preso en La Planta, le concedieron un permiso para asistir al velatorio de su hija; pudo verla unos minutos, pero esposado y custodiado.
La historia continúa. El epílogo (en manos del juzgado IV de Apelación) está por verse.
_______________
El Mundo, septiembre de 1999. Mismo título.

De Cuba con amor

Hiram Bravo Gómez nació en Cuba hace 35 años. Cuando joven le dio por hacerse técnico de radio y camarógrafo de televisión, con lo cual le tocó hacer lo que procede en esos casos cuando uno está en la isla de Fidel: además de trabajar en lo suyo llevó sol por ese lomo, echó machete y haló pala y escardilla para colaborar con las sucesivas zafras. Después, sin abandonar el asunto de las cámaras, se hizo deportista; entonces su vida cambió radicalmente: además de dedicarse a lo suyo llevó sol, echó machete y haló pala y escardilla para colaborar con las sucesivas zafras. Hay mucha variedad y muchas posibilidades en un sistema como el cubano.
Con el tiempo, el empeño que le puso a sus labores en las pistas rindió sus frutos, pues al poco tiempo se convirtió en una pieza importante en carreras de fondo y cosechó buenos triunfos internacionales. El hombre estaba gozoso, le había rendido la vida y el esfuerzo había coronado con buenos laureles. Pero el afán de crecimiento personal de algunos seres humanos no tiene límites, y el de Hiram Bravo no tardó en manifestarse, quizá porque al conocer mundo se dio cuenta de que había una vida sabrosona allá afuera, esperando por gente talentosa como él. Entonces decidió esperar el próximo viaje para pedir asilo político e iniciar una nueva vida en un país con mayores auspicios, más próspero, con mejores dirigentes en las cúpulas de poder. La oportunidad se le presentó bien pronto, hacia 1991.
El país al que viajó fue Venezuela. Vaya, clase de puntería tiene usted, caballero, mire dónde vino a aterrizar. En pocos días quedó seducido por las playas, por las mujeres, por las oportunidades de trabajo y sobre todo los tronco de dirigentes políticos que nos gastamos en esta tierra de gracia. Estamos hablando de la Venezuela de 1991: segundo reinado de Carlos Andrés Pérez.

En el país de las mujeres

Una vez instalado aquí comenzó a darse cuenta de algunos cambios con respecto a sus sueños de crecimiento bomba y en tiempo récord. Por ejemplo, aquella fantasía de que basta con ser extranjero para que los empresarios caigan a los pies de uno ofreciéndole empleo, se le derrumbó por completo. Por otra parte, Hiram venía de conocer una cosa monstruosa como la burocracia cubana, pero cuando la comparó con ese pulpo inservible y colosal que es la Oni-Dex casi le dieron ganas de gritarle vivas a Fidel. Puesta al lado de la Oni-Dex, la Dirección Nacional de Inmigración y Extranjería de Cuba se ve como una lombriz de tierra al lado de una anaconda del Amazonas.
A los pocos meses de haber llegado, y luego de probar suerte en las televisoras nacionales, decidió probar suerte en la provincia. Un par de consejos, unas diligencias bien encaminadas y de pronto el cubano se embarcó rumbo a Maracaibo, donde por fin se le encendió una luz.
Pero en realidad no fue así de simple. Antes de conseguir algo estable trabajó como vendedor de perros calientes en una esquina: más sol para ese cuerpo, mi llave. Allí, entre salchichas y mayonesas, conoció a alguien que le movió los papeles en el canal de los Niños Cantores, lo dotó de una buena atmósfera vital y residencial para que su espíritu no fuera a resquebrajarse, y de paso lo mantuvo mientras se daba lo del trabajito. Ah, y le dio cariño, mucho cariño. Tanto, que prefirió cortar relaciones con su familia con tal de conservar a su lado al antillano. El nombre de ella –una mujer, por supuesto; en este país las mujeres suelen salvarle la vida a uno en las épocas más perras– era Milagros Montero, periodista al servicio del diario Panorama.
¿Por qué la familia no la dejaba ser feliz al lado del hombre que amaba? ¿Acaso les molestaba que Milagros estuviera viviendo con un traidor a la causa revolucionaria de su patria? Nada de eso. La molestia tenía que ver con el hecho de que ella, no conforme con amar al tipo, lo tenía viviendo en la casa de sus padres, una familia trabajadora y con ingresos suficientes para darse un par de lujos al mes, sí, pero no tantos como para darle la sopita en la boca a un caballero que bastante fuerte y sano se veía. Además estaba lo de las peleítas: ¿qué clase de tipo era aquél, que en lugar de comportarse y morderse la lengua en consideración con la gente que le estaba prestando el techo, de vez en cuando se enfurecía y le metía sus buenos trancazos a la pobre Milagros? Cero respuestas.
Finalmente, se dio lo de los Niños Cantores; Hiram Bravo entró contratado como camarógrafo. La familia de Milagros respiró de alivio, pero el aliento volvió a cortársele cuando, animados por el empleo del tarajallo y por la sonrisa que regresaba a la cara de los padres de Milagros, decidieron casarse. "Revergación de Judas", fue lo único que alcanzó a decir el señor Hugo Montero, el papá de Milagros.

¿Quién? ¿Yo?

Cinco años se están cumpliendo en estos días de esa boda. Pero hace un mes las cosas se deterioraron a una velocidad impresionante, nadie se explica por qué. Vivían todavía en casa de los padres de ella; les iba bien, al menos económicamente. Hasta venía un vástago en camino. Lo cual para unos es buena noticia, pero para otros es una tragedia. Parece que ese fue, precisamente, el detonante.
La madrugada del domingo 28 de febrero, el señor Hugo Montero y su señora volvieron a escuchar la acostumbrada rebatiña y el reguero de peroles y vidrios allá arriba, en la habitación de la pareja. Pero esta vez los golpes sonaban así como más fuertes, y el padre, casi siempre fiel a la idea de que en problemas de marido y mujer no es bueno meterse, decidió salir a ver qué demonios pasaba. Entonces la vieron: Milagros estaba allí tendida en la parte baja de la escalera. El señor Hugo reaccionó con furia, pero Bravo Gómez lo repelió con unos tortazos de feria, de esos que duelen, así que el hombre fue a buscar refuerzos: se trajo a su otra hija, Marielena. Esta tampoco pudo contra el bicho, pues apenas puso un pie en la casa una gavera de refrescos voló por los aires y le partió una pierna en dos pedazos. Nada que hacer, sino llamar a la policía.
Los agentes se presentaron y ahí la cosa cambió. Hiram Bravo salió, todo tranquilo y todo príncipe, y se entregó a las autoridades. Le hicieron la pregunta de rigor: "Por qué le ha hecho esto a su esposa". El respondió: "Por qué le he hecho qué cosa". La "cosa" se resume en múltiples fracturas del cráneo, una en la pelvis, tres en las costillas, una en un brazo, otra en la tibia de la pierna derecha. La PTJ del Zulia trabaja ardua, incansablemente, para determinar cuál fue el móvil del crimen. Algo importantísimo que va a subirle el ánimo a la familia Montero.
* = Estamos hablando de la Venezuela de 1991: segundo reinado de CAP.
__________________
El Nacional, abril 1999. Idéntico título

abril 20, 2005

La justicia de los sin ley

En varias ocasiones se han reseñado aquí algunas situaciones muy duras que tenían que ver con la actuación de algunos funcionarios de la Policía de Aragua, sobre todo en la población de La Victoria, Zuata y sectores aledaños -Bello Monte, Las Mercedes-. Decíamos que ése es un territorio olvidado del gobierno regional. Tanto, que a falta de una autoridad vigilante cualquier valentón de chapa y pistola puede erigirse como el Robocop de esas praderas. ¿Ganas de insultar? No: allí están las cifras de Provea -entre las policías estadales, la de Aragua tiene el récord de denuncias en violaciones de Derechos Humanos, y también el récord de funcionarios procesados-, el recuento de las denuncias consignadas en la Fiscalía, la proliferación de noticias increíblemente parecidas en los diarios regionales.
Ahora, para variar, una de esas familias sin brújula de Zuata ha aterrizado por acá, con una historia que ya reposa en los tribunales penales y en manos de la Fiscal Yubirí Quintero.

Inocencia: paciencia
Hace ya algún tiempo Inocencia Contreras, una habitante de la calle Raúl Leoni de Bello Monte, se acostumbró a que, cuando tocaban a la puerta de su casa y anunciaban que era la policía, ella debía abrirles, correr a arrinconarse en un sofá y quedarse quieta hasta que los uniformados lo desordenaran todo, les hicieran preguntas de todo tenor y finalmente se marcharan con las manos vacías. No había más nada qué hacer; oponer resistencia es un delito, un delito casi tan grave como mirarle la cara a un policía o preguntarle qué demonios es lo que busca. Este asunto llevaba ya varios meses, hasta que un día alguien se dignó informarle que existía una instancia llamada Fiscalía y que lo mejor era empezar a echar el cuento, no fuera a ser que en una de esas visitas apareciera como por arte de magia, debajo de una cama, un paquete comprometedor. Ella tomó en cuenta la sugerencia, acudió a la Fiscalía y allí explicó cuán inflamadas tenía las glándulas sudoríparas por aquella situación. Sin quererlo, y sin saberlo, en lugar de espantarse el problema se estaba buscando uno mayor. A ciertos policías les molesta mucho que los investiguen y les manden a parar los apliques demasiado fuertes.
Inocencia tiene tres hijos; dos de ellos, Miguel Angel (20) y Luis Alfredo Contreras (24) fueron paracaidistas, ambos destacados en la base aérea de Palo Negro. El otro no es paracaidista ni militar, pero a sus 16 años fiestea y baila changa de lo lindo en cuanto sarao se prende en las cercanías; se llama Angel Augusto. En cierta forma lo de la denuncia en Fiscalía funcionó, pues por un tiempo cesaron los allanamientos, pero ahora la presión tuvieron que soportarla los muchachos. Nada grave: a Angel Augusto, por ejemplo una vez lo detuvieron en la calle, se lo llevaron a una famosa laguna ubicada en las afueras y le metieron unos cuentos de terror abominables, antes de decirle que corriera bien duro si quería ganarse su libertad. El muchacho corrió y por ahí anda, bien vivo y repitiendo la historia con la voz partida de la emoción.
El último allanamiento a la casa les cayó el 16 de octubre del año pasado. En esa oportunidad, a falta de mercancía sucia que llevarse, le metieron mano a un televisor, un equipo de sonido y un ventilador, y para no irse con las arcas tan vacías se llevaron también a Angel Augusto, sin que Inocencia pudiera hacer nada al respecto.
Pero el muchacho, después de todo, tuvo hasta buena suerte.
La hora del dolor
Seis días después ya Angel Augusto había transitado por los calabozos de la Policía y de la PTJ, acusado de robo; los responsables del allanamiento le achacaban el haberse robado aquellos artefactos incautados durante el allanamiento. Sólo que Inocencia tiene la manía del orden y la organización, y se presentó en la comandancia de la policía con unas facturas demostrativas de que ella era la propietaria de aquellos corotos. Por toda respuesta, le dijeron que sí, cómo no, ella tenía razón, pero no podían soltar todavía a su hijo porque él estaba en PTJ y resulta que el expediente había que trasladarlo y blablablá, y en eso llegó el 22 de octubre, fecha en la cual se desató la parte gruesa del drama; ya verán por qué ha tenido suerte el mencionado Augusto.
Miguel Angel, uno de los paracaidistas, andaba por el sector Bello Monte, cerca de su casa, en compañía de un menor de edad -a quien es preciso proteger silenciando su nombre- cuando de pronto vieron que una patrulla se aproximaba. El menor, que ya antes había probado peinilla pareja por estar obedeciendo órdenes de alto, prendió los motores y desapareció tras una pared, pero Miguel Angel Contreras se quedó en el sitio confiando en su condición de militar y de hombre sin antecedentes ni pecados por pagar. Así se lo hizo saber a los gendarmes cuando éstos lo esposaron y lo introdujeron en la patrulla, la cual rodó hasta una quebrada cercana; serían las 3:00 pm del 22 de octubre. A las 7:00 pm, unos vecinos se compadecieron y le avisaron a una tía, hermana de su madre Inocencia, que al muchacho acababan de darle un tiro; los matadores no tuvieron la delicadeza de hacer las cosas en silencio y decenas de personas escucharon los gritos de Miguel Angel. Inocencia llamó a la policía; allí le dijeron que lo lamentaban, pero ese detenido no estaba allí, y le recomendaron que fuera a la morgue.
Precisamente en la morgue le dieron la información completa: el cadáver sí se encontraba allí, y estaba lleno de contusiones; los pies, amarrados con las trenzas de las botas militares; el pecho, marcado con un impacto de bala.
Nueva visita de Inocencia a la Fiscalía. La doctora Yubirí Quintero solicitó un informe a la Policía de Aragua sobre los posibles antecedentes del joven Contreras, y desde allá le enviaron una hoja bastante sucia: robo a mano armada, azote de barrio, delitos varios. Estaba tan sucia la hoja que, en el sitio donde se leía el nombre de Miguel Angel Contreras, podía verse claramente un manchón de tipex, esa pinturita blanca con que usted borra una palabra que desea ocultar. ¿Qué nombre estaba escrito allí antes que el de Miguel Angel? Pregúntenselo a la Policía de Aragua, específicamente a los funcionarios de apellidos Soterán y Rojas, aquellos eficientes guardianes de la ley que se llevaron preso a Miguel Angel el último día de su vida.
______________
El Nacional, febrero 1999. Mismo título.

El Olvido se llama Noris

No es nada cómodo eso de plantarse frente a un hombre, cualquier hombre, y preguntarle sin que nos tiemble la voz algo así como: “¿Tú le pegabas a tu ex mujer?” Es bastante más complicado el asunto cuando el interpelado es alguien como el ingeniero Miguel Angel Mora, un caballero que viene acompañado de una fama y de un problemón muy duro de obviar: su esposa, técnico superior en Química y empleada del laboratorio ambiental de la refinería de Amuay, en Falcón, acaba de cumplir este sábado dos años de desaparecida. Y, aunque las averiguaciones andan algo así como paralizadas –¿qué tan paralizadas? Bueno, quizá tanto como un cadáver enterrado a diez metros bajo el hielo de Siberia–, el ingeniero Mora, su esposo, no ha dejado de ser el principal sospechoso de esa desaparición.
Por ese caso, Mora estuvo detenido en Falcón durante unos meses, ha soportado cierta avalancha de informaciones y comentarios aparecidos en la prensa regional de los estados Falcón y Zulia, y cuenta que además ha recibido amenazas de los cuerpos policiales para que declare haber asesinado a su antigua mujer. Los familiares de ella, por su parte, insisten en que todos los indicios incriminan a Miguel Angel Mora y han consignado todo lo consignable en función de procurar el encarcelamiento del ingeniero. Pero el caso se las trae; no se trata sólo de limitarse a la pregunta del primer párrafo, a la cual el ingeniero bien podría responder: “Sí, yo le pegaba, ¿y qué?, eso no significa que la haya desaparecido. Soy violento, pero no un asesino; ni tan Calvo ni con dos Otero Castillo” –no se imaginan cuánto tiempo esperé para soltar este ensayo de chiste con plena libertad.
La mujer desaparecida se llama Noris Almeida. Vale la pena refrescar aquí los impresionantes intríngulis del caso, a ver si alguien en los tribunales deja de bostezar y arroja una luz sobre las decenas de folios del expediente.

Un matrimonio normal

Noris y Miguel Angel se casaron en 1985, y de su unión nacieron dos infantes que hoy deben tener 13 y 10 años, respectivamente. Ambos eran profesionales al servicio de la industria petrolera, lo cual indica que, sin ser millonarios, tampoco eran candidatos a morirse de hambre. La dinámica de ese matrimonio era absolutamente normal: trabajaban en el día, peleaban en la noche, paseaban los fines de semana, peleaban los días feriados, celebraban sus cumpleaños, peleaban al día siguiente. Una pareja normal promedio, pues.
Pero tanta normalidad comenzó a fracturarse en serio hacia 1992, cuando Mora estuvo detenido unos días a petición de su esposa, quien lo acusó de maltrato y agresiones. Al año siguiente, con los problemas domésticos algo recrudecidos, a Noris le llegó un chisme según el cual su esposo tenía un hijo fuera de la relación conyugal, y entonces sí se prendió el candelero de verdad, un candelero que vino a medio sofocarse en 1995 mediante una separación de cuerpos. Pero el problema continuó, ya ustedes se imaginan por qué ruta: la pensión alimenticia, el embargo del sueldo, la separación de bienes, entre ellos unos terrenos y unas viviendas que debían estar a nombre de los hijos y ya, por favor, lo que sigue es demasiado grave para detenernos en minucias peseteras.
El 10 de julio de 1997 Noris Almeida fue vista por última vez por uno de sus hermanos. Fue en la avenida Jacinto Lara de Punto Fijo, donde un compañero de trabajo la dejó a eso de las 4:25 de la tarde. Ella entró a una entidad bancaria pero no realizó allí ninguna transacción. Simplemente desapareció, dejándole a sus dos hijos una angustia enorme y a su ex esposo el paquete del siglo.

El mejor siquiatra del mundo

Apenas la mujer cumplió una semana sin dejarse ver por ninguna parte la familia comenzó a movilizarse por todos los medios, no sólo para buscarla, sino también para orientar a las autoridades y a la opinión pública en el sentido que a ellos más los convencía, que no era otro sino el que apuntaba a la cara de Miguel Mora. Hablaron de llamadas fantasmas, amenazas, hostigamiento en su casa y en el trabajo. Parece que todo el mundo, incluso la afectada, sabía de antemano que había alguien por allí dispuesto a hacerle daño, un daño ligeramente más profundo que aquél causado por los pescozones.
Mora fue investigado, reseñado por la prensa, sometido a un puñado de pruebas y exámenes. Uno de ellos tuvo su laberinto particular y su momento gracioso. Un día, cuenta Miguel Mora, su abogada lo abordó para conversar sobre el caso, y luego de un largo tartamudeo –circunloquio, lo llaman los seres bien hablados– le dijo que había un médico que se había ofrecido para hacerle un examen siquiátrico por la módica suma de 700 mil bolívares. Vaya examen; por semejante suma deberían revelarle a uno hasta el futuro. Pero la oferta incluía algo mejor: la garantía de que su estado mental iba a salir muy bien. Fácil: tú me das 700 mil bolívares y yo certifico que tú no estás loco. El problema era que el caballero que había hecho la propuesta no era siquiatra sino médico forense, así que aceptar aquello equivalía a pagarle a un mecánico para que nos opere el hígado.
Mora se armó de valor, se dirigió al Congreso de la república y, escoltado por su tocayo el diputado Miguel Angel Paz, denunció a su abogada y al forense, y de paso hizo públicas la cantidad de amenazas y presiones que estaba recibiendo por la desaparición de Noris.El forcejeo está planteado en estos términos: los familiares de Noris acusan a la PTJ de Punto Fijo por no presionar lo suficiente a Miguel Angel Mora; éste, en cambio, acusa a la PTJ por presionarlo demasiado. En eso han transcurrido dos años y dos días, Noris y su circunstancia están a punto de quedarse en lo más oscuro del olvido y la justicia continúa actuando, como de costumbre, a la velocidad del rayo. Qué esperanza.
______________
El Mundo, julio de 1999. Título original: El olvido se llama Noris Almeida.

abril 19, 2005

La justicia los prefiere libres

Zaraza no sólo es lo que mienta Luis Alberto Crespo: un pueblo lleno de fantasmas, hastío y calorones, donde el escaso viento juega con las hojas hirsutas y el horizonte se pierde en crepúsculos marchitos. No. También es un pueblo habitado por hombres que lanzan coñazos, y mujeres por las cuales esos mismos hombres están dispuestos a hacer derramar varias ollas de mondongo en plena calle. Se acabó la poesía: en Zaraza hay tres policías que asesinaron a un ciudadano, ya tienen su respectivos autos de detención y sin embargo andan sueltos, libres, orondos, impolutos. Mala estrategia ésta de adelantar el final de la crónica en el propio primer párrafo, pero en este caso no hay más remedio.
Sucedió como en cierto caso Mamera, tenebroso e inolvidable: hacia diciembre de 1997, en las calles de Zaraza se hablaba muy fuerte y seguido de la relación entre un Gerardo Pimentel (comerciante, karateca, 29 años) y cierta chica intocable entonces, e innombrable ahora; una mujer que resultó ser la compañera de vida de un funcionario de la policía de Guárico llamado Aquiles García (un García que nada tiene que ver con el de la semana pasada, valga la aclaración). Gerardo, quien pasaba sus días en el mercado campesino de La Romana, vendiendo mercancías, tomó conciencia del peligro que lo acechaba, pero ni modo, no había forma de huir ni de esconderse en una localidad en la que todos se conocen, y en la cual una historia tan engorrosa (sin importar si era falsa o no) tenía que convertir en protagonistas estelares a un par de ciudadanos que nada querían con la publicidad ni con las cámaras.

Sin control

Aquiles García se llenó de toda la furia que puede uno imaginarse. Anduvo un tiempo por ese pueblo con ganas de reventarle el páncreas al primer Pimentel que se atravesara, pero el uniforme pesa, y el agente en principio se limitó a hacerle unas señas y unos aspavientos desde lejos al karateca-comerciante; nada serio.
El panorama comenzó a enturbiarse y a apartarse del control del policía cuando García decidió probar otros métodos de intimidación, tipo redadas relámpago durante las cuales Gerardo Pimentel fue a parar a una celda o simplemente salía a dar involuntarios paseos en una patrulla llena de tombos. Un método eficaz; los golpes no dejan marca si se propinan donde no hay hueso, y los insultos y amenazas no sirven para nada en un tribunal si no hay registros patentes de que en realidad fueron proferidos. Así que Pimentel siguió preocupándose en serio, pero después de mucho temblar y mucho arrepentirse se tropezaba con idénticas conclusiones: qué hacer, si todos los días, fatalmente, debo regresar al mercado.
El mal día llegó el 19 de diciembre del 97, a eso de la 1 de la madrugada: Gerardo Pimentel se encontraba en el mercado cuidando su mercancía, ya que su puesto de ventas había sido robado y destruido días atrás, cuando de pronto apareció una patrulla de la policía del estado; de ella bajaron Aquiles García junto con otros agentes (posteriormente fueron identificados dos de ellos, de nombres Máximo Banco y José Daniel Solórzano) y le dieron su respectiva zaparapanda de golpes y patadas dentro del local. Pimentel logró zafarse y correr unos metros, pero hasta la mitad de la calle fueron a perseguirlo los policías. Cinco comerciantes del mercado de La Romana, un chofer de autobús y dos transeúntes vieron en vivo y directo el fin del drama: Aquiles García obligó a Pimentel a que se arrodillara, le apuntó con el arma de reglamento en la frente y ahora sí: Pimentel dejó este mundo lleno de fantasmas, hastío y calorones, sin haber recibido una oportunidad de olvidarlo todo y marcharse a buscar otros amores.

Todos pagan

Varios minutos después, cuando los curiosos y amigos de la víctima tenían un rato mirando su cadáver, apareció una segunda patrulla de la policía de Guárico y sus ocupantes comenzaron a trabajar. Siete personas fueron detenidas, llevadas a prisión y golpeadas con saña durante varios días. Cinco de esas personas estuvieron en la cárcel hasta el siete de enero, todo porque los fiscales y demás gente apta para la defensa estaba de vacaciones. Durante el carcelazo trataron de conminar a los detenidos para que dijeran que lo del mercado había sido un enfrentamiento, y que Pimentel era un reconocido delincuente. Dos de ellos aceptaron quedarse callados y no declarar nada de lo que vieron, pero los otros tres, porfiados como buenos llaneros, sí prestaron su testimonio.
La familia de Pimentel acudió a un buen abogado de la localidad, de apellido Zamora, para que hiciera de acusador formal ante los tribunales. Su papel duró pocas semanas, pues el hombre recibió tantas amenazas telefónicas y visitas sorpresivas en su casa que decidió apartarse del caso, no sin antes explicarle a los Pimentel que la vida era más importante que cualquier caso, ¡qué va! Acto seguido, la familia del hombre asesinado acudió a la Red de Apoyo por la Justicia y la Paz y a otras instancias en busca de asesoramiento; asesorados por ellos pusieron a funcionar los resortes del Ministerio Público, y hete aquí que el 27 de marzo un tribunal de Guárico les dicta auto de detención a los agentes García, Banco y Solórzano.
El primero de ellos estuvo vagando sabroso por la vida hasta que se entregó, en el mes de junio del presente año. El funcionario está detenido en un comando de su propio cuerpo en San Juan de los Morros, y se cuenta que jamás será trasladado a ninguna cárcel porque hace poco le dio un derrame cerebral. En cuanto a los cooperadores inmediatos del hecho, Máximo Banco está trabajando en lo suyo, feliz y sin remordimientos, en Valle de La Pascua; y José Daniel Solórzano está cobrando su sueldo como si nada, aunque lo han suspendido de su cargo porque nunca le dio la gana de presentarse y dejar que se cumpla el auto de detención.El expediente reposa (tibio, somnoliento) en una gaveta de la Fiscalía General de la República.
____________________
El Nacional, noviembre 1998. Mismo título.

abril 16, 2005

Vidas no tan paralelas

Darwin Amílcar Sánchez, de 18 años de edad, era uno de esos muchachos lacónicos a quienes hay que sacudir de vez en cuando para que reaccionen: Despierta, hijo, estamos cruzando una avenida. Todo un caso de temperamento taciturno. Habitaba en Maracay, en el barrio Fuerza Aérea, por lo cual parecía un poco paradójico que no fuera un avión, como suelen serlo los jóvenes que han crecido en barriadas más o menos duras. Línderson Alexander Vielma (24 años), en cambio, vivía en el barrio Bolívar, allá mismo en la capital de Aragua, y ya desde los 12 años estaba claro que no había nacido para aguantarle una mirada fea a nadie. Muchacho hiperactivo, muchacho sobreestimulado, muchacho con las pilas en su lugar, trató de entender que es mejor estar del lado de los buenos, pero le costó un poco; al final decidió que estar del lado de los malos no era tan constructivo pero sí era bien sabroso, y en ese lado fue cayendo poco a poco. Pero para eso falta todavía un buen tramo de la historia.
Darwin Sánchez avanzó en sus estudios hasta donde pudo, esto es, hasta los primeros años del bachillerato; de repente, la ya conocida agilidad de su alma se le contagió a todo el conjunto (al cuerpo, al espíritu, al esqueleto; a las ganas, pues), y de pronto su familia decidió, por eso mismo y también porque la situación en la casa apretaba fuerte, que no era mala idea que el Darwin atendiera un puesto de venta de víveres en el mercado de mayoristas, y así se cumplió. Línderson Vielma, por su parte, parece que alguna vez supo lo que era un cuaderno, un lápiz y un libro, pero esa vidita le pareció demasiado desprovista de situaciones extremas, las que a él le daban nota, y decidió que en la calle, mi hermano, estaba el sabor.
Darwin creció entre vendedores y respaldado por una familia que no aspiraba a que el muchacho llegara a ser millonario; es decir, jamás le exigió que debía hacerse diputado, o galán de televisión, o dueño de un taller mecánico, pero sí le explicaron muy bien que el pan que mejor sabe es el que uno obtiene con el sudor de la frente (aunque si uno lo obtiene con mantequilla, sabe un poco mejor). Línderson quizá también recibió instrucciones al respecto, pero que va, socio, hay esfuerzos que se pierden. Antes de empezar a salirle el vello debajo del mentón ya andaba inventando cositas malas en compañía de dos muchachos casi tan simpáticos como sus respectivos apodos: Pabembúa y Merrecuque. A él mismo le calzaron un alias que completaba la musical combinación: Perolón. Oye qué rico suena: Perolón, Merrecuque y Pabembúa. Canción siniestra e inolvidable para los habitantes de Maracay.
El drama de las versiones
Faltan aún un par de detalles para completar los retratos: Darwin había tenido algunas noviecitas, cómo no, la timidez tampoco era tanta como para sentenciarlo a una vida pajiza y solitaria; hace un año encontró la forma de coronar con una querencia más sólida que las otras, se casó en íntima y sencilla ceremonia y se instaló a vivir con su pareja en el mencionado barrio Fuerza Aérea de Santa Rita. La venta de alimentos no hace millonario pero sirve para levantar un hogar. Seguro que sí, todavía se puede, aunque es más difícil que enamorar a una estudiante de Derecho con las canciones de Ricardo Arjona.
Por su parte, Línderson Perolón Vielma también había tenido su historial amoroso más o menos intenso, o mejor dicho, bárbaramente más intenso que el de Darwin. Poco tiempo ha, tuvo unos encuentros decisivos con su amada y le zampó un par de morochos que hoy en día andan por ahí, creciendo, jugando, dándole un vistazo al mundo.
Mientras él se dedicaba a procrear, a Pabembúa lo liquidaron a tiros unos malandros -en diciembre del 98-, y Merrecuque se dejó atrapar en una mala jugada y está preso en Tocuyito. Desde hacía meses, Línderson se encontraba bajo régimen de presentación en el tribunal Séptimo Penal de Aragua; esto es, andaba libre pero debía presentarse regularmente para que un juez le viera la cara y lo dejara ir dos horas después. Esto, en la terminología legal, significa que para la justicia no es la peor bestia de los pantanos, pero es bueno vigilarlo de cerca, no se vaya a resbalar en un barrial de ésos y termine peor que otros tipos más peligrosos.
El 11 de febrero de este año, dos noticias simultáneas adornaron las páginas rojas de la prensa local: un par de choros, ratas irrecuperables del rebaño de Dios, habían sido muertos a balazos en enfrentamientos con la Policía Estadal. Los nombres de estos delincuentes muertos en combate eran, por supuesto, Línderson Vielma, alias Perolón, y Darwin Amílcar Sánchez, sin alias ni nada.
Lo de Perolón fue reseñado así: andaba en una moto robada por los lados del puente de Paraparal, vio aproximarse a una patrulla y la atacó a tiros. Dice el parte policial que la patrulla fue alcanzada por cinco proyectiles, y uno de los funcionarios "se desmayó"; no se ha podido averiguar si el desmayo le sobrevino por un impacto de bala u otra razón, pero eso es lo que dijo la policía. Los agentes respondieron al ataque y Línderson cayó con tres balas en el cuerpo. Los policías se lo llevaron desesperadamente al hospital de La Ovallera, pero falleció en el camino.
Capítulo Darwin Sánchez: una comisión policial tocó a la puerta de su casa, él les abrió; los funcionarios se lo llevaron en una patrulla, y una hora más tarde, un vecino le hizo a sus padres el favor de avisarles que Darwin estaba muerto en un centro ambulatorio. La madre de Darwin fue con otro vecino hasta el Comando donde se supone se generó la orden de capturar al muchacho -vaya usted a adivinar por qué maldito y recóndito motivo-, y como resultado de su diligencia por poco dejan detenido al acompañante. Más tarde, en un ataque de cordura, alguien se dignó llevarlos a donde estaba el cadáver del joven, y allí estaba, perforado con seis disparos en el cuerpo.
Al cierre, con Línderson: la mamá del muchacho reconoció, en un gesto gallardo pero desesperado, que su muchacho no era ningún lindo gatito, pero juró por el Dios del cielo que aquel ataque contra la patrulla fue pura fábula. Que a Línderson lo metieron a la fuerza en una patrulla mientras llamaba por un teléfono público, y horas después apareció acribillado a balazos.Nada que hacer. En esa raya exacta que separa lo verdadero de lo falso, existe todavía una franja, que es la de las versiones. Una franja que, como la raya amarilla del metro, uno puede respetarla o ignorarla con un salivazo, si así lo prefiere. Pase lo que pase.
___________________
El Nacional, febrero de 1999. Publicada con el mismo título.

Señales en la tierra

Seguramente hay fechas más oportunas para acudir a una oficina de la PTJ que un día 30 de diciembre; y seguramente Antonio Castellanos tenía conciencia de esto, pero aún así lo hizo: fue a la delegación de la PTJ en Trujillo, estado Trujillo, el 30 de diciembre de 1998. No tenía la culpa, el pobre hombre, de que su esposa Raiza Coromoto Briceño (28 años) también hubiera escogido precisamente esos días para desaparecer del hogar. Al menos ésa fue la explicación que le dio el caballero a los judiciales, quienes le pusieron a su denuncia toda la atención del caso y comenzaron a hacer las preguntas pertinentes.
Los datos facilitados por Castellanos no aportaban mayor cosa: su mujer había dado a luz un mes atrás, su salud mental no había sufrido percances, no había razones para pensar que podía tener enemigos en la vida, no tenía bienes de fortuna. En fin, no era una persona "desaparecible", si cabe el término. Y la circunstancia en que fue descubierta la desaparición tampoco decía mayor cosa: Castellanos llegó un día a su casa y encontró solo al niño. Y nada más. De Raiza, ni huellas.
La mujer de Antonio camina así
No hay que perder de vista que estamos en Trujillo, una ciudad que no se caracteriza precisamente por que allí desaparezcan personas todos los días. Así que la PTJ comenzó a investigar. ¿Por dónde? Bueno, empecemos por la casa.
La residencia donde vivía la pareja es una construcción modesta ubicada en La Vichú, un sector semi-rural donde tampoco es muy común que se den situaciones particularmente asquerosas. Detrás de la casa se prolonga un patio inmenso, que da a un lugar apartado de la vía pública. Sólo por no dejar, los detectives realizaron por allí una exploración a vuelo de pájaro, sin resultados. Después agotaron el trámite de preguntarle a los familiares y vecinos del sector cuándo habían visto a la mujer de Antonio por última vez, y entonces sí obtuvieron algo más concreto: el día 30, Raiza fue vista en su casa o cerca de ella, y no había dado pistas o motivos para pensar en un viaje o en una decisión tan tremenda como marcharse del hogar y dejar al Antonio con ese incendio prendido: para quienes no estén informados, un niñito de un mes llora sabroso, sobre todo en la madrugada.
La investigación continuó mientras hubo pistas de las cuales agarrarse y testimonios que pudieran interesar, pero de repente el serrucho se trancó, el friito de enero atacó el ánimo de los detectives y el asunto de la desaparición se fue quedando en el limbo, hasta que los familiares de la muchacha reaccionaron con fuerza y adiós friito de enero: ya había llegado el día 20 y Raiza no aparecía por ninguna parte. Nueva activación de las diligencias por parte de los judiciales, citación a Antonio Castellanos para que fuera a ampliarles el cuento, y extraña cuestión: Antonio no aparecía tampoco. Ni los vecinos ni los familiares de Raiza tenían noticias del paradero del hombre. Entonces la PTJ comenzó a abordar la trama por otro flanco.
El lobo, el lobo...
Hace dos semanas los habitantes de Valera, allá mismo en Trujillo, tuvieron un estremecimiento interior debido a la ocurrencia de un espantoso asesinato. Una muchacha de nombre Dasmery del Valle Parra, quien estaba desaparecida desde el día sábado 6 de febrero, fue encontrada muerta en unos matorrales al lunes siguiente. Su cuerpo presentaba signos de violación y estrangulamiento; las manos estaban atadas a su espalda con las correas de su cartera, y su cabeza estaba amarrada con una prenda íntima. Hasta la fecha no había ninguna información sobre el victimario o sobre algún sospechoso del crimen, pero la comunidad reaccionó con fuerza e indignación: no podía ser posible que se saliera con la suya un perro capaz de asesinar de aquella forma a una muchacha decente.
La ciudad de Valera no es la ciudad de Trujillo, pero hasta allí llegó el retumbar de las voces que clamaban justicia. Una de esas voces, por cierto, era conocida para los funcionarios de la PTJ: una tarde se apareció en la delegación Antonio Castellanos, indignado porque ese tipo de cosas ocurrían en una ciudad como ésta, otrora reducto de paz e idilios convertidos en canción. Después de la descarga aprovechó para contar lo nervioso que estaba porque Raiza Coromoto todavía no aparecía, y entonces los policías lo precisaron con más ahínco. Sucede que la familia de Raiza le había contado a los sabuesos lo mal que Antonio trataba a su mujer, las agrias discusiones por cualquier razón, el deseo de ella de abandonar esa casa que se le había vuelto tan insoportable como esas promociones de TV que dicen "Llame ya al teléfono que ve en pantalla". En 15 minutos el hombre estaba convertido en una mata de nervios, aunque sin aflojar la versión final de la historia, y la PTJ tuvo que echarle una ayudadita llevándolo arrastrado hasta la casa donde hasta poco antes vivía con su pareja.
Fueron al patio, observaron bien los alrededores, en las zonas de fuga. Un detective se fijó en un rectángulo perfecto de grama seca, rodeado de grama fresca y verde, y el funcionario al mando, el inspector Sixto Peña, ordenó que cavaran en ese lugar. Y ya no hubo finta posible para Antonio: el cadáver de Raiza Coromoto Briceño fue encontrado cuatro metros debajo de la tierra, devastado por la cal viva. Nos disculpan este aparatoso final sin intriga ni suspenso, pero así es como corresponde: esto no es una novela policial.
___________________
El Nacional, febrero de 1999. Mismo título.

abril 15, 2005

Nuestros dos desaparecidos

El teniente Douglas Ronald Barrera, oficial del ejército guatemalteco y ex agregado militar de la embajada de su país en Venezuela, es hombre recio, de carácter. No podía esperarse otra cosa de alguien a quien le ha tocado pergeñar en un cuerpo castrense como el de ese país, destruido por una guerra que “oficialmente” ya terminó, pero cuya crueldad sigue arrastrando seres humanos hacia la locura y la muerte. Un ejemplo de cuán reciamente templó la contienda bélica los nervios de Barrera (cuyo segundo apellido, de paso, es Guerra) es el episodio que sigue, registrado hacia el mes de octubre de 1984.
Ocurre que el teniente Barrera, quien entonces ostentaba el grado de capitán, tenía un chivito, una mascota con la cual jugaban sus hijos. El animal permanecía a buen resguardo en la colonia militar “Lourdes”, las residencias en la que habitaban Barrera y su familia en Ciudad de Guatemala. Un mal día, el chivito en cuestión se salió de la casa y comenzó a husmear por las residencias vecinas, hasta que llegó a la del teniente Eduardo García. Este, quien al parecer odia a los cuadrúpedos, echó mano del primer martillo que encontró en el camino, trotó a marcha redoblada unos quince metros y con el mismo impulso jaló y le conectó un rolitranco de martillazo entre cacho y cacho a la mascota del capitán.
Douglas Barrera, enfurecido, obvió la cuestión del superior rango de su vecino el matacabras, y fue a reclamarle. Como la esposa de éste insistió en que estaba de viaje y que de chivos no tenía ninguna noticia, el capitán acudió al jefe de la sección de Inteligencia de la Fuerza Aérea (en la cual estaba destacado) mediante una desgarradora carta de la cual conservamos una copia fotostática. Entre otras cosas, el capitán Barrera denuncia ante su superior la conducta “cruel, inhumana e irracional contra un pobre animal incapaz de hacerle daño a alguien”.
Preguntas inevitables: ¿qué importa la muerte de un maldito chivo en Guatemala, donde la intolerancia se ha llevado a la tumba a más de 80.000 personas? ¿Qué relación guardan Barrera y su temperamento con la desaparición de los jóvenes venezolanos José Alberto y Víctor Camarda, dos de aquellos muchachos que solían jugar con el chivito de marras?

Las huellas de José Alberto

Decíamos que el capitán Barrera fue agregado militar en Venezuela. Durante su estancia aquí conoció a Carmen Atencio, venezolana, divorciada y con dos hijos. Con esta dama se casó y la llevó junto con sus hijos José Alberto y Víctor a vivir a Guatemala, específicamente a la colonia “Lourdes”, escenario de la acción descrita antes. En ese mismo lugar, una zona cercana a una base militar y habitada exclusivamente por militares, se produjo la desaparición del menor hijo de Carmen Atencio, José Alberto. Los detalles al respecto son oscuros; simplemente se sabe que el muchacho transitaba con su moto por el área de la colonia y de pronto no se le volvió a ver más. Se produjo una búsqueda más o menos intensa (estamos hablando de un país en el cual se han contabilizado más de 30 mil desaparecidos desde 1975 hasta la fecha), se realizaron las diligencias mínimas y así, sin más, el caso y las huellas de José Alberto Camarda fueron borrándose sin remedio.
Un año después del extraño incidente, la madre y el hermano de José Alberto decidieron redimensionar las denuncias y acudieron a las instancias internacionales, entre ellas la embajada y los medios de comunicación de Venezuela. La historia completa fue reseñada en El Nuevo País, órgano al que acudió la señora Carmen Atencio en 1989, y en esa ocasión el capitán Barrera se limitó a decir: “Mi esposa ha dicho la verdad. No puedo decir más, porque mi condición de militar me prohíbe acceder a cualquier entrevista”. Esa verdad dicha por la señora Atencio era tan simple como brutal: según testigos, a José Alberto lo secuestraron en una zona custodiada con toda la rigurosidad del caso por efectivos militares, y hasta la fecha no ha aparecido. Fue todo; nada más había que agregar, al menos por los momentos.
Pero sí tuvo que agregar algo más el capitán Barrera, durante una interpelación que le hizo la Misión de las Naciones Unidas que funciona en Guatemala. En esa oportunidad dijo estar seguro de que su hijastro fue asesinado por un militar retirado de alto rango. Después de eso se produjo su divorcio de la señora Atencio y no ha vuelto a saberse más nada de su paradero, salvo que anda por los lados de Perú en misión diplomática. Linda actitud de un caballero que tanta bravura demostró cuando la muerte de su chivito.
Asediado por el dolor y la indignación, el hermano mayor de José Alberto, Víctor Camarda Atencio, se aplicó a la búsqueda de su hermano en territorio guatemalteco, a partir de 1989. Al voluntarioso joven, casado y con dos hijas, se le vio entonces recorrer bases militares, oficinas diplomáticas y policiales, además de los medios de comunicación de ese país, para tratar de crear un clima de consideración para con el caso (uno en más de 30 mil, no hay que perder esto de vista). No había mucho que inventar, el campo de rastreo estaba bien restringido y delimitado; los militares de ese país eran, para qué dudarlo, los principales sospechosos, y contra ese ente descargó el muchacho toda su energía, con ayuda de una madre que de pronto se vio desamparada por Barrera Guerra, quien de pronto fue ascendido a teniente.
En compañía de quien alguna vez fue su padrastro acudió el joven a una guarnición militar, donde le correspondió escuchar en vivo un diálogo escalofriante, entre Barrera y un general. Ante la inquisición sobre el caso de Víctor, el alto jerarca preguntó a su vez a Barrera: “Teniente, usted sabe perfectamente qué ocurrió con ese joven”. Pero Barrera, nuevamente, optó por enmudecer. El silencio tiene su precio, y su carrera dentro del cuerpo castrense podía quedar en entredicho debido a algunos detalles inconvenientes.

Desapariciones, cuerpos, testigos

Víctor Camarda optó por continuar solo con la averiguación y la denuncia, no había ni siquiera por qué insistir en pedirle ayuda a un aliado táctico tan inútil como el ex padrastro. El 26 de enero de 1994, el joven de 26 años cumplidos transitaba por una calle de Ciudad de Guatemala en compañía de un amigo guatemalteco, de la misma edad, llamado Mynor Luna. Al detenerse en un semáforo, un grupo de hombres armados los interceptaron, se los llevaron en un automóvil y, por varios días, fueron dados por desaparecidos. Sólo unos pocos días duró, en un principio, la ausencia de Víctor. Su esposa, Flor de María, recibió una llamada suya el día 31 de enero. De aquella conversación conserva intactos los detalles:
—Por ahora estoy bien -le dijo Víctor.
—Estaba asustada, creí que te habían secuestrado. ¿Te tienen los militares?
—Bueno, algo así, después te cuento lo que pasó. A Mynor lo soltaron el domingo, yo me voy para la casa esta tarde.
Ese domingo de gloria no llegó jamás, pues Víctor no repitió la llamada y Mynor Luna tampoco se reportó con sus familiares y conocidos. El 18 de febrero, unos campesinos encontraron dos cuerpos mutilados a varios kilómetros de la capital, justo en un desfiladero conocido como “La Chifurnia”, célebre justamente por haber servido de zona de liberación de cadáveres en otras ocasiones. Acá se oscurece aún más la historia, puesto que las autoridades comunicaron que la dactiloscopia no permitió identificar a aquellos cuerpos, pero los familiares de Víctor Camarda aseguran, tres años después, que uno de los cuerpos es el del mayor hijo de Carmen Atencio; para apoyar su declaración presentan una carta enviada por el gobierno de Guatemala a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Las noticias más recientes del caso las proporciona la Misión de las Naciones Unidas para Guatemala: Mynor Luna, el joven con quien fue visto Víctor Camarda el día de su captura a manos de desconocidos, vivió un tiempo de Miami y ahora reside nuevamente en Ciudad de Guatemala. Tienen su dirección: calle B, 18-61, zona 15, Vista Hermosa II, y hay un teléfono: 69-3839. El muchachio no se ha presentado a declarar, y la Misión de la ONU “presume que posee valiosa información”. Tienen una dirección, un teléfono, un testigo, pero no han podido sacarle una sola palabra a ese caballero. Parece que la democracia guatemalteca tiene un trabajito por allí, algo así como una deuda con su similar venezolana, o al menos con una familia destrozada.
El Nacional, noviembre de 1997. Publicada con el título: Dos desaparecidos le debe Guatemala a Venezuela.